Proa a Almería
Habiendo zarpado de Cartagena y luego de timonear 3 horas seguidas, al finalizar mi guardia voy a dormir al piso del salón. Es un lugar maravilloso porque está tibio debido a la cercanía del motor y además el piso hace una especie de masaje de micro vibraciones de alta frecuencia a lo que hay que sumarle que es el lugar que menos se mueve del barco por estar cerca de su centro de gravedad. Entonces, “ese” lugar en el piso del barco casi parece el paraíso y, en mi opinión, se descansa mucho mejor que en cualquier cama cuando el mar no es bueno.
En cuanto al terrible ruido del motor en funcionamiento, “no se escucha” y se puede dormir perfectamente. En realidad, ese “no se escucha” es típico del que está acostumbrado pues su cerebro ya descarta ciertos ruidos de rutina (pero no los nuevos, ¡por suerte!). El viento sigue en aumento -fuerza 7 sostenida- y la presión indica más de lo mismo. Las casi 50 toneladas de la Adriática hacen que la navegación sea medianamente suave y que sólo ocasionalmente embarque algo de agua. La verdad, en esta época del año, el Mediterráneo es como el matrimonio: fácil de entrar y difícil de salir.
Continúan las malas condiciones durante horas y aún el Faro del Cabo de Gata está lejos. Aunque el viento SW está amainando algo, la mar que deja aún es muy gruesa y nos hace la vida bastante incómoda.
Al fin, ese 25 de marzo por la noche entramos en el puerto de Almería. Cansados y hambrientos. Un oficial de policía nos espera en el Muelle del Levante. Rutina. Fil con su magia, comienza a transformar papas en alguna delicia comestible. Emerge nuestro “Fellini” a la vida. Macio, aún casi dormido, surge desde su cabina y se une a nosotros para cenar. Logró una proeza: dormir en la cabina de ¡proa!
Para la mañana siguiente el tiempo está mucho mejor. Aprovechamos esto y sacamos ropa a asolearse, secamos velas, etc. La Adriática parece un bazar persa. Continuamos con los trabajos mientras esperamos a los nuevos invitados. Hay 5 que llegan a tiempo. Falta arribar uno más. El día continúa mejorando y se transforma en hermoso, casi de verano. Hacemos una pequeña caminata por los alrededores y con Filippo vamos a visitar una réplica de una embarcación árabe, típica de Almería, su nombre: “Almeriya”. A la noche, Filippo realiza su tradicional reunión previa a la zarpada. Para las 2330 hs. La calma es total. Llega el invitado faltante y nos vamos. Cuando uno se va de Almería no sabe si zarpa o despega. La inmensa torre de control que tiene el puerto ya la quisieran varios aeropuertos del mundo. Otra vez el motor.
La noche es espléndida. Dejo la guardia a las 2 de la mañana y la retomo a las 5, bajo una bruma muy densa. No se ve nada. Mando a alguien a proa, a escuchar. Según el radar, tengo dos barcos por proa, pero con igual rumbo y velocidad que nosotros aparentemente. No hay problema mientras esto se mantenga así. Finalizo a las 8 y me voy a dormir.
A las 12 regreso a la guardia, pero con una hora de retraso. Por suerte, como las condiciones eran buenas, me dejaron dormir, lo que agradezco profundamente. Hacer guardia cada 3 horas era matador. Como uno de los invitados tiene un catamarán y navega, lo ponemos como jefe de turno y repartimos más guardias. Eso permite que todos durmamos más. Como sabemos que en navegación se duerme y come cuando se puede, tratamos de que se pueda más tiempo. Estar descansados lo más posible es fundamental a bordo.
Nos dirigimos al último de nuestros puertos del Mediterráneo: Benalmádena. Allí cargaremos combustible. y nos espera Hernán, amigo de tantos años en mi lejana Buenos Aires. Luego… ¡a Canarias! Pero el Atlántico es otra cosa.
Uno de los nuevos invitados, Marica la única mujer de la actual tripulación, se ofrece a hacer pasta. ¡Maravilloso! Luego del banquete, muy gustoso lavo las cosas.
Esta actividad de lavar la vajilla fue llevada a cabo por mí en innumerables oportunidades, mucho más que la normal frecuencia que me correspondería estadísticamente. Lejos de ser una crítica a quienes no lavaron las veces que les correspondía, deseo aclarar tres cosas: la primera, que me encanta hacerlo; la segunda es que es justo que así sea para compensar el hecho de que jamás he cocinado en la Adriática, lo cual ha sido garantía de la excelencia de la comida servida. Soy un perfecto inútil en esa tarea, capaz de intentar hacer un té y que se queme el agua. La tercera cosa que deseo aclarar, ya que estamos con el tema de la cocina, es una razón de seguridad.
A bordo de un barco, quien realice el trabajo del lavado, secado y posterior orden de la vajilla utilizada, debe tener muy en claro las cosas, pues no es una tarea menor. Los movimientos que tiene el barco siempre atentan contra la ubicación de los elementos de la cocina, “invitándolos” en forma permanente a abandonar sus respectivos lugares, con todo lo que ello significa a posteriori. Cada barco tiene su forma de guardar las cosas y de trabarlas para que no sólo no se desparramen por todos lados, sino para que tampoco hagan ruidos molestos y rítmicos de noche, perjudicando el sagrado descanso de los tripulantes.
Hay que tener ciertos rasgos obsesivos a la hora de acomodar la vajilla y respetarlos a ultranza. Las cosas deben ir siempre en el mismo lugar, de tal forma de garantizar que se las puede volver a hallar la próxima vez. Si se dejan los cubiertos para que se sequen solos (mal hecho pues pueden volar con cualquier golpe del barco en el agua y producir graves daños), jamás hay que dejar tenedores y cuchillos con las puntas para arriba. Es una invitación al accidente. Poca gente, al lavar todo se acuerda de lavar la cocina en sí y los fregaderos. Y así, las sugerencias son casi infinitas, pero todas tienen un origen: el sentido común y la experiencia a bordo.
Podría decirse que bastaría con explicar algunos trucos a todos los futuros “lavadores de cocina” del viaje y asunto solucionado. No es así. La experiencia me dice que lo normal -y es lógico que así sea- es que aquellos que hagan esta tarea en sus casas, automáticamente trasladarán a bordo sus maneras de hacerlo. Y aquellos que ni siquiera lo hagan, mejor que lo hagan a bordo con el barco en puerto, fondeado o al garete sin ola.
La solución es que hay que enseñar y señalar constantemente los detalles no hechos correctamente y esperar a que estas nuevas maneras de lavar la cocina a bordo sean aprendidas y realizadas en forma automática por todos, lo cual no implica mucho esfuerzo que digamos, pero sí implica…tiempo. Tiempo de adaptación al medio y de modificación de conductas. Tampoco es que se necesiten años para esto… ¡nooo! Lo que sucede es que casi siempre que la gente aprende a lavar la cocina de la manera en que se necesita en el velero, debe desembarcar porque se le acabó su viaje y el ciclo comienza de nuevo. Entonces, prefiero al principio de cada cambio de tripulación, aumentar mi frecuencia de lavado, por las razones expuestas “ut supra”.
Para finalizar el tema informo que -como corresponde a su cargo-, el capitán no lava jamás, quedando éste como casi el único privilegio que -junto al de no hacer guardias nocturnas-, aún les queda a los capitanes modernos. En nuestro barco, Filippo cocinó cada día y cada noche hizo su guardia. Un mártir que se ha ganado un lugar el cielo de los navegantes. (1)
El viaje continúa con buen clima y al llegar a Benalmádena nos damos cuenta que no podemos entrar a hacer la maniobra programada: los 4 metros de calado de la Adriática comienzan a darnos problemas en los puertos.
A la vista de mi amigo Hernán Lapuente que como prometió por radio, nos iba a esperar para ayudarnos con todo, tuvimos que virar y alejarnos. La opción que teníamos era Puerto Banús, unas millas más hacia Gibraltar. Avisé a Hernán por teléfono y cuál no será mi sorpresa cuando me dice que irá con su auto a Banús. ¡Eso es un amigo!
Tiempo después entramos en Banús a motor. Hernán nos había conseguido “permiso” para quedarnos esa noche gratis y además nos llenó de regalos para el viaje: guantes, polars, remeras… ¡Grande y generoso don Hernán! Además, navega de toda la vida. Otro con su amarrita en el cielo de los navegantes…
Luego de cargar 1001 litros de gasoil nos fuimos a cenar y, pese a poder quedarnos, decidimos zarpar a medianoche, pues el tiempo era maravilloso. La cercanía del Atlántico se comenzaba a sentir.
Apenas concluimos la maniobra de zarpe, me fui a descansar. A las 03:00 am. tomaba guardia.
Las Columnas de Hércules
La noche del 27 de marzo es sumamente calma. La falta de viento nos obliga a romper el frágil silencio con el irrespetuoso motor. De Benalmádena apenas nos quedan unas pocas y tenues luces en popa, que pronto se ahogarán.
Si uno puede abstraerse del ronroneo del motor, queda irremediablemente sumergido en una nada inmensa, bajo estrellas que son imposibles de no mirar. Por suerte, mi Dama Roja es lo suficientemente grande como para que, si se quiere, uno se pueda ubicar de tal manera de no ver a sus compañeros de guardia y así sentirse absolutamente sólo en este universo negro y silencioso. La primera mitad de la guardia es una invitación a los recuerdos, quienes arriban a mi memoria como números al azar. No se rigen por cronología ni geografía alguna, sólo llegan con la frescura y claridad de haber sido vividos ayer. Esa soledad inmensa y tranquila permite que uno hable con quien lo desee, sin importar las distancias ni si esa persona está o no viva.
A veces sucede que, de tan ensimismado, llega el relevo y uno se percató que pasaron 3 o 4 horas sin haberse dado cuenta. Eso no significa haberse desprendido de la realidad náutica, de mirar a proa controlar instrumentos, etc. No…Uno está de guardia, plenamente consciente, pero está “acompañado” y de repente… Buenas nochesss… Llega el relevo al cockpit. Más de una vez tuve la duda entre ponerme contento porque me iba adormir, o tirarlo por la borda para que se coma algún calamar gigante.
Estaba inmerso en mi océano privado cuando comencé a percibir (la parte de mí que siguió de guardia) que nos estamos introduciendo en un cerrado banco de niebla. Cada vez más, la noche, las estrellas, el horizonte de un negro diferente, los reflejos, todo… desaparece. Ahora nos rodea una oscuridad absolutamente igual, no importa hacia donde miremos, no distinguimos diferencia alguna. Es tan compacta la niebla que nuestras luces de navegación se ven perfectamente reflejadas en ella. Comienzan a sentirse sordos ruidos de máquinas de otras naves, graves sonidos de motores que indican peligrosas cercanías. El radar delata a 6 barcos delante de nosotros. Los ojos no delatan absolutamente nada, pero de color bruma roja y verde. Los oídos me hablan de sonidos cuyas direcciones no son tan sencillas de determinar. Gibraltar (2) se aproxima. Es un inmenso embudo por el que decenas de naves pasan diariamente.
Durante siglos fue el límite del mundo conocido. Cruzar Gibraltar hacia el océano era ingresar en el reino de los mitos. Platón nos seduce con confusa información sobre la Atlántida y la sitúa (en un incierto lugar entre las Azores y las Canarias) “más allá de las Columnas de Hércules (3)” denominación griega de este mágico estrecho, más límite mental que geográfico.
Estamos muy cerca de Gibraltar, pero no podemos divisar sus luces. La niebla que nos rodea está hecha de la más densa incertidumbre. Reduzco la velocidad a sólo 2 nudos. Pido a todos que hagan silencio y que sólo escuchen. Poco a poco, van apareciendo en cubierta los otros tripulantes. Todos estamos sobrecogidos por lo mágico que flota en el aire. Miro al tope del palo, la luz sólo ilumina un poco del esfumado gris que la contiene por todo su alrededor. Pareciera que sólo acercarse a la Columnas de Hércules sea suficiente para acceder a un misterio, a una zona del mundo en que se mezcla lo conocido con lo ignoto, al mar de los sargazos del raciocinio. Cumpliendo con las normas internacionales, hago uso de la sirena del barco en los intervalos establecidos, pero sólo parece el gemido de un bebé, comparado con el ubicuo sonido grave de sus hermanas mayores de otros navíos, que “de profundis” emergen de la bruma y nos paraliza.
El radar indica que tres naves se aproximan, pero como lo hacen a nuestra velocidad y rumbo contrario, deduzco que están fondeadas, o sea que somos nosotros quienes vamos hacia ellas. El Canal 16 de la radio está constantemente en uso por barcos en tránsito. Se suceden los pedidos de cambio de rumbo, de avisos de zarpe y arribo. La humedad de la niebla se siente perfectamente en nuestras ropas que ya están pegoteadas. Nadie habla, a menos que lo haga en un susurro y sea realmente importante. Es una situación delicada. Por mucho menos, hubo grandes naufragios. Todos seguimos escuchando, tratando de perforar la niebla con nuestros oídos. Las tenues luces rojas del instrumental muestran el vapor de mi respiración. Todo es negro, con excepción de proa, que ambos colores de los faroles le dan a la espesa niebla un tono sobrenatural. Quien está a proa tratando de “ver” más lejos y de escuchar, se recorta nítidamente como una silueta negra contra la niebla roja y verde…
Los sonidos externos se transmiten con total claridad y siempre parece que sus fuentes están mucho más cerca de nosotros que lo que realmente están. Muy de vez en cuando, entre los lentos ronquidos de las sirenas se escucha un desordenado sin fin de sonidos diferentes, como una catarata de tornillos gigantes que se derrumban sobre un metálico piso. Comienzan muy rápido para ir disminuyendo abruptamente su velocidad segundos después. Son cadenas que corren a rolete por las gateras y escobenes cuando el barco está fondeando. Podemos saber exactamente cuándo el ancla llega al fondo por el cambio de velocidad de esa catarata de sonidos. Cuando se deja de escuchar, el barco está fondeado. Un problema menos para nosotros, que nos movemos.
Pasan las horas. Sigue la sensación de que esta niebla es eterna, de que el tiempo se estira y que, en realidad, nunca saldremos de ella. Sólo vemos nuestra estela un par de metros. Luego, se la traga la niebla, gris clara gracias a nuestra luz de estela, que también desaparece abruptamente.
Todo es silencio. Nuestro motor ronronea suavemente, como los otros que escuchamos de otros navíos. El resto del universo es… silencio.
El radar que uso es el viejo cuyo monitor esta en la mesa de cartas. Tiene más definición su pantalla que la del moderno. Eso me obliga a subir y bajar las escaleras casi constantemente. En uno de esos viajes, veo en el monitor que un barco se acerca a sólo una milla de nosotros. Inmediatamente enciendo y apago las luces de cruceta dos veces por minuto. No es reglamentario, pero sí efectivo. Soy de los que creen que el diablo navega y no lee los reglamentos.
De ese barco no obtengo respuesta de ningún tipo, ni a mis luces, ni a mi sirena. Se sigue acercando. Ilumino la vela con un reflector de mano muy potente. Toco sirena. Enciendo y apago las luces de cruceta. Nada. Se sigue acercando. Sé por dónde viene pero no lo veo, por lo tanto, él tampoco me puede ver a mí que soy mucho más pequeño. Otra vez sirena y luces. La radio está ocupada por otros barcos y no es una situación como para enviar un mensaje de seguridad. Un minuto después, cuando el barco está a media milla nuestra, por babor, la más silenciosa de las respuestas me indica que ha sido efectivo todo lo realizado: siguiendo las leyes de paso, el eco del radar me indica que el barco ha variado su rumbo, cayó a su estribor y nos pasa por nuestra popa con distancia suficiente para asegurar una derrota sin incidencias. Nunca lo vi. Nunca lo veré. Sólo un punto en el radar. Otro misterio del mar.
Aparece Filippo en cubierta. Falta un poco para su guardia. Le comento la situación, le explico las decisiones que tomé modificando sus instrucciones de navegación y porqué lo hice. Asiente. Va hacia la proa, a “estirar las piernas”. Tiene 22 metros de ida y otros tantos de regreso. Mucho antes de llegar a la proa, a la altura de los obenques, mi amigo desaparece, se esfuma en la niebla, como un espíritu que regresa a su mundo. Sólo veo el tenue resplandor de las luces de navegación, pero no su perfil recortado en ellas. Debe estar parado exactamente en crujía o se lo llevó un viscoso tentáculo siniestro y silencioso emergido de la negrura.
Aparecen los relevos. Les pido silencio porque debemos escuchar. Obedecen. A veces, alguno de nosotros hace un murmullo suave, muy callado. Es increíble, cuando todo es silencio, el volumen que puede tener un murmullo: parece un grito.
A los pocos minutos Filippo se corporiza nuevamente y con él, un milagro. (Por algo es capitán).
Aparece un círculo gris en lo alto. Una sucia y oscura luz que indica que la luna, al fin, puede atravesar el opaco poncho de nubes… Comienzan a aparecer tenues claros en la niebla. De repente, a estribor y algo a proa, vemos unos puntos que titilan, lejos. Luces horizontales. Empiezan a recortarse las siluetas de los barcos que estaban fondeados, que sólo navegaban en nuestro radar. La niebla ahora es sólo jirones, de una bandera inmensa que nos tapó durante casi media noche.
Las luces de la costa hacen su aparición triunfal, precedidas ahora por el faro, que a modo de director de orquesta, gira su batuta de luz para organizar este concierto luminoso.
Seguimos avanzando. Estamos en pleno estrecho, entre las Columnas de Hércules. Echo una última mirada a popa y veo a todas las naves de la antigüedad que se quedan, que no se atreven a seguirnos. Sus patrones gesticulan y aunque nos gritan en lenguas desconocidas podemos comprender sus mensajes de retornar, de no ser locos ni suicidas, de no desafiar a los demonios. “Insensatos!”, leo en sus rostros que nos miran con miedo.
Me voy a dormir. Dieciséis días para recorrer la mitad del Mare Nostrum no es un buen promedio, pero me consuela saber que Jasón tardó mucho más para hacer la otra mitad. Él no tenía GPS ni nosotros el apoyo de los dioses. Estamos a mano. Y también, estamos en…
La puerta del Atlántico
A media mañana me despierto y otra vez, “alguien” me había tapado con la manta azul, mientras dormía en el largo sofá de la mesa de navegación. Ese “sofá de guardia” que he usado más veces que mi cama de la amplia cabina de popa, está ubicado en la Vía Appia de la Adriática, en el paso de todo el mundo durante las 24 horas. Sin embargo, fue ley no escrita -pero obedecida por todos siempre-, que cuando alguien durmiera en él, los demás respetaríamos su descanso.
Salgo a cubierta y un sol insolente me golpea. Hay un gran tráfico de naves en ambos sentidos y casi no sabemos dónde colocarnos. Aunque las distancias son grandes, las velocidades de estos monstruos también lo son y su capacidad de maniobra no lo es tanto pues no se puede navegar por cualquier lado, entonces, nuestra obligación es molestarlos lo menos posible y si se puede, nada en absoluto. Debe ser bastante incómodo estar a cargo de uno de estos barcos gigantes y de repente que un puntito rojo se le cruce por la proa, u ocupe una posición en el mar que luego de hacer una virada, nosotros lo estemos molestando.
A estribor comienza la vieja Europa. Todos los europeos que estén construyendo el día de hoy… están a nuestra derecha. El faro de Tarifa (4) es el primero de una serie inmensa de faros del litoral atlántico europeo, que termina en el norte de Escocia. A nuestra izquierda, comienza la desconocida África con sus montes Atlas.
Seguimos a motor, en plena calma, pero ya casi en el Océano Atlántico, y cuando digo “casi” quiero significar exactamente eso: estamos a metros del Atlántico. A no más de 200 metros de proa vemos unas olas misteriosas, que no responden a viento alguno. Estamos entrando en la zona en que se encuentran las aguas del Mare Nostrum con el Océano Atlántico y seguramente eso genera fenómenos que podremos ver y sentir.
Hay remolinos inmensos, vórtices superficiales, hijos del choque de corrientes de grandes masas de líquido de diferente temperatura y salinidad. Puedo entender claramente el origen del pánico de las antiguas tripulaciones. Llegar a estas aguas y ver lo que estamos viendo nosotros puede parecer un conjuro satánico.
Repentinamente y de la nada surgen olas de un metro de alto, desordenadas, claramente separadas de aguas absolutamente llanas y calmas como las que dejamos en este momento. Tal cambio es instantáneo: la proa del barco comienza a moverse por la acción de estas olas y la popa aún flota en calma chicha. Cuesta entenderlo si no se lo ve. Continuamos navegando por esta superficie “áspera”, como si fuera un gigantesco rayador de queso. Una milla más adelante, y nuevamente en forma repentina, las olas reducen su tamaño y pasan a una altura de 30 centímetros, pero igual de desordenadas. Otra vez la Adriática flota en dos aguas diferentes.
Estas olas, las de 1 metro como las de 30 cm. no son olas que viajan. Parecen pintadas en su lugar. Sólo sus crestas suben y bajan, pero no se desplazan a sitio alguno. La superficie que intento describir sería como cuando tocamos con un dedo la pintura fresca: al levantar el dedo, quedan miles de picos, de “volcancitos” duros. Así es esto, sólo que en escala mucho mayor. No son olas. Son conos. Millones de conos que se levantan y bajan verticalmente, sin moverse de lugar. Unos pocos minutos más de navegación y el agua se alisa completamente. Otra vez el aceite…
Dejamos el Mare Nostrum – o matrimonio, como gusten- con otro misterio del mar.
Por: Ricardo Cufré, Escritor y Navegante.
Notas al pie:
- El cielo de los navegantes es un lugar muy especial. Tiene el clima del paraíso y las compañías del infierno. Vale la pena tener una amarrita en él.
- La palabra Gibraltar viene del árabe “jibal Tárik”, (monte de Tárik), por Tarik ben Ziyad, conquistador de Al-Ándalus (Andalucía)
- En un arrebato de locura Hércules mató a sus dos hijos. Como condena, el Oráculo de Delfos le indicó que durante doce años debía estar al servicio del rey Euristeo, de Tirinto. Este le encargó los famosos doce trabajos, uno de los cuales era ir en busca de los míticos rebaños de bueyes de Gerión, un ser mitológico. Estos bueyes se hallaban en Eritea, en el extremo Occidental de la tierra conocida por entonces, hoy la actual Cádiz. Para llegar a esas comarcas Hércules protagonizó un sinnúmero de aventuras y luchas. Para conmemorarlas se levantaron las famosas columnas en su honor. Esas columnas eran Calpe (hoy Peñón de Gibraltar) y Abila, (hoy Peñón de Ceuta, en África).
- Es el faro más austral de Europa continental y el primero en alumbrar las costas del Estrecho de Gibraltar
Por: Redacción