
Hacia Palma de Mallorca
Zarpamos de Sardinia o Cerdeña y tenemos tres días por delante. Parece que serán buenos lo que nos permitirá aprovechar muy bien el tiempo y continuar con las reparaciones, además de llevar a cabo los planes docentes de los alumnos, ya sea con sus profesores, clase con Filippo o conmigo.


Temas como climatología, distintos tipos de navegación, nudos, etc. se van sucediendo en clases amenas, sin la rigidez institucional, pero igual de eficientes a la hora de aprender. Llevar el libro de bitácora, aprender a utilizar diverso instrumental de navegación, e inclusive prácticas de sextante, ha sido parte de la instrucción que han recibido los 4 alumnos que nos acompañan. Por supuesto, no está de lado la limpieza de todo y ni mucho menos la cocina.
Gracias a la caña de pescar del Profesor Fabrizio se pudo realizar la captura del P.P.P. (Primer Pescado del Proyecto). Serena y Fabio destacaron en la cocina, preparando variados platos “a la carte”, y una vez decidido el menú, se hacía público como cualquier restaurante que se precie de tal. Así pasaron por nuestra boca unos deliciosos carpaccios y pastas con variadas salsas. Por otro lado, Donata ha pasado a la historia de a bordo con su célebre “Atún a la Donata”, cuyo recuerdo perduró todo el viaje y fue motivo de conversación en las latitudes más gélidas del planeta.

El viaje continuaba sereno como la mar. Los días eran realmente espléndidos. Todas las tareas de a bordo se realizaban con verdadero placer y la tripulación completa estaba en sintonía con el barco, relajados. Pero un grito desgarró la tranquilidad marina: ¡¡Ballenaaaa!! Andrea, un siciliano maravilloso (con una mano increíble para las pastas), avisaba a viva voz la aparición del grande entre los grandes, padre del aula, Mobby Dick inmortal.
En perfecta sincronía 9 personas salieron eyectadas de sus sillones en el salón y treparon las escaleras hacia el cockpit. En 4 segundos todos estaban en cubierta buscando al imponente animal. (Creo que cuando nos hundamos tardaremos mucho más en abandonar el barco y nos pisaremos entre nosotros).
Los chicos estaban alborozados. Una ballena jorobada resoplaba a escasos 30 o 40 metros de nosotros. No somos el Pequod, ni Filippo es el capitán Ahab. La ballena no sabe la suerte que tuvo. Si a este avistaje le sumamos los delfines que nos indican permanentemente el camino y las más de 40 tortugas vistas a metros nuestro, bien podemos decir que en el día de hoy el Mediterráneo ha hecho gala de sus habitantes para que la Adriática no se olvide de este mar cuando navegue por otros más lejanos.
También el día de hoy, 17 de marzo, se destaca por el hecho de que nuestro capitán ha cumplido con el secular rito de bautizar al tripulante más joven. Tal honor ha recaído en Alessandro, quien luego de cumplir con lo que exige la tradición náutica bajo la luz de las estrellas, ha pasado a llamarse “Bacicio” y ha atado la cola del atún pescado a la proa de la Adriática, para que sea llevada por los siete mares. El nombre de “Bacicio” recuerda a un joven pirata de la costa lígure, (Batista Cavicioli, de la isla de Tino, «corsario del emperador y pirata en el Alto Tirreno».) que combatió y venció a los ingleses. La tradición ordena que el novel Bacicio quede a las órdenes del capitán hasta que se capture otro pez y su cola se la den al más joven siguiente. Por supuesto, debe cuidar que la cola no caiga al mar.


Esa noche, el capitán nos agasajó con unas bistecas del atún pescado, generosamente rodeadas de alcaparras. Una delicia que hizo que me fuera a dormir muy contento, pese a que en todo el día no hemos apagado el motor: no hubo viento. Ya me llegará la guardia en medio del sueño y, con algo de suerte, junto con ella quizá un poco de viento.
La calma continuó hasta la media mañana siguiente, en que una brisa nos permitió apagar el motor. El silencio nos golpeó de pronto y percibimos la soledad: desde la partida no vimos a nadie. Sólo nos rodeaba el horizonte, el mismo que rodeó con diferentes suertes, a decenas de generaciones de marineros antes que nosotros.
Comenzaron las especulaciones del día y hora de llegada entre los alumnos y comenzaban a mirar a proa con más interés, cada quien tratando de ser el primero en divisar tierra. Entonces, decidimos otorgar un premio al que gritara “¡Tierra!” por primera vez en el viaje y, por supuesto, que sea cierto su avistaje. Todos (también los profesores y nuestro Riccardo, velisti per caso) se la pasaban mirando a proa con un interés creciente conforme pasaba el tiempo y nos acercábamos a las Islas Baleares. La mañana es gris y lenta, pero el premio parece que entonó las almas de todos. Creo que la Adriática nunca tuvo tantos vigías como ahora. Obviamente, Filippo y yo no competimos pues sabíamos perfectamente cuando podríamos ver costa y hacia dónde. Inútiles fueron las indirectas de los alumnos para ver si les dábamos algún dato que los ayudara en su búsqueda.
El día continúo muy calmo, hasta que Serena ahogó un grito. Todos la miramos. Ella nos miró y su cara demostraba que no estaba segura, pero que creía que había visto “algo”. Miró nuevamente (todos miraron en la misma dirección, para ver si le arrebataban el premio). ¡Siiii! ¡Tierra…! ¡¡Allaaaá!! Efectivamente, algo sobre la derecha del barco, muy a proa se divisaba una leve línea gris. Era el perfil de la isla de Cabrera, al sudeste de la Isla de Mallorca, la mayor del archipiélago Balear.
A la noche, casi a la hora prevista, entrábamos en “mi casa”, el Pantalán del Mediterráneo, que nos cobijó los 3 días de estadía y tuvo la gentileza de contribuir al Proyecto Darwin aportando necesarias cartas náuticas y donándonos la estadía del barco en su marina del Paseo Marítimo, privilegiada ubicación en la bellísima ciudad de Palma de Mallorca.
Durante nuestra escala en Palma, hemos continuado con las reparaciones necesarias y por suerte también pudimos visitar un lugar realmente excepcional: las cuevas del Drac (dragón). Como yo vivo en Palma (¡en frente de la Adriática!) me ha tocado ser el anfitrión, pese a no hablar el italiano. Hice lo que pude y fuimos todos a las cuevas y nos dejamos sorprender por su tamaño y belleza. Cometí el error de guiarlos a las cuevas de al lado, que son un poco –no demasiado- más pequeñas que las del Drac, pero igual todos quedaron muy contentos y no es para menos, caminar por las entrañas de la tierra, entre estalactitas y estalagmitas que forman fantásticas escenografías, tampoco está nada mal…
El tiempo apremiaba y teníamos un plan que cumplir pues los alumnos y profesores debían regresar a tiempo al Instituto. Luego de recibir nuestra ropa de la lavandería (otro aporte a la “causa” Proyecto Darwin, pues los dueños son muy amigos míos) zarpamos de Palma no sin cierta tristeza. (Al menos yo, pues no volvería a ver mi casa hasta quién sabe cuándo…).
A proa, nos espera el puerto de Benalmádena, en donde Hernán Lapuente un gran amigo de Argentina, nos había conseguido un lugar para pasar la noche y nos estuvo esperando con obsequios. Llegamos Benalmádena, cargamos combustible, dormimos y a la mañana siguiente zarpamos. Nos aguardaba un viento fuerza 7 para la noche, frente a Cartagena, en Cabo de Palos. No teníamos alternativa.
La noche del 21 de marzo fue ventosa. En la mitad de su negrura y durante mi guardia, nos cortó la proa una lancha motora a una velocidad increíble, sin luces. Creo que luego se reunió con otra, lejos de nosotros. Iba a avisar por radio esta irregularidad, pero preferí no hacerlo, pues también podrían ser ejercicios navales. Había poco viento y navegábamos muy despacio. A la mañana, un submarino emergió por nuestra popa. Eso ratificó la idea de que eran ejercicios navales. El Mare Nostrum es una caja de Pandora.
Estamos por cruzar el meridiano más importante de todos y así se los explico a los alumnos. Es el meridano “0”, el de Greenwich, el que separa el mundo en hemisferio occidental y oriental. El viento ha desaparecido y continuamos a motor, pero por poco tiempo. Recibimos un aviso de temporal y casi con él, el viento comienza a ponerse de proa. Al rato, estamos con la vela de proa más pequeña, la trinquetilla y la vela mayor con su superficie disminuida un poco, para no forzar el barco cuando llegue más viento. A proa, a unas 30 millas, tenemos Marina Torrevieja. El viento se acerca y comienza a aumentar su velocidad. La Adriática empieza a escorarse. Marina Torrevieja no contesta la radio. El temporal empieza a hacerse sentir. Todos estamos con nuestros trajes de agua. La guardia en su puesto y el resto listo por si se lo necesita. Observo las caras de los chicos en busca de algún rasgo de preocupación. Nada. A esta altura del viaje parecen todos lobeznos de mar. No han abandonado sus habituales sonrisas ni buen humor. No importa el estado de la mar, comen de todo de cualquier manera y en grandes cantidades. ¡Bien!
El viento sopla y es realmente incómodo. No baja de los 35 nudos y de proa. Decidimos entrar en Alicante, a sólo 15 millas hacia nuestra derecha. No avanzaremos nada, pero tampoco iremos hacia atrás. Sólo perderemos un poco de tiempo. Apenas cambiamos de rumbo, filando un poco las escotas, esto es, abriendo un poco las velas, la Adriática saltó adelante y disminuyendo su inclinación comenzó a volar hacia el puerto. Casi no se bamboleaba. Teníamos el viento por nuestro costado izquierdo un poco hacia popa y así, de noche, entramos a Alicante y amarramos en su hermoso puerto.
Durante la mañana siguiente continuamos con el plan de reparaciones y pudimos hacer una muy importante: la del teléfono satelital. Como tampoco se zarpará hoy, todos estamos abocados a la limpieza y orden general de a bordo. Hemos recibido unos libros del Almiralty, necesarios para la navegación futura, que habíamos comprado por teléfono, durante la navegación. Como finalizamos las tareas medianamente pronto, decidimos visitar lo más notable y cercano al barco que pueda ofrecernos Alicante.

Sin duda alguna, el Fuerte de Santa Bárbara y su extraordinario acceso socavado en la roca era un excelente motivo y allá fuimos.
El Fuerte domina el puerto y ciertamente debe haber sido muy difícil -si no imposible- poder tomar este puerto por el mar. La vista del barco desde lo alto del castillo nos da una idea de lo sencillo que fue proteger el puerto y la ciudad del ocasional invasor. Este fuerte es uno de los tantos que podemos observar en la costa mediterránea de España. Prácticamente tiene el suyo cada bahía en donde antaño se ha construido un puerto. Sin embargo, de unos años a esta parte, este fuerte tiene algo que lo distingue de entre los demás: su peculiar acceso.

Cabe aclarar que este acceso no es original, pues fue construido hace sólo unas 4 décadas, pero eso no le quita mérito. Como el castillo se halla en la cima del acantilado que domina a la bahía y la ciudad, se ha perforado la roca a nivel de la calle, en forma horizontal y se ha construido un túnel de unos 250 metros, al final del cual, hay un elevador que nos lleva al “lobby” del fuerte, ubicado unos 100 metros por sobre el nivel de la calzada. O sea, se ha cavado la roca bajo el castillo con dos túneles perpendiculares entre sí, que forman una gran y oculta “L”.
Luego de caminar por todo el fuerte y de salir por su acceso normal, un largo y sinuoso camino, nos hemos perdido en una especie de bosque, en pleno centro de Alicante. Una verdadera proeza de quienes se espera que posean sentido de la orientación y ubicación.
El día que nos acompañó por nuestra caminata alicantina no podía haber sido mejor. Sin embargo, poco a poco un nuevo sentimiento se iba haciendo más concreto en todos. Como una tenue nube que va tomando forma y cuerpo, la tristeza nos iba copando el corazón: era el día en que los “chicos” y sus profesores debían abandonar el barco para regresar a Livorno. Habían estado sólo 12 días a bordo y ya parecía que durante años hubiéramos navegado juntos. Habían venido para tener su primera experiencia de larga navegación a vela y creo no equivocarme mucho si digo que también han aprendido algo que no está en los libros de náutica ni en los cursos de ninguna escuela naval: si no quieres que las despedidas duelan, no permitas que tu mano se caliente en la del amigo (1). Es la condena del navegante.
En el almuerzo y luego de unas pocas palabras de felicitación, le entregué a Serena su premio: mi querida OPINEL, una típica navaja marinera, francesa, que me había acompañado 15 mil millas. En realidad, como corresponde a la tradición, se la he vendido por la moneda más pequeña que tenía en sus bolsillos. (En el mar, no se pueden regalar cuchillos ni navajas pues con sus filos pueden cortar la amistad. Se deben vender al menor precio posible en el momento de la entrega). Ojalá, Serena, que aún tengas la navaja, pues yo conservo tu moneda de 1 céntimo de Euro y el emotivo recuerdo de ese momento: Fuiste la primera persona que gritó “Tierra” en todo el viaje de la Adriática.
Durante la tarde cada uno de los tripulantes que dejaría el barco se dedicó a preparar su equipaje personal. Quienes no nos íbamos, continuamos las labores de mantenimiento habituales.
Por la noche, en la “última cena” (a la mañana siguiente desembarcarían los seis) también hubo entrega de regalos. Filippo, obsequió a todos con una remera de la Adriática y yo he sido gratamente sorprendido por un par de regalos, totalmente inesperados. Mi querido tocayo y velisti per caso Riccardo -víctima de mis clases de nudos- en complicidad con los alumnos me ha regalado una sensual, femenina y diminuta tanga transparente, atigrada, que según Riccardo, era una ropa ritual de los antiguos guerreros del “alto Lacio”, tierra de donde él proviene. Cediendo a la presión de las chicas y de Riccardo, les he prometido ponerme la “tanga ritual” –cosa que cumpliré- pues veo que tienen un patológico interés en conocer mis atributos náuticos. Por suerte, no les he dicho cuando llevaré a cabo la íntima maniobra. No conforme con esto, nuevamente todos los que desembarcarán mañana me han hecho obsequio de algo más inesperado aún: Una navaja OPINEL, similar a la que, de corazón, le he regalado a Serena. La he pagado muy cara, pues en ese momento tenía una moneda de 1 Euro, pero qué se le va a hacer… nunca fui bueno para los negocios. Ha sido un detalle reparador de mi corazón, sin duda. Aún conservo esa navaja y la cuido como lo que es: un tesoro que me trajo el mar.
Al día siguiente todos nos levantamos a las 7. Como en los días anteriores, el viento el W hacía que la bandera del castillo pareciese una tabla pintada. La mañana tuvo el gris de la despedida. Promesas, abrazos, apretones de manos, besos y sonrisas forzadas fueron los protagonistas del temido desguace de un poquito del corazón de cada uno. Confieso que he pasado dos semanas maravillosas en compañía de estos cuatro chicos estupendos. Donata y Serena vinieron a mí y juntas me dieron un fortísimo y eterno abrazo, como si quisieran fundirnos a los tres. Menos mal, pues así no pudieron ver que en mis ojos se había encendido la luz de babor.
La cola de atún de Bacicio no sólo llegó a Alicante sin caerse al mar, sino que la he cuidado durante todo el viaje y ha regresado sana, salva y salada, luego de vencer miles de las millas más lejanas y peligrosas del mar. Tengo la certeza de que alguna vez, ese mismo mar se la llevará a Bacicio (2).
Adriática zarpó lentamente. Dolía mirar hacia atrás. Los pedazos nuestros -y del barco- que nos miraban desde el muelle de roca, se fueron achicando, sin moverse, como bitas de ese triste muelle. Nadie saludaba. Las manos en los bolsillos. Puedo ver aún las miradas de tristeza de los chicos en el muelle, miradas con la nueva nostalgia por lo que había finalizado, miradas de amarras que no desean ser largadas. Todos ellos desembarcaron de la nave, pero no de mi corazón. Nunca más los volví a ver. Así suelen ser las cosas en el mar. En la estela de los navegantes hay muchos adioses que, como las noctilucas, también brillan en las guardias nocturnas de nuestros recuerdos.
La mañana continuó gris muchas horas, seguíamos en búsqueda de la mítica puerta de salida. El estrecho de Gibraltar se nos hacía cada vez más lejano, porque el viento continuaba soplando duro del W, bien en contra. No es el invierno la estación para salir cómodamente del Mediterráneo, pero es la estación que nos toca. ¡Qué grande es la Adriática ahora! Sólo quedamos Filippo, Andrea, Riccardo, Macio y yo. Cinco tripulantes para cinco camarotes, hasta las Canarias… No está mal.
Aprovechando que somos pocos, creo que puedo hablar un poco de Riccardo el velisti per caso y Macio, el cameraman.
Riccardo es un orgulloso descendiente de los famosos guerreros del Alto Lacio. Supongo que, como ellos, es no muy alto, muy fornido, pelo negro, rasgos definidos. Fácilmente puedo imaginar miles de ellos peleando para extender los límites del Imperio Romano o sofocando alguna que otra desobediencia periférica. También supongo que su mismo orgullo de tenerlos como lejanos parientes, lo ha llevado a respetar sus antiguas costumbres rituales y más de una vez se debe haber calzado la tanga atigrada transparente.
Sin embargo, el rasgo que -creo- ennoblece aún más a Riccardo es su actitud de desafío, puesta de manifiesto en este viaje: casi no tiene experiencia náutica alguna y sin embargo arremete contra el mar a bordo de la Adriática, confiando su vida a la dudosa tripulación. Riccardo es uno de esos tripulantes imprescindibles a bordo: lava, pule, ayuda. saca, pone, iza, arría, limpia, barre, ordena, avisa y timonea. Es lo más parecido a una agenda electrónica que conozco: hace de todo y bien.
Un caso muy diferente es el de Macio (Massimo) el cámara, pues a diferencia de Riccardo -que casi carece de experiencia marinera-, Macio no tiene absolutamente ninguna.
Es la primera vez que pisa una cubierta y debido a las exigencias de su trabajo específico tuvo que hacer maravillas y grandes esfuerzos de voluntad para vencer el mal de mar y mantenerse operativo. Y lo hizo, pero lo hizo tan bien, que lo que él creía que iba a ser un trabajito de dos o tres semanas, en realidad se convirtió en un viaje de unas 7 mil millas, pues mi querido Massimo se desembarcó al otro lado del Atlántico, hecho un marinero de pura raza, habiendo cumplido no sólo con su trabajo de cámara, sino con las tareas marineras que fue aprendiendo mientras nos divertía con su inagotable y fino sentido del humor. Largas noches de guardia compartidas, hablando de las constelaciones que nos perseguían sin permiso, me han permitido conocer a una persona de la que lo único que lamento es no vivir yo al lado de su casa.
Andrea, siciliano de poco hablar y mucho hacer, es otra figura importante a bordo. Hace de todo y lo hace muy bien. De humor sereno y constante, no conoce el “no” como respuesta por lo que siempre está listo para cualquier necesidad de a bordo que lo requiera. Lamento que se haya desembarcado cuando lo hizo.
Como no me agrada mentir, del capitán no puedo hablar, en cuanto a mí, sólo contaré que mi conocimiento del italiano ha avanzado a pasos agigantados. Como recordarán, embarqué sin saber decir una palabra, pero esa situación cambió a poco de navegar entre italianos. Hay una anécdota sucedida hace unos días, cuando Donata y Serena aún estaban a bordo, que lo ilustra claramente.
Estaba yo tendido de espaldas en el piso de la cabina de las damas pues debía arreglar un problema en el wáter. Con mi brazo extendido llegaba a la parte trasera del wáter –en donde estaba el problema- pero no podía ver absolutamente nada de lo que hacía. Se me ocurre que un espejo de cartera de mujer sería la solución mágica que guiara mi visión y ésta a mi mano.
Yo carecía de espejos de ese tipo, pero se me ocurrió que alguna de las damas de a bordo podría tener. Me abstendré de dar el nombre de mi ocasional compañera de anécdota y tal nombre me acompañará a mi sepulcro, pero lo hecho es que de casualidad una de ellas dos entró a la cabina para buscar algo, mientras yo estaba de espaldas en el suelo. La dama vestía un “jogging” y dado el escaso lugar libre, puso un pie a cada lado de mi cuerpo. En mi nuevo italiano mejorado le solicito si puede prestarme su espejo de cartera.
“Prego, Ricardo” me dice la damisela con una sonrisa inapelable que aún recuerdo. Saca un objeto de su bolso y extendiendo su brazo me ofrece… su caja de tampones. Aún hoy ignoro qué le pedí, pero miremos el lado positivo: ni siquiera hubiera logrado eso si no hubiese aprendido algo de italiano a bordo…
Volviendo al Mediterráneo, éste nos trataba mal con mucho viento de proa: fuerza 7 del W y SW. A las 22:30hs. de hoy, 23 de marzo del 2006, entramos en el puerto de Cartagena, estableciendo un récord difícil de superar: 13 horas para hacer sólo 65 millas.

A esta hora, el puerto estaba absolutamente desolado y nosotros absolutamente hambrientos y cansados. Luego de las maniobras de atraque y de papeleo, fuimos en busca de algún lugar donde comer. Todo estaba cerrado, pero hallamos un restaurante flotante, que en sus años de juventud había sido una gran barcaza. Todo su interior estaba decorado con genuinos objetos náuticos. Muy amables los camareros, nos sugirieron calamares a la romana y dorada. Luego de dar buena cuenta de ellos, podemos decir que los calamares y la dorada de “La Patacha”, son los más ricos del planeta. ¡Exquisitos! Regresamos a la Adriática con una inmensa sonrisa en el rostro de cada uno.
A la mañana siguiente, luego de llenar unos formularios, zarpamos a motor. Las dos primeras horas de mar fueron desastrosas: ninguno de los rumbos posible nos era ni remotamente útiles. Había mucho escarceo y el barco se movía muchísimo. Navegamos a motor y casi no avanzamos nada. El Cabo de Gata entró en la categoría de mito inalcanzable.
Por: Ricardo Cufré, Escritor y Navegante.
Notas al pie:
- En Vito Dumas, “Los 40 bramadores”.
- Varios años después, casualmente los vientos me llevaron a Livorno y procuré que la cola le llegara. Sé que la recibió.
Por: Redacción