Adiós Islas Encantadas
La noche anterior a la partida descansé poco y mal. Era la última en que dormiríamos sin cortar el sueño por alguna guardia o problema a bordo. A partir de ahora las cosas serán muy diferentes. Nos separan de Antofagasta muchos días de navegación y son muchas oportunidades en las que las circunstancias podrían no sernos inocuas.
Entre la “sencilla” maniobra de carga de combustible y amarinar el barco, llegó la hora de la partida: 1730 Hr. Como un caballero, “Lord Jim” vino por última vez a bordo a despedirse de todos nosotros, a quienes había visto absolutamente cada día de nuestra estadía pues siempre hubo papelería que resolver. Nos regaló algunas bolsas de un exquisito café de producción local, que aseguraron ricos desayunos durante toda la travesía. Realmente el café del Ecuador es soberbio.
Parece que la inmensidad del Océano Pacífico acobardó a más de un turista de los recién embarcados para ir a Chile. No es para menos, el Pacífico no es pacífico y además es inmenso, de hecho, el océano más grande del planeta. Como dije, Balboa cuando lo “descubrió” lo bautizó Mar del Sur. Fue Magallanes quien años después le cambiaría el nombre por “Pacífico”. No he conocido personalmente a don Hernando, pero puedo colegir que no carecía -aunque sea una pizca- de sentido del humor.[i]
Días antes de zarpar, entre otras vinculadas al inmediato devenir del Proyecto Darwin, con Filippo tuvimos más o menos esta conversación:
– “Míra Riky”…(ya empecé a temblar)
– “Para nuestra próxima etapa va a embarcar hasta Chile, una persona con la que habrá que tener un poco más de cuidado…”
– “¿Es psicótico, bipolar o algo de eso”? le pregunté casi en serio…
– “No no… Es un científico que te va a gustar pues es astrofísico. Y yo sé que a vos te interesa…”
– “…¡Pero Filippo, eso es genial, lo mejor que me podrías haber dicho! Haré mis guardias con él… Tengo tantas preguntas…”
– “Trabaja en el CERN, en Ginebra y es la primera vez que navega. Hace 20 años que no toma vacaciones, su laboratorio está a 30 metros bajo tierra y decidió hacer algo diferente. Quiero que vos lo cuides a bordo”.
Yo no salía de mi asombro. Tener a un astrofísico del CERN, compartiendo charlas en las guardias era para mí haber llegado al cielo del cielo, pero por otro lado la recomendación de cuidarlo, de que hacía 20 años que no sale de su laboratorio bajo tierra, me hacía pensar en un androide medio esquizo que en cualquier momento se brota y se tira al agua. Pero el riesgo valía la pena.
Cuando Gianni embarcó y en nuestra primera guardia me comentó sus motivos y circunstancias personales para estar a bordo, con excepción de la obvia chanza esquizofrénica, todo lo demás era casi como Fil me lo había advertido. Lo primero que le dije fue que: para “probar” la náutica a vela había elegido justamente la peor etapa de todas, la más larga, con mar y viento en contra.
No me equivoqué en cuanto al pronóstico del viaje, pero sí en cuanto a Gianni. ¡Por suerte! Su adaptación fue excelente e instantánea. Compartió guardias, cocinó, trabajó como el que más. Aprendió a navegar de la única manera posible: navegando. Gianni se transformó en un tripulante valioso en tiempo récord. Sus casi dos metros de altura le garantizaban llevar los pies siempre colgando fuera de su cucheta durante todo el Pacífico y mi escaso metro 66 me garantizaba una tortícolis cada vez que hablaba con él más de 4 minutos seguidos. Opté por hablar con él mirándolo al esternón.
En mi opinión, su gran altura le permitía estar más cerca de las estrellas y así estudiarlas más cómodamente, pero me explicó que de nada le servía pues se dedica a partículas elementales, de alguna manera las antípodas de la materia del universo. O sea, está más lejos de ellas que yo, que mido lo suficiente como para pasar sin agacharme -y con ¡margen de seguridad!- por debajo de la botavara de la Adriática sin riesgo alguno. Lujos que uno se da…
Ignoro qué habrá ganado la Física con Gianni, pero la náutica ganó mucho. Nació para navegar. No sólo jamás le aflojó un milímetro a ninguna circunstancia adversa a bordo, sino que cuando tuvo que desembarcar en Chile, lo primero que preguntó fue si habría lugar en otro tramo para continuar navegando con nosotros. El mejor premio que pudimos recibir todos: la voluntad del regreso de un velisti per caso. Gianni fue una verdadera revelación. (De hecho, una profunda amistad continúa entre él, Filippo y yo y además ha navegado con nosotros muchas veces).
El pronóstico para el día de la partida y los 3 siguientes era de vientos suaves, del sudeste. ¿Hacia dónde debíamos ir? ¡Pues hacia el sudeste! O sea, para avanzar “contra” el viento, deberemos navegar en zigzag, como un convoy inglés eludiendo a los submarinos alemanes. Eso alarga mucho la ruta a navegar y como sabíamos que el régimen normal de los vientos en el Pacifico Sur era el que ya se presentaba, nuestra ruta prácticamente se duplicaría. (De hecho, de las 1800 millas en línea recta al destino, hemos terminado navegado unas 3200 y si tenemos en cuenta que los últimos 4 días lo hicimos casi en línea recta, a motor, hubieran sido unas 3500 millas. Casi el doble[ii], como lo habíamos previsto.
Sabíamos lo que nos esperaba. La tripulación estaba formada por gente de mar y sabía perfectamente lo que significaba la convivencia en espacios cerrados. No esperábamos grandes tormentas, sino otro tipo de enemigos:
a) La falta de viento, o un viento muy suave que no le sirva a nuestra embarcación, pues sus 50 toneladas no se mueven tan fácilmente.
b) El tedio. Las largas navegaciones rutinarias pueden afectar a las personas y más en áreas de calmas. Parecería que es una bendición tener horas libres para leer, pero cuando se lee por obligación, cuando ya no se tiene sueño, cuando ya se descansó, etc. la cosa se pone brava. Ese calor, ese sol que nos acusa, esas aguas quietas, esas velas que nunca se inflan del todo y hacen ruido, ese silencio sólo roto por los misteriosos quejidos del barco, monótonos, desacompasados debido al movimiento desordenado del barco. Todo carcome el imprescindible buen humor y no en vano muchos han enloquecido. Quienes esto hayan pasado, saben a lo que me refiero. Por suerte, contábamos con que el velero no nos defraudara y nos tuviera siempre ocupados reparando la infinidad de cosas que solían romperse o dejando de funcionar, o sea que este segundo enemigo, si bien posible, no era muy probable. (Confiemos en que se rompa algo reparable a bordo).
c) El mar de fondo. Ondas largas que llegan desde muy lejos, generadas hace días por vientos que ya no están pero que oportunamente le han transferido energía cinética a la superficie del mar y estas ondas aún no la han gastado totalmente y continúan desplazándose. Este mar de fondo hace que el barco, quizás en calma, se bambolee sin freno como un estúpido péndulo invertido. Sobran las historias de marineros con sus nervios destrozados luego de calurosos días en este estado de incómodo movimiento. Los hubo quienes, desquiciados, se han lanzado al mar.
Es cierto que un palo mesana nos hubiera venido muy bien, pero en vez de pensar en lo que nos faltaba para desafiar al Pacífico, decidimos pensar en lo que teníamos: un objetivo a cumplir, ganas, tiempo, salud, comida, buen humor, excelentes compañeros de viaje en quienes confiar, idoneidad y la oportunidad invalorable de generar una anécdota personal enriquecedora de nuestra vida, por la que muchísimos harían un gran sacrificio personal por poder tener.
Resumiendo, con humor: sabíamos que no íbamos a realizar una navegación veloz, pero en cambio, tampoco la íbamos a hacer en ¡la dirección correcta!
Levamos anclas y abandonamos las Galápagos, a las que prefiero llamar con su antiguo nombre, el de Las islas Encantadas[iii]. La tarde era preciosa y el mar estaba rizado. El suave balanceo de la Adriática nuevamente había regresado a nosotros, indicándonos que nuestros movimientos ya no serían los normales “de tierra” sino los normales “de mar”. Otra vez habría direcciones más “fáciles” que otras para caminar, para extender los brazos en búsqueda de algo, para hacer fuerza. El chorro de agua de los fregaderos caería en lugares no predecibles, las más de las veces esquivando hábilmente nuestras manos. Otra vez, al estar en cama sentiríamos el peso de nuestro cuerpo, de nuestros órganos moviéndose dentro nuestro mientras nuestro envoltorio de piel permanece quieto. Es muy curiosa la vida en planos inclinados que se mueven y reciben aceleraciones que varían en intensidad y dirección. Sentados frente a una taza de té, uno puede quedarse mucho tiempo mirando como oscila el nivel del líquido, como si estuviera vivo, intentando diferentes caminos para trepar por la pared cilíndrica y fugarse de esa cárcel incómoda.
Cuando se vive inclinado y con movimiento irregular hay que fijar absolutamente todo. Algunas cosas, por seguridad y otras, sencillamente porque deseamos encontrarlas en donde las dejamos. Los lápices y marcadores cilíndricos tienen una asombrosa capacidad para esconderse en lugares insospechados y si no trabamos las ollas, tapas y demás útiles metálicos de cocina guardados juntos en los roperos, el concierto resultante puede arruinarle la noche a más de uno. El tan marino compás de puntas secas es un verdadero escapista. Pese a que en la mesa de cartas tiene un orificio en donde calza perfectamente, nunca está ahí. A veces, lo guardo en el cajón de esa mesa. Levanto el cajón para destrabarlo, lo abro apenas y dejo caer “ahí” al compás. No importa cuando sea, pero la próxima vez que se lo requiera, el muy ladino ya no estará “ahí”.
Metemos la mano tanteando absolutamente de todo, papeles, reglas paralelas, escuadras, goma, cablecitos, libros, anotadores, marcadores gruesos, etc. No tá. Pero como uno sabe que DEBE estar porque todos juran no haberlo usado, entonces debe sacar todo el contenido de ese cajón de Pandora y sí, allá, en el rincón del fondo, nuestros dedos lo rozan. Pero el cretino se esconde de tal modo que primero nos pincha con sus puntas y recién luego, se deja atrapar. Un inveterado renegado de a bordo. Y no es el único.
Muy lentamente la Isla de San Cristóbal va desapareciendo. Es lo único que vemos en el océano. En pocas horas, no habrá nada. Nuestro planeta seremos nosotros. El atardecer sugiere una hermosa noche. Filippo está preparando un risotto. Me dan ganas de abandonar el timón y zambullirme en la olla. No es por hambre, sino por placer. El aroma es un motivo más para seguir con vida…
A las 3 de la mañana siguiente, vuelvo a tomar la guardia. La Adriática es una gran cuna adormecedora. Salgo a cubierta a ponerme el arnés de seguridad y no puedo creer lo que veo. Se me cierra la garganta y esto no es una simple expresión pues recuerdo perfectamente que así fue.
A babor, la Osa Mayor, inmensa y evidente, lucía de bufanda a la sinuosa Constelación del Dragón. Ausente por impostergables razones de trabajo, la estrella Polar estaba por debajo del horizonte y no la veremos hasta dentro de seis o siete meses, en la noche de otro océano, el de al lado, del cual nos separa toda América del Sur… A estribor, luego de tantos años sin encontrarnos en el mar, me saluda un antiguo amor, mi Cruz del Sur, mi identidad cósmica, que continúa arrastrando a sus dos renuentes cachorros. Orión, mi leal compañera de siempre, descansa en nuestra estela y por proa aun mojando su panza en el horizonte, una luna roja, ahora finita como una góndola lejana, nos promete hasta el amanecer una alfombra de plata repujada en la que se recortará, vista desde la timonera, toda la silueta de nuestro velero.
La brisa es suave y fresca, las olas casi no existen. El tope del palo, como un lento bastón de ciego, va eligiendo estrellas tímidamente y pasa su luz de unas a otras. Es una noche para pensar en amores que fueron y en los que quizás vengan. Una noche para agradecer tardar toda una vida en morirse.
Varios delfines van saltando indicándonos el camino. Ahora nuestro rumbo es hacia el Este. Aunque no ganamos latitud, sí ganamos longitud. No es bueno. No es malo. Es… mágico.
Tal como lo imaginé, la charla con Gianni es atrapante. Yo estudiaba mates y física en la universidad, por lo que no podría haber tenido mejor compañero de guardias. Tenía muchas inquietudes sobre filosofía de las ciencias, los experimentos del CERN, su construcción y funcionamiento… Un verdadero oasis de respuestas a mis inacabables preguntas. Obviamente me olvidé del tiempo y el alba nos sorprende. De una pulcritud quirúrgica, violetas, añiles y largos rosados van recuperando el lugar perdido ayer al atardecer. Ojalá el día y la noche jamás recuerden que ya jugaron a lo mismo.
Lamentable y puntualmente aparecen en el cockpit Emanuel y Marco. A ellos confiaré mi Dama Roja y quedará en buenas manos. Son gente de mar, hablan poco y miran mucho, no como yo en esta primera guardia con Gianni, en la que hablé mucho, escuché más y miré nada. Excelentes profesionales, mejores personas e imprescindibles en cualquier travesía, creo que una buena parte del éxito de este proyecto tiene a Marco y Emanuel como algunos de sus principales protagonistas. A ellos les tocará el amanecer de esta noche “fuori serie”.
Yo me conformo con llevarme al alba a mi cama y dormirme escuchando sus cuentos de las estrellas que juegan a las escondidas cuando ella aparece.
Cuando la realidad amarra nuevamente en la cornamusa de mi consciencia, escucho un silencio agradable. Todos están despiertos, pero hablan muy bajito. Quieren escuchar al mar, al sol, al cielo. El monótono zumbido del timón automático y el eterno campaneo oscuro de las drizas dentro del palo delatan alguna actividad. El agua tamborilea en las secciones de proa como si Neptuno nos quisiera informar de su impaciencia. No hay nubes. Las sombras se van acortando, vamos muy lento y la Adriática se balancea muy suavemente. Uno se siente tentado de pensar que estamos absolutamente solos, pero el chorro espumoso de una ballena muestra el error. Hay mucha vida debajo de nosotros, mucha vida que no vemos. Otro spray nos indica que la ballena se aleja. El sol sigue trepando sobre el horizonte, remolcando su línea de sombra sobre cubierta.
A diferencia de Gianfranco (que ya forma parte del stock de abordo porque nunca desembarca, por suerte), Emanuel es un verdadero hombre de palabra. Prometió pescar algo para el almuerzo y cumplió. Haciendo gala de su experiencia sarda en pesca de altura pescó… un pájaro. Es algo bastante común pescar un ave marina. Lamentablemente es casi inevitable, pues por la transparencia de las aguas y su agudeza visual natural, las aves detectan los sebos -naturales o artificiales-, que arrastran los barcos y se zambullen a comer. Por supuesto, traidoramente escondidos en ellos están los anzuelos con los cuales se enganchan. Las más de las veces no es más que un susto para las aves y luego de sacarles el anzuelo y descansar sobre cubierta, continúan su vuelo. Lamentablemente no fue este el caso. Llegó muerta al barco. La dejamos flotando, con las alas semi abiertas. Su cuello y su pico estaban “en pendura”. Su muerte no será inútil. Algún escualo vivirá varias horas gracias a ese “bocatto di cardenale”. Sea como fuere, me conmovió la imagen de ese pobre pájaro muerto.
Tenemos fechas para cumplir y fue una buena decisión -aún en Galápagos- no ir a la Isla de Floreana antes de partir para Chile. Esos dos días que íbamos a estar allá descansando, creo que serán muy necesarios en este tramo tan largo y tan lento. Prefiero que nos sobre tiempo en Antofagasta, aunque sea por arribar antes de lo previsto.
El resto del día se presenta climáticamente excelente y náuticamente deprimente. Recién pasada la media tarde pudimos virar y hacer un rumbo mejor al que traíamos, ahora “sólo” nos separa un ángulo de 30º respecto de la dirección directa a destino, lo que significa que perdemos “solo” un 14% de recorrido directo. Es lo mejor que hemos hecho desde que zarpamos. Hemos mejorado…. A la hora prefijada, puedo establecer contacto radial con el Vasco y además de otras noticias, nos pasa un informe meteorológico que nos asegura otros 3 días de lo mismo.
Filippo está cocinando una sopa de capellettis. No hay nada mejor que comenzar una guardia con el estómago lleno. Por suerte hay algo más de viento y debo achicar un poco la vela de proa. El barco camina mejor y más suavemente. Los tres días siguientes son uno copia del otro: escora de 30º como mínimo, poca velocidad y nublados. El segundo enemigo, el tedio, parece que va a hacer su aparición en escena. Sin embargo, nuestra “barca” no olvida a sus leales tripulantes y decide que algo reparable a bordo deje de funcionar, así nos mantiene ocupados.
Esta vez les tocó a las luces de la botavara. No funcionaron más y hubo que repararlas. Creo ya haber comentado que, a la hora de reparar cosas, soy el primero en la lista, de hecho, el único que accede al taller, stock de repuestos, herramientas y tornillería. Tal honor me fue concedido porque he invertido mucho trabajo en organizarlo, clasificar todo y estibar las cosas de tal suerte que jamás se han movido un centímetro de su lugar, bajo cualquier condición de mar en los 10 años de mi permanencia a bordo.
Gracias a esa reparación de las luces de la botavara estuve varias horas con la mente en algo, evitando la locura de a bordo. Por supuesto, tenía como 4 ayudantes para este “gran” trabajo, uno me alcanzaba el destornillador, el otro la cinta, el otro la pinza y otro era quien traía herramientas “on demand” etc. La burocracia laboral tuvo la virtud de repartirnos el tratamiento terapéutico.
Las millas pasan lentas, muy lentas. A veces está nublado, a veces el sol nos acompaña, pero el poco viento y mucho oleaje del SW son una constante. La vida a bordo es incómoda. Todo cuesta mucho.
Sólo mantener la vertical es para expertos y caminar en línea recta cargando algo en las manos… reservado a eximios equilibristas chinos. Esto del equilibrio es más importante de lo que parece y no sólo es un problema cuando uno está de maniobras complicadas en proa, de noche y con mal tiempo. Hay circunstancias menos riesgosas donde el equilibrio es algo cuya pérdida puede finalizar en desastre.
Yo estaba de guardia diurna y con ganas de hacer una pequeña “maldad”. Mantendré el nombre de mi víctima en secreto, pero espero que si este relato llega a él, recuerde con una sonrisa ese momento. Desde el timón me dirijo a él y le pido muy amablemente si podría traerme un café. Cuando uno está al timón, de guardia, nadie le niega nada. Es una ley no escrita, pero de ecuménico cumplimiento incluso por el mismo Capitán, si fuera el caso.
Como era de esperar, esta persona me dice que sí, que no tiene ningún problema. Pero resulta que el barco, si bien no mucho, se movía lo suficiente como para que hacer, servir y traer un sencillo café, fuera una maniobra de varias etapas cada una de las cuales requiere de mucho cuidado y un poco de experiencia. Yo sabía que la persona que me lo iba a traer, no tenía ni la habilidad ni la experiencia. He ahí mi “maldad” que, bien mirada, no era sino una forma de enseñar a hacer algo a bordo, de tal forma que jamás sea un problema en éste ni en ningún otro barco ni circunstancia en que se debiera hacer un café y llevarlo afuera.
Aunque el inmenso horno y cocina del barco tiene suspensión cardánica, cuando se navega con una escora entre 20 y 30 grados, todo es incómodo y hay que meditar bien los ademanes al manipular las cosas, pensar en dónde y cómo se las deja para que no tomen carrera, etc. Tiene lo suyo. Uno de los momentos cruciales del proceso es servir el café en el pocillo, porque el chorro que se vierte de la cafetera (¡sin asa!) no siempre se vierte donde uno cree. Antes de plantearse el transporte del pocillo con café caliente, cucharita y plato, se debe dejar todos los utensilios utilizados a buen resguardo de las traidoras aceleraciones que danzan dentro del barco. (Ahí se ve quién sabe y quien no).
La cuestión más delicada viene ahora: hay que llevar ese pocillo caminando en un móvil plano inclinado, lo que obliga a asirse a algo con la mano “libre”, subir una escalera al nivel de la mesa de navegación y luego otra escalera para salir a primer cockpit. Atravesar éste por alguno de sus costados y cruzar el segundo cockpit, el de maniobra, cruzado por cabos y la cuádruple escota de la vela mayor. Al final de este trayecto diabólico, esta el techo del tablero de instrumentos, destino final del café.
Las flexiones del cuerpo del pobre “camarero” realizadas para que no se caiga el pocillo con su contenido son imposibles de describir. La cara de concentración en cada movimiento propio y del barco era una muestra de la tremenda preocupación por llegar a buen final. MI querida víctima superó dos o tres enganches con su pie, evitó una caída justo a tiempo enganchándose con el codo del brazo libre a la escota de la mayor, se agachaba en busca de un tercer punto de apoyo (Euclides siempre presente), en fin… el hecho es que llegó triunfante con el café solicitado a mis manos. Mi agradecimiento estuvo a nivel de la hazaña.
Casualmente él era uno de mis 2 relevos. Llegado su guardia, noblesse obligue, le ofrezco un café, a lo que él acepta gustoso: hacía un poco de frío. Ofrezco a los demás que estaban en el cockpit y hay dos que aceptan.
A los pocos minutos yo emerjo del interior del barco, lo más tranquilo, sin esfuerzo alguno, caminando sin grandes problemas para mantener el equilibrio. Cuando paso delante de cada uno de los que me había pedido un café, meto la mano en la olla a presión y saco un vaso a medio llenar de un humeante café. Además, les pregunto si quieren o no azúcar o edulcorante. Se empezaron a morir de la risa. Cuando llegué al timón le doy el café a mi ex víctima quien, muerto de risa, me dice “ya aprendí cómo se lleva el café con cualquier mar” …. y “nunca en pocillo, siempre en vaso por la mitad” le agregué como consejo, el cual aceptó gustoso.
La olla a presión tiene manija y uno hace de suspensión cardánica omnidireccional sin problema alguno. Con la mano libre se toma de cualquier lado si lo requiere, y si una ola terrorista tira todo, el derrame se produce dentro de la olla, lo cual no es ningún problema. Ignoro si mi querida “víctima” aprendió algo de navegación, pero sin duda siempre recordará cómo se lleva un café o cualquier líquido a bordo, con riesgo casi nulo para la carga y quien la lleva.
Merita unas pocas palabras la “dureza” de nuestros tripulantes. Como he comentado, días atrás Ferdy se dio un golpe malo en la espalda y en una clínica privada de Puerto Ayora le hicieron una radiografía. Lamentablemente no tiene nada, pero desde entonces esa “nada” le produce dolores muy intensos, por lo que se debe administrar inyecciones calmantes. Ferdy nos ha dado un ejemplo de valentía, aplicándose las inyecciones él mismo. Para no ser menos, otro valiente miembro de la tripulación, que prefirió quedar en el anonimato por cuestiones de humildad, decidió continuar con el varonil ejemplo tomando pastillas para la garganta. Aunque parezca mentira… ¡se las suministra él mismo! ¡Esta es una tripulación de audaces! ¡Cualquier océano nos queda chico!
Hoy comienza el verano en el hemisferio Sur. Al menos es un día lindo, con poco viento y menos ola. Hacia la tarde aparecieron unas nubes y como cayó totalmente el viento, pusimos el motor. Lavamos ropa e hicimos orden en las calas de popa. No es que estuvieran desordenadas, pero algo hay que hacer. Luego de finalizar con el orden en popa, con Filippo nos decidimos a gozar del mar.
Llegado el momento de la cocina, Fil decidió hacer algo misterioso que lleva arvejas. Cuando Ferdy terminó de abrir la lata, el único bandazo brusco del barco en toda la semana se dio justo cuando apoyó la lata sola, abierta, sobre la mesa de la cocina. Ahora, Filippo y Ferdy están en cuatro patas persiguiendo arvejas por todo el piso. Las muy cretinas tienen una velocidad asombrosa, en complicidad con el movimiento del barco. Por suerte tengo la excusa perfecta para no ir y transformarme en un cómico cuadrúpedo arvejero más: Estoy de guardia.
Para amenizar la realidad, aparecieron los problemas de siempre con la refrigeración del motor. Otra vez, el filtro de agua de mar está seco. Eso significa que no entra agua al sistema de enfriamiento. Sin entrar en detalles para no aburrir, las razones son hidrostáticas y no las podemos resolver a bordo. El problema se agrava cuando el barco aumenta su velocidad, pues disminuye la presión del agua en el orificio de entrada en el casco y entonces no sólo no entra agua, sino que a veces sale, vaciando el sistema de enfriamiento del motor. A bordo no podemos hacer nada para solucionar esto en forma definitiva. Es tarea de astillero. Entonces, hemos inventado instalar un tubo auxiliar para purga que funciona bien, pero de vez en cuando el ciego juego de las presiones lo hace inútil. Entonces, para que la presión negativa del agua aumente y entre al sistema desde el mar, a veces frenamos el barco, al tiempo que purgamos los caños. Es realmente un castigo bíblico.
Los chubascos nos alcanzan de vez en cuando y entonces, por un rato aumenta el viento y llueve, pero todo es pasajero y la rutina de olas y viento en contra vuelve a instalarse a bordo. Sin embargo, el ánimo de todos es alto y la convivencia es excelente. Gianni se ha integrado tan naturalmente que ya parece una parte del barco. Como es flaco y alto, bien podría ser el palo.
¿Estas son horas de llegar?
Estamos casi en la mitad del viaje y por fin hay algo nuevo y muy importante: algo para ver en el mar. Una noche estaba de guardia y veo en el horizonte el resplandor de una luz cuya fuente está bajo el horizonte. Debe ser extremadamente potente. Sin duda no era la luz de tope o saga de un barco. Pensé en los grandes reflectores de los pesqueros, pero tampoco podía ser esto, pues además de potente era estable en intensidad y los reflectores sólo iluminan mucho cuando el propio ojo está en su “línea de fuego”, y si el pesquero rola, o cabecea o levemente cambia de dirección, la intensidad de la luz cambia drásticamente.
Filippo consulta la carta y cotejando nuestra posición me informa que son boyas oceanográficas. Yo sabía de su existencia, pero no de su ubicación y además no las había visto nunca. Una novedad para mí.
Estas boyas inmensas y perfectamente iluminadas se hallan en lugares estratégicos, fondeadas al lecho marino y cumplen una importantísima función auxiliar de las ciencias del mar: son recolectoras y transmisoras de datos mareográficos y meteorológicos. También cumplen otra función, para mi importante, aunque no hayan sido pensadas para ello, una función cuyo valor es totalmente subjetivo: son una avanzada de la humanidad, un hito. La marca de una frontera extrema.
Venir de la inmensidad y ver esta boya me hizo sentir que estamos lejos pero no solos, que alguien estuvo por acá, alguien como nosotros. En cierto modo, inútilmente romántico si se quiere, ver estas boyas es haber acabado el viaje, o al menos mi viaje interno, pues yo zarpé de las Islas Encantadas rumbo a Antofagasta y en el medio se interpone la nada. Pues bien, ahora hay “algo” que marca el fin de la “nada”. Ya salimos de los mares infinitos que solo la nada puede abarcar y no sólo ya hay algo, sino que ese algo no es del mar, es de los hombres.
Sentí como si llegáramos a nuestra casa, pero aún faltase cruzar su inmenso jardín delantero, en donde sin duda pueden pasar muchas cosas, pero es” el jardín de la casa” ya no estamos “afuera”. Lamento no poder describirlo de una forma mejor, pero he sentido eso cuando veía esas boyas que en este momento en que Ud. lee, aún están en el mismo lugar en que nosotros las vimos esa y otras noches posteriores. A los científicos estas boyas les darán datos útiles que se transformarán en futura información que seguramente usaremos nosotros. Pero cuando yo las vi, en su brillante lenguaje me dijeron ¿“éstas son horas de llegar?”. Y me sentí muy bien.
La distancia a nuestro destino no varía por la existencia de estas boyas. Sin embargo, verlas me hizo sentir que todos estamos más cerca. Las cartas de la Mesa de Navegación ofrecen distancias en millas náuticas. Las que tenemos dentro nuestro, en la Mesa de Sensación, muestran las distancias en unidades algo más complejas. Así, llegamos a la base de la ciencia de la Navegación Emociónica: comprender que el mar se agranda cuanta menos falta recorrer, lo que queda científicamente expresado como “El tiempo restante de navegación es inversamente proporcional a lo que falta para llegar”.
A la mañana me comentaron que en la guardia posterior a la de Ferdy y mía, habían divisado pesqueros. Es obvio que estamos en el jardín de casa. A partir de la noche pasada y durante todas las siguientes hasta llegar, los pesqueros serían constante compañía. Esta presencia es todo un tema, generalmente inquietante para los veleros. Por suerte está la radio y casi siempre los patrones nos han respondido amablemente y nos hemos puesto de acuerdo. Un consejo: nunca deseen “buena pesca” a un barco pesquero. Les trae mala suerte, según las malas lenguas.
Luego de mi modesto desayuno de costumbre (sólo un té o un café sin comer nada) me dediqué a las tareas habituales que no narro exprofeso para no repetir. Sin embargo, hoy hubo una variante digna de mención, pues tuve una tarea -de cierto riesgo, por cierto-, que realicé por primera vez y lamentablemente, por mi torpeza psicomotriz, generé lo que pasará a la historia como el único accidente -y con sangre- en todo el Proyecto Darwin.
Por: Ricardo Cufré. Escritor y Navegante
Notas al pie:
[i] Según el geólogo francés Jules Marcou, los españoles supieron de la existencia de un mar del otro lado del itsmo de Panamá durante el último viaje de Colón, quien exploraba la llamada “Costa de los Mosquitos”, obviamente antes de la llegada de Balboa. “Habiendo dejado la región situada al pie de la Sierra de «Amerrique», Colón tocó veinticinco leguas más al Sur, en el país de Veragua, que él menciona en su relación … Además, fue allí donde hubo la primera indicación de la existencia de un mar al Oeste (el futuro mar del Sur). En Jules Marcou. Nuevas investigaciones sobre el origen del nombre América. https://www.amazon.com/Investigaciones-Am%C3%A9rica-Classic-Reprint-Spanish/dp/028276948X
[ii] En la primera entrega del relato, cuando hice la presentación del barco, les expliqué que el diseño original del velamen incluía un palo en la popa, el mesana. Su carencia implicaba no poder disminuir un poco el ángulo de navegar contra el viento. De haber tenido aquel mesana de diseño, calculo que nos hubiéramos ahorrado unos 4 días de navegación de los 26 que fueron. Y en 4 días pueden suceder muchas cosas…
[iii] Ese hermoso nombre viene de la época en que la precisión en la navegación no existía, hasta tal punto era la incertidumbre que cuando el “navegador” marcaba un punto en la carta náutica, éste se llamaba “punto fantasía”. Entonces, cuando uno quería llegar a ellas, sencillamente no las encontraba, no solo porque no conocía con certeza su propia posición, sino porque tampoco la ubicación de estas islas en el mapa era muy confiable. Entonces, para aquellos marinos, estas islas “aparecían y desaparecían” porque estaban… “encantadas”.
Por: Redacción