
Rumbo a Melinka

Día 15 de febrero, zarpada. Es hermoso y con sol. Un verdadero regalo que dura poco, pues en verano, el clima del sur chileno es como la donna: “móbile cual piuma al vento” y a la hora regresa la amiga lluvia. Antes de zarpar nos despedimos de Julián y su “Harrier”. Como corresponde a los marinos, canjeamos algunas cosas y nos prometemos otras. Lo primero se cumple siempre: le dimos un par de cartas que a nosotros no nos servirán más pues ya hemos navegado por esas aguas y él se dirige hacia ellas. A cambio, Julián nos entrega 4 bidones vacíos que le ocupaban mucho lugar y para nosotros eran sumamente necesarios. Que se cumpla lo segundo depende más de Eolo que de nosotros.
A la hora señalada, 15:30 levamos anclas (siempre una, no sé por qué hace siglos se usa el plural, pero jamás se dirá que no he respetado las tradiciones náuticas) y comenzamos a recorrer de día lo que habíamos navegado de noche para arribar a Puerto Castro.

A la media hora de navegación por el canal, escoltados por verdes costas con colinas, dejamos por el través de estribor a Punta Linlinao. Es un pequeño promontorio (una islita, en realidad) con una pradera en su parte superior y cuya costa termina abruptamente en acantilado de unos 20 metros de altura. Sobre esa pradera de un verde intenso hay arboledas y una hermosa casa de dos plantas, de madera, de una bellísima arquitectura con reminiscencias del estilo Tudor. En su jardín, una baliza impecable hace eterna guardia. Es un conjunto precioso enclavado en un paisaje paradisíaco.
Adriática retoma su incesante búsqueda del Sur, que amenaza no llegar nunca. Entramos a navegar por el angosto canal Yal y a proa divisamos unos cables de alta tensión que cruzan de costa a costa. Me comunico por radio con la Capitanía para averiguar la altura de ellos y la respuesta es tranquilizadora, tenemos margen de sobra. Si, muy tranquilizadora, pero disminuimos velocidad y conforme se acercan los cables al tope del palo, cruzamos hasta los dedos de los pies. Más de uno recuerda las informaciones de Radio Corona referentes a la corriente de marea. Pasamos bajo los cables sin problemas. Creo que de tanto mirarlos se levantaron unos metros…
Rápidamente ingresamos al mundo de las indispensables rutinas de abordo y la Adriática cobra nueva vida. El paisaje, muy cerca nuestro y a ambas bandas es una compañía maravillosa, y además tiene una importancia vital, pues podemos percibir perfectamente que avanzamos conforme éste se desplaza “hacia atrás”. Este fenómeno es muy importante psicológicamente. Una cosa es “saber” que se avanza y otra muy diferente es “ver” que se avanza. Cuando se navega en aguas abiertas y con vientos portantes, el mar siempre es más rápido que nosotros y lo que realmente vemos es que todas las olas nos pasan de popa a proa, dejándonos una frustrante sensación de que no avanzamos o simplemente que retrocedemos. En el mar no hay postes de electricidad o alumbrado, fijos, que nos indiquen nuestro avance real, como sucede en las rutas de tierra. Día tras día, esa falsa sensación de no avanzar puede alargar ficticiamente el viaje y minar el estado de ánimo.
Nuestra navegación en aguas cerradas por los canales nos permite apreciar constantemente que avanzamos. A esta altura del viaje considero conveniente que así sea pues hace mucho que hemos zarpado de Galápagos con esta tripulación y es muy importante la tranquilidad de espíritu. Aún falta mucho y todos sabemos que seguimos alejándonos de Rosignano, que aún no hemos emprendido el verdadero regreso. Imagino el mapa desde que salimos de la Toscana y no puedo creer en donde estamos y hacia dónde vamos. Es la tercera vez que navego estas mismas aguas y sin embargo en esta oportunidad me siento terriblemente lejos.
Lentamente el cielo y los verdes van cambiando de color a medida que el sol va cayendo. Es temprano, pero ahora que navegamos entre montañas tenemos la sensación de que las sombras de las mañanas tardan en irse y las de la tarde llegan adelantadas. Aún no hemos decidido en donde haremos noche antes de arribar a Melinka.
La noche prometía ser tranquila, pero nunca imaginé cuánto. Al oscurecer, apareció la constelación más famosa del cielo austral, la que le da su identidad al hemisferio sur; la que -a falta de la estrella Polar-, guió a todos los marinos por estos mares, posibilitando sus conquistas, comercios y batallas. Como un artista famoso en un escenario de intensa púrpura, la exótica Cruz del Sur, la constelación del fin del mundo, se dejó ver por su público.
Aproveché la ocasión para hacer su presentación oficial a los italianos de a bordo (o sea todos menos yo). Les expliqué como se podía averiguar en donde estaba el Sur, haciendo correcto uso del diámetro mayor de la cruz. Puedo comprender la fascinación de todos, la misma que seguramente tuve yo cuando vi por primera vez la estrella Polar, la Osa Mayor, la Menor, el Dragón…
Todos conocían a la Cruz de Sur, sabían de su existencia, pero casi ninguno la había visto. Es muy emocionante ver un cielo completamente diferente al que hemos visto durante toda la vida pues uno se siente perdido. Puede tomar varias noches de observación comenzar a sentirse “en casa” nuevamente. Por suerte, creo que todos se sintieron algo tocados por la magia de esta Cruz, o Ancla, depende de cada quién. Hubo sonrisas de asombro y algunos pronunciaban su nombre por lo bajo, repitiéndolo como si fuera un conjuro mágico para ahuyentar a los demonios del viaje. También les presenté a Orión, con su bellísima nebulosa y la “bolsa” de diamantes en su interior. Con la ayuda de los prismáticos aparecieron muchas exclamaciones de sorpresa. En el corto lapso en que cada quién dejaba aflorar su asombro por lo que veía, yo sentía que no eran tripulantes ni científicos sino niños con ojos grandes que no podían creer lo que el universo les regalaba. Fue una noche muy serena, limpia, y el contraste entre las estrellas y el cielo era máximo. Condiciones ideales para dejarse llevar por las alas del alma.
Muy pasada la medianoche decidí tomar la guardia bastante antes, para relevar a mi amigo Filippo, que en esta etapa él la hace sólo por una cuestión organizativa. La noche seguía siendo maravillosa y las Nubes de Magallanes se distinguían sin problema alguno. Estábamos casi comenzando el peligroso cruce del Golfo de Corcovado, famoso por las olas que se forman cuando sopla mucho (casi siempre) del SW o del W.
Sin embargo, en esta oportunidad los dioses se han apiadado de nosotros pues no sólo nos regalan una noche inolvidable, sino que casi no hay viento y estamos navegando a motor en una de las aguas más difíciles de toda la costa chilena. Es mucha suerte. Está tan tranquilo el mar que se ven las estrellas reflejadas en él. Mirando a popa, la delicada estela que dejamos apenas deforma el espejo del cielo, como si fuera una muy sutil tela de seda que levantamos y bajamos lentamente y entonces se forman esas tenues ondas. Sobre esa seda, las estrellas suben y bajan, sin moverse de lugar, como si cada una dudara de ir a encontrase con su gemela en el zenit. Hacia el W, a nuestro estribor, se ve perfectamente el Océano Pacifico, al E, el agresivo borde de toda la Cordillera de los Andes recortado contra el cielo, pues las nieves le dan un tono más claro que el de la noche. Un perfil agresivo como un electrocardiograma sin el menor sentido del ritmo.

Conforme avanzamos hacia el sur vamos cruzando el golfo y a proa aparecen varias manchas apenas más oscuras que el invisible horizonte. El ojo acostumbrado del marino me permite “ver” a las Islas Guaitecas, en una de las cuales se halla nuestro destino de tan tintineante nombre… Melinka.
Muy pocas veces el mar nos ha regalado tanta paz. De vez en cuando, una estrella fugaz cruza medio cielo, como si fuera una liebre en un bosque que desafía a la habilidad del cazador. A diferencia del cielo europeo, que casi en su totalidad está permanentemente surcado por las luces parpadeantes de los aviones de línea, en este confín del mundo, en este último cielo de la Tierra, no hay absolutamente nada humano excepto algún satélite, fácilmente identificable por su brillo y velocidad.
Avanza la guardia. Cuando menos lo espero, Ferdy aparece con otro exquisito y silencioso té. No recuerdo haber hablado con él en esta noche serena. Seguramente ambos sucumbimos al espectáculo y no nos animamos a romper el silencio.
Casi imperceptible, a proa y contra una de las manchas oscuras, aparece y desaparece una luz muy débil que acaparó mi atención. No sé si es de tierra o es la de popa de algún barco pescador. Me concentro en ella, pero está muy lejos y no puedo averiguar su origen. En la pantalla del Radar no aparece, por lo tanto, pienso que es una barca muy pequeña navegando casi pegada a la costa o es una casa en una de las islas. Sigo inmerso en el tema de esta misteriosa lucecita cuando de repente me doy cuenta que el color del cielo está cambiando. La Cruz del Sur está completamente en otra posición (casi girada 90 grados, lo que significa que pasaron 6 horas desde que la “presenté en sociedad”) y Orión ya se ahogó en el horizonte del W. Apenas se intuyen los nuevos colores del alba, pero lo que más los delata es esa inmensa dentellada que es el perfil de las montañas, que comienza a recortarse contra el cielo del E. No hay lugar a dudas, encima de las montañas el cielo ya no es negro, es de un oscurísimo azul.
Minutos más tarde otro regalo astronómico: un disco color gris oscuro se recorta en el azul del cielo del E, encima de los Andes. Es un claro aviso de que la luna precede al sol. Un arco de su borde inferior se ilumina brillantemente, como si le hubieran cosido un hilo de platino incandescente. El sol viene empujando. La noche ya está condenada. Sigue el eterno juego. La luz delata cumbres y pinta de rosa las carenas de las nubes. En el W, aún oscuro, las estrellas sobrevivirán un poco más.
Finalizamos el cruce del Golfo de Corcovado con el sol enganchado en la cruceta de babor, pero la alegría duró poco: en menos de media hora el cielo se cubrió con un avellonado edredón gris. En un par de horas fondearemos frente al pequeño puerto de Melinka, luego de hacer slalom entre algunos islotes. El frío va en aumento.
Melinka
Puerto Melinka toma el nombre de la pequeña hija del inmigrante ruso Felipe Westhoff que lo fundó en el año 1859 cuando se estableció con el fin de explotar las enormes riquezas naturales de los bosques del área. Se inicia así en esta época la tala intensiva del ciprés. Adelantándose a su tiempo, se convierte en explorador y descubridor y, al fundar Melinka quedándose allí con su familia, se transforma en el primer colono.

Puerto Melinka se halla en la isla Ascensión, del archipiélago de las Guaitecas. Al norte este archipiélago limita con el Golfo de Corcovado y luego la isla de Chiloé, al oeste con el Océano Pacífico, al este con la comuna de Puerto Cisnes y al sur con el resto del sistema insular (perteneciente también a la comuna de Puerto Cisnes). El archipiélago “Guaitecas” -que en lengua Hulliche significa “paso al sur”-, se conforma por las islas Guaiteca, Ascensión, Clotilde, Betecoi, Leucayec, Mulchey, Sánchez, Elvira, Yates, Amita y Concoto. Los principales asentamientos, Melinka y Repollal, están ubicados en la Isla Ascensión, siendo Melinka la que concentra casi toda la población de las Guaitecas, unos 1600 habitantes.
Luego de dar parte de nuestro arribo a la Capitanía de Puerto, literalmente me zambullí al interior del barco pues estaba helado luego de casi 6 horas en el cockpit. El clima interno era muy acogedor y había gran actividad pues los invitados iban a desembarcar, lo que nos permitiría limpiar el barco.
Algunas horas después, sucedió algo de lo que aún me avergüenzo pues considero que soy responsable. Estábamos limpiando hacía horas, solos, con Ferdy, Marco y Damiano y de casualidad a eso de las 14 00 hs. salgo a cubierta. Escucho unos lejanos gritos “Adriática… Adriática” y gente saltando en el muelle haciendo señas con las manos. Con los prismáticos distingo a todos los invitados del barco y a Filippo. Inmediatamente va Ferdy a buscarlos con el dinghy. Al regresar todos, me entero que hacía por lo menos dos horas que estaban llamando por radio para que los pasáramos a buscar al muelle para almorzar a bordo. ¿Qué había sucedido? La radio VHF del barco estaba en otra frecuencia, la que quedó de la comunicación que hice el día de ayer, referida a los cables eléctricos de alta tensión. Por descuido no la regresé al canal de trabajo (Ch16) y de casualidad, también desde el día de ayer, sólo usamos la otra radio, la manual, que se la habían llevado a tierra, justamente para llamarnos.
Un descuido, una casualidad inocente y una casi improbabilidad estadística de que durante horas, ninguno de los 4 tripulantes salga a cubierta por estar cumpliendo con sus tareas de mantenimiento dentro del barco para los que regresarían. El resultado no tuvo más consecuencia que algunas quejas, las que acepté, me responsabilicé y pedí las disculpas del caso luego de explicar el por qué. No pasó de ahí, pero en otras circunstancias podría haber sido una catástrofe, no escuchar un llamado por radio.

Ese descuido de no colocar la radio del barco en el canal correspondiente explicó dos cosas: la primera, el maravilloso silencio abordo desde que se fueron todos a tierra; y la segunda las ganas de comerme vivo que tenían todos al regresar, cuando públicamente asumí la responsabilidad de lo sucedido. No me enorgullece recordar esto y ni siquiera fue divertido, pero así fueron las cosas. La conclusión es clara: En un barco NADA debe ser librado al azar y se debe estar muy atento a todo. Un mínimo detalle puede causar una tragedia. Por suerte no fue este el caso, aunque todos deben haberse sentido muy incómodos esperando dos horas en el muelle. Mea culpa.
La escala en Melinka fue sólo para pasar la noche. A las 0600h de la mañana siguiente, el día 17 de febrero, zarpamos rumbo a Puerto Chacabuco, que se encuentra en el final del seno Aysén.
Hacia puerto Chacabuco
Hace días que no dejo de pensar en lo que estamos haciendo, no desde una visión náutica, sino meramente humana, intentándola “enmarcar” en la realidad de los años por los cuales pasa el mundo entero.
Puedo comprender que muchos nos vean como algo descabellado, sin ton ni son. Un grupo de “desubicados” navegando de una forma ya superada hace poco más de un siglo, siguiendo un camino ya realizado, llevando especialistas en un campo de la ciencia que alguien ya muerto hubo señalado. Como si este desconcertante anacronismo con la realidad fuera poco, este proyecto se realiza en honor y recuerdo de aquel científico inglés nacido hace dos siglos, cuyas conclusiones aún traen dolor de cabeza a algunas instituciones y no poca gente.
Sin duda, bajo el punto de vista de algunos vamos a un aparente “contrapelo”, como salmones en el río de la cotidianeidad. Es entonces cuando surge claramente la respuesta: siempre, en la historia humana, para avanzar hubo que ir en contra, como si la tercera Ley de Newton hubiera decidido fugarse de los límites del campo de la física y retozar por los más elásticos de la historia. Mal hacemos en no pensar de vez en cuando en aquellas personas que a precio de su vida muchas veces, han llevado a cabo acciones cuyas consecuencias nos posibilitaron salir de nuestras cavernas, una y otra vez. En parte, este viaje es una forma de reconocer a una de ellas y reconocer también una forma de utilizar el pensamiento. Estaba sumergido en esta filosofía nada original cuando escucho los primeros sonidos delatando pasos. Según lo acordado la noche anterior será ahora, en la madrugada, cuando comencemos las maniobras de zarpada, mucho antes del desayuno.
El frío de la mañana es muy estimulante, al menos para mí. El profundo silencio del sur fue roto por las quejas de los eslabones de la cadena al ser izada. Parece que el ancla no quería despertarse, pues fue bastante trabajoso poder hacerla zafar del fondo. Luego de concluir con el orden dentro de chimolandia, regresé al cockpit. Un té muy caliente fue el mejor premio para mis casi congeladas manos.
Prácticamente no había viento y de nuevo nuestro imprevisible motor tuvo que trabajar lo suyo, llevándonos a todos entre mil canales de caprichosos recorridos. Con barómetro estable y alto tenemos y esperamos buen tiempo.
La navegación era ideal para un desayuno generoso. Las aguas calmas permitían una lujosa horizontalidad que, combinada con una velocidad constante, garantizaban que los cafés y tés permanecieran en sus tazas sin amenazar fugarse en direcciones impensadas. Todos estaban de amena charla, completamente ajenos a lo que sucedía afuera. El bucólico paisaje matinal pasaba lentamente a ambos lados de nosotros. Algún ave se despertaba graznando, dejaba la rama del árbol y nos sobrevolaba para controlarnos. El run run del motor daba señales de una vida autoproclamada inteligente. Todo tranquilo, todo relajado hasta que llega la voz de alarma: ¡Ballenaaaaa a proaaa!
Como en las viejas películas de guerra, todos salieron expulsados hacia cubierta a cubrir sus puestos de combate. Gritos, risas, exclamaciones… Cámaras de foto de todo tipo, filmadoras, prismáticos. Todas las manifestaciones de la óptica portátil estaban a la altura de los ojos de sus portadores. Otra vez, la Adriática en menos de 5 segundos se transformó en un buque vigía en busca del spray que delató al cetáceo. Minutos más tarde la sorpresa fue mayúscula al divisar no una sino un grupo de ballenas, cada una con su géiser. Ahora cada uno de los absortos «velisti per caso» tenía “su” ballena. Todos contentos.
Mirando ballenas se pasó la mañana y como la navegación seguía sumamente tranquila, para el almuerzo nuestro querido CapiTano, -escondido tras el palo- cocinó dos estupendos pollos que han quedado en la historia de la gastronomía náutica austral. Lo lamentable es que sólo fueron dos. De postre, Filippo nos tenía una sorpresa aún mayor pues preparó un postre casi mágico: el sol. Si, salió el sol para acompañarnos en el café que tomamos en el cockpit. Muy a mi pesar y traicionado por mi educación, compartí con todos un poco de mi indispensable Mirto que aún podía esconder. La vida a bordo era un goce ecuménico situado en 44º 30’ S y 73º 30’ W.

Navegamos a muy buen régimen bajando por el Canal Moraleda, sin viento aún, pero con corriente a favor que a veces nos regala hasta 2 nudos. A las 1500 h, momento en dejar mi guardia, estamos al través de un peculiar archipiélago cuyas islas tienen todas nombres de mujer, excepto una que lo tiene de varón. Estas son Filomena, Jessica, Carmencita, Mercedes, Matilde, Marta, Gertrudis y Francisco.
La historia de este archipiélago bautizado “Las Niñas de Puerto Montt”, es quizá la que más me guste de todas las que oí en mi vida de navegante y forma parte del largo collar de anécdotas que atesora la Armada Chilena en sus libros referidos a la vida y obras de sus hombres en el mar.
Por supuesto, lo que narra este cuento jamás ocurrió, según asegura protectoramente el autor del Libro “Páginas del Mar”, don Hugo Alsina Calderón, un marino ya retirado y de larguísima trayectoria en la Armada de Chile.
Don Alsina Calderón nos cuenta que…
“… a comienzos del siglo XX las cartas de navegación de esta zona del Canal Moraleda eran realmente muy inexactas y era necesario realizar un nuevo relevamiento hidrográfico. La entonces Oficina Hidrográfica comisionó a un Crucero a tal tarea, con tripulación reforzada. Debido a los normales malos tiempos del área, el trabajo fue muy duro y por demás extenso.
Todos los fines de mes, el barco llegaba a Puerto Montt, para una breve licencia de sus cansados tripulantes y cobrar el sueldo. En esas licencias un cada vez mayor grupo de Oficiales frecuentaba una linda casa en donde se ofrecían buena comida, mejor música y mejor compañía aún, a cargo de simpáticas señoritas que, con sus encantos, hacían olvidar las penurias que los sacrificados y rudos marinos encontraban en esas inhóspitas aguas australes
A modo de agradecimiento por los maravillosos momentos pasados en la compañía de estas señoritas, los oficiales decidieron bautizar con sus nombres a unas islas recientemente descubiertas. El Comandante del Crucero, cuyo apellido convenientemente se diluyó a lo largo de las décadas y del que se cree que también recibió las mieles del cálido recibimiento de las niñas, aprobó tal homenaje extraoficial, pero ciertamente bien merecido.
El Director de la Oficina Hidrográfica, que no conocía los detalles de lo sucedido, no objetó los nombres y también dio su aprobación. Cuando se imprime la nueva carta náutica (hoy la Nº 801) basada en ese relevamiento realizado, se le regala el primer ejemplar al Comandante en Jefe de la Armada, cumpliendo con tradición naval chilena.

Dio la casualidad de que este comandante había estado de servicio en la zona de Chiloé y conocía el ambiente. Al ver en la zona del Canal Moraleda los nombres de personas conocidas hizo llamar al Comandante del Crucero para pedirle explicaciones. Este se las dio y el Jefe de la Armada comentó que las niñas bien se lo merecían, pero… “¿y el joven Francisco que hace acá?”
“Almirante”, responde el Comandante del Crucero, “Francisco llegó hace poco y es el muchacho que coopera en las compras de la comida y los encargos de las niñas.:”
Parece que el Almirante tenía buen sentido del humor, pues de hecho, los nombres quedaron para siempre en la toponimia naval chilena.
El paisaje es riquísimo en islas y montañas de todo tamaño y forma. El laberinto así formado genera un conjunto locamente disgregado que no puede sino sorprender. La geografía que nos circunda es un completo catálogo de todas las posibles formas que puede adoptar una costa. Acompañando a esta asombrosa maravilla, también camina el latente peligro. Son costas con corrientes de marea muy fuertes en uno y otro sentido, con miles de entradas misteriosas que parecen dar abrigo a la barca en peligro, pero en las que casi a flor de agua asechan filosas puntas como cuchillos de granito. Hay zonas en donde aún hoy el sondaje es desconocido y de hecho hace dos días que la Armada de Chile está buscando un bote perdido con dos personas a bordo y hasta el momento no han podido hallarlo.
La tarde continuó pasando amablemente y como fuimos más rápido de lo esperado, a las 9 de la noche fondeamos en Caleta “La Poza”, en Puerto Aguirre, en la isla Huicha un lugar estratégico pues por ahí pasa todo el tráfico austral de S a N y viceversa. Por segunda vez encontramos un velero. Estaba fondeado unos 50 metros a nuestro estribor. No vimos a nadie. Luego de unas pastas, me fui a dormir. Esa noche me tocaba la cucheta de guardia a mí y el camarote a Ferdy.
Muy temprano a la mañana siguiente salimos para continuar el viaje a Puerto Chacabuco. Pasamos frente al pintoresco cementerio del Islote “Eugenio”[i] y una suave pero copiosa lluvia comenzó para no abandonarnos en horas. Algunas millas más al sur debíamos caer a babor, dejar el Canal Moraleda por el que navegábamos y entrar en el Pilcomayo para ir al grupo de islotes conocido como “Cinco hermanos”. No vinimos acá por casualidad. Es un área protegida e internacionalmente muy conocida entre los científicos que estaban a bordo. Muy aislado y en estado puro, es una verdadera joya medioambiental. No fue fácil fondear pues no había profundidad adecuada y además todo el lecho era de piedra. Primero tuvimos que dar una vuelta completa a los islotes para poder decidir el lugar correcto donde dejar caer el ancla.

Tuvimos la bendición de que el sol saliera unos minutos. Todo explotó de mil diferentes tonos de verde y la corta estadía fue muy placentera, pese a que nuevamente regresamos a la lluvia y el gris. Luego de una fallida búsqueda de unas termas, pusimos proa a Puerto Chacabuco, bastante distante todavía.
Tuvimos que navegar todo el seno Aysén, a cuyo final se halla nuestro destino. El seno Aysén corre encajonado entre dos cadenas de montañas y no importa el rumbo que naveguemos, el viento siempre es de popa o de proa, según entremos o salgamos del seno. Si el barco cambia de dirección, el viento también. Al final, a las 19 h arribamos a Puerto Chacabuco, en donde debíamos hacer reparaciones, carga de combustible y compra de víveres. Esa tranquila noche, una de las científicas de abordo, la profesora Mariella, cocinó unos spaghetti que aún recuerdo con tristeza, pues no los volvió a hacer jamás.
Durante esa noche y madrugada el barco se movió de una manera peculiar, como “desfasado” respecto del casi nulo viento que había. Salí al cockpit para ver si ese movimiento era producido por la estela de alguna embarcación que pasaba cerca, lo que es algo habitual en cualquier puerto del mundo, pero nosotros no estábamos dentro del puerto. No hallé tal supuesta embarcación y sí olas cuya poca altura -casi un metro del seno a la cresta- y dirección, no respondían a la suave brisa reinante. Fui a proa a verificar el fondeo y corroboré que éste trabajaba perfecto. Como la cadena trabajaba casi vertical y seguía el plano de crujía[ii] del barco, tampoco había corriente. Tampoco habíamos garreado. Todo en orden, menos el movimiento del barco, que respondía a esas pequeñas olas con libre albedrío.
A la mañana, luego del desayuno tuve que resolver un tema que a veces -por diferentes razones- es mucho más complicado de lo que parece: conseguir combustible. En la costa había unos inmensos depósitos de miles de metros cúbicos, pero luego de varios intentos infructuosos de compra, todo indicaba que unos pocos 500 litros de gasoil eran casi imposibles de poder obtener. No era un problema de precio, sino de burocracia. Las grandes empresas no nos vendían pues no éramos clientes habituales registrados en sus casas centrales y las pequeñas no podían vender a barcos extranjeros por el tema del número de identificación fiscal.[iii]
Pero como con el combustible no se juega, cada vez que recibía un “no” como respuesta, me daba más fuerza para seguir buscando una ruta que nos llevara a tal ansiado producto. Al fin, luego de muchos llamados telefónicos, alguien me dice que hay una manera de conseguirlo y por supuesto yo tenía que mantener en reserva la identidad de quién me daba la información clave: teléfono y nombre de la persona que podría mandar un camión para abastecernos. Pedimos por radio todas las autorizaciones que correspondían para poder amarrar a los muelles y allá fuimos. Sin entrar en kafkianos detalles de papeles, al fin pudimos llenar nuestros tanques de la tan preciada energía líquida. La identidad de quien nos dio el dato la he fondeado en un lugar secreto tal como prometí y para evitar suspicacia alguna, el precio pagado por litro fue el oficial. El tema abastecimiento del combustible es delicado en el mundo austral. Luego habríamos de tener otro tipo de inconvenientes, en aguas argentinas, pero ya llegaremos…
Aprovechando que estábamos amarrados a tierra, fuimos con Filippo a comprar algo de comida. Llegamos a un pequeño almacén atendido por una señora chilena muy amable. Fue por ella que nos enteramos que hubo un terremoto durante la noche y la madrugada y eso explicaba las extrañas olas que nos golpeaban el casco durante ¡¡el alba!! Era algo habitual, nos decía la señora, la ocurrencia de pequeños temblores y obviamente la aparición de “olas locas”.
Cambió el clima y el 19 de febrero fue un día espléndido, imposible de ser superado. El sol quemaba, el frío había desaparecido (aunque no hacía calor) y casi no había nubes. Las altas montañas de cumbres siempre nevadas se veían con la nitidez propia de esos lugares en que el aire tiene una pureza máxima, consecuencia de la ausencia de los contaminantes centros urbanos. A bordo teníamos un kayak inflable que alguien trajo para hacer exploraciones. Con muy buen tino fue puesto en funciones y, aprovechando este espectacular día, se fueron algunas horas a conquistar nuevas tierras para la Corona Italiana.
Desde un punto de vista ecológico creo que Chile es uno de los pocos países del mundo que están muy a tiempo de mantenerse “naturalmente puros”, si comienzan desde ahora a cuidarse con leyes ad hoc y educación masiva. Ojalá que el desarrollo de la sociedad chilena se realice dentro de los límites de la sensatez y la gente, apoyada por las autoridades, sepa cuidar su medioambiente por encima de los intereses económicos. Ganar dinero no tiene nada de malo, pero la forma en que se lo gana puede que sí. Hace tiempo que se viene demostrando que es falso que no se pueden obtener buenos beneficios sin perjudicar el medioambiente y en países más avanzados, los negocios “ecológicos” crecen sin cesar.
El paisaje que nos rodea parece de propaganda de chocolate suizo. ¡Hasta tenemos una vaca en la costa, pastando en una inclinada pradera de intenso verde! Cuando camina se oye el sonar del cencerro.
Turno de Filippo y Marco para “testear” el kayak inflable. Algunos van a tierra en el dinghy y yo me quedo, conducta habitual en mí y por propia decisión. Hay tareas para hacer y una buena oportunidad para gozar de la verdadera amplitud de la Adriática, cuando no hay casi nadie a bordo. Tengo mi imperio con mucho sol, aire puro y fresco y la música que deseo. Desde el cockpit, todo a mi alrededor es de una belleza superlativa. ¿Qué más se puede pedir? Son tan pocos estos momentos a bordo en que se conjugan tranquilidad, comodidad, belleza y arte, que perderlos me parece un pecado.
Estaba yo leyendo plácidamente cuando recibimos una llamada por radio de la Capitanía de Puerto. Respetuosamente me solicitaban la presencia del capitán de nuestra barca en las oficinas. Les informé que estaba ausente, embarcado en otra “nave” (lo cual era absolutamente cierto) y que cuando regresara se le iba a informar de ir a la Capitanía.
Horas más tarde, cuando Fil regresó, fuimos a tierra. El motivo de la presencia de Filippo en la Autoridad Portuaria era la devolución de un dinero cobrado de más por error, en concepto de derechos de puerto y balizaje. Lejos estábamos de sospechar que ese fue el comienzo de un verdadero “vía crucis” que tuvimos que pasar en cuanto puerto tocáramos en el futuro, debido a un error de ingreso del dato del tonelaje de la Adriática en el sistema informático de la Armada Chilena. No recuerdo la cantidad de mails y llamadas telefónicas que motivó este detalle durante el resto del viaje, hasta que abandonamos el último puerto de aguas chilenas.
Luego de una cena de la excelente calidad a que la cocina de la Adriática ya nos tiene acostumbrados, fui al cockpit a escuchar música mientras el sol se ocultaba tras las cumbres de las montañas del W, con mucha antelación a sus seculares horarios de horizontes astronómicos. En su silenciosa retirada arrastraba a todo el paisaje, sumergiéndolo todo en un ambiente umbroso. En cuestión de minutos, se desdibujaron aristas, se diluyeron sonoros colores y se alargaron sombras que, en silencio, anegaron todo. En el cielo, jóvenes e impertinente rosas se infiltraron entre los azules, ya en resignada retirada como el viejo ciervo de la manada al llegar su sucesor. Se encendió el lucero, Venus, embajador que anticipa la noche inexorable.
A dormir temprano, que mañana deberemos seguir alejándonos de Italia y navegar hacia un lugar mágico, con microclima propio y un acceso muy difícil: Puerto Natales, única escala continental de nuestra gran aventura austral chilena.
Notas al pie:
[i] Curioso nombre el del islote como para tener un cementerio, pues “Eugenio” significa “el bien nacido” (Eu, bueno, genio, generado, nacido).
[ii] CRUJÍA: plano vertical que divide longitudinalmente en dos partes iguales a una embarcación.
[iii] Desconocían que para esos casos, la Autoridad Fiscal Chilena otorgaba unos números especiales, provisorios, para que las embarcaciones pudieran hacer sus compras sin pagar el IVA dado que es un impuesto que solo pagan los residentes, como sucede en todo el mundo. Por mas que insistí y mostré el documento que así lo probaba, la respuesta fue que el “sistema” no validaba tal número.
Escritor y navegante.