Océano Atlántico – Proa a las Islas Canarias
Todos esperábamos este nuevo océano. No por el mero hecho del cambio de nombre del agua a navegar, sino porque el clima es absolutamente diferente y su mutación es inmediata: dejamos el Mediterráneo y aparecen los vientos con componente Norte. Para nosotros es ideal, pues vamos a las Islas Canarias, que están en rumbo general SW y luego S. Poder navegar a favor del pelo del mar es otra cosa. El velero se mueve de tal suerte que más nos recuerda a nuestra cuna de infancia que a otra cosa. Además, es proverbial el buen clima de las Islas Canarias, nuestro destino, o sea que todo augura lo que, en definitiva, el ser humano busca con sus acciones: placer. En las islas nos espera otra gente y desembarcarán quienes están ahora. Los únicos que permaneceremos a abordo durante toda la Ruta Roja, seremos Filippo y yo.
El pronóstico ya avisa del cambio de viento y lo recibimos con los brazos abiertos. A medida que vamos tomando rumbo al SSW, el viento se pone del NW. La Adriática llega de repente a hermosos 9 nudos de velocidad y el bigote que levanta por sotavento es merecedor de varias fotos. La Dama Roja toma una escora leve y serena, sin altibajos. Tiene un “andar alegre”, hermosa frase que pertenece a mi querido Bruno Nicoletti, compañero de aquella vuelta al mundo en catamarán, hace ya 23 años. Nos esperan algunos días de una aparentemente buena navegación y la temperatura deberá comenzar a subir. Para festejar haber llegado a estas nuevas aguas, nada mejor que una cena especial: además de las religiosas pastas, hoy habrá una ensalada de queso, atún, lechuga, zanahoria, repollo, además de una sopa minestrón ¡Viva el Atlántico!
La noche mantiene el viento y es algo fría, pero bonita. A las 6 de la mañana, me releva el nuevo turno de guardia, capitaneado por Rino, el navegante. Sale el sol y la temperatura se eleva lo suficiente como para que todo el mundo se acueste fuera, en los diversos cockpits. El timonel está castigado, encadenado a su posición de trabajo en el extremo de la popa: su obligación le impide gozar del dolce fare niente que se pone de moda rápidamente en el resto de la tripulación.
Hoy es el primer día de completo placer. Está fresco pero el sol hace maravillas. Sol y música. Como si esto no fuera suficiente gozo, Márica comienza a hacerme unos masajes que me transportan a otra galaxia. De hecho, sigue con sus mágicos masajes a otros integrantes de la tripulación y se transforma así en imprescindible a bordo. Para mejorar su servicio y el ánimo general, Márica instala en la cabina de proa una sala de masajes, con perfume silvestre obtenidos de ramas de plantas secretas que Macio cultiva en lugares más secretos aún. Márica merece algunas palabras.
Es una mujer con una personalidad excepcional y avasalladora, pero no invasora. Siempre alegre. Se dedica al comercio internacional y recuerdo que estaba en la mitad de una exportación de 22 contenedores a China, cargados de…resortes para colchones. No tiene empleados. Su empresa es ella. Tampoco tiene auto. Se maneja en una moto japonesa de esas cilindradas de billones de cm3. Le agradan los fríos y por eso suele vacacionar en el norte de los países bálticos, haciendo expediciones de varios días en trineos tirado por perros. ¡Grande Márica!
Pasan las guardias sin novedad de ninguna especie. El viento es perfecto, el mar y el rumbo también. A proa nos espera Fuerteventura la pequeña de las Canarias, la primera que encontraremos llegando desde el Norte. Nadie tiene apuro, aunque ahora el barco se mueve mucho de banda a banda. El humor es excelente y nos ponemos a bailar en el cockpit. Usamos por primera vez los parlantes externos, supuestamente estancos y Fil hace de DJ desde la timonera. Por la tarde, con Andrea les hacemos creer a todos que esta noche viene una tormenta. Las preguntas que hacen demuestran que están intranquilos. El peor de todos es Schumacher (sobrenombre de uno de los invitados, pues siempre está apurado) y se quiere bajar. Así lo mantenemos dos días, hasta que le decimos la verdad ¡Casi nos mata!
Seguimos navegando sin sobresaltos, pero el viento va disminuyendo. Para el día 30 ha desaparecido del todo y nuevamente el motor se hace cargo de llevarnos. A media tarde apagamos motor e izamos la vela “Code Zero” por primera vez. La Adriática ¡parece flotar en el aire y en el silencio! Al fin el viaje es absoluta y totalmente placentero. Lo lamento por los tripulantes anteriores que les ha tocado el duro Mediterráneo de invierno. Recuerdo a los chicos del instituto Capellini. Se llevaron la peor parte y siempre lo afrontaron con buen humor.
Estamos navegando lentamente y entonces se decidió no hacer escala en Lanzarote, para garantizar el arribo en fecha a Las Palmas de Gran Canaria. De esa forma quienes nos esperan no deberán gastar más dinero en hotel y quienes desembarquen no correrán riesgo de perder sus aviones. Todos de acuerdo. Volvemos a izar la mayor y ahora hacemos 5,6 nudos. Peor es nada.
Todo marcha perfectamente, hay tiempo para pensar en otras cosas que no tienen que ver con las obligaciones de a bordo. Pienso, entonces, en los navegantes solitarios, en especial los anteriores a los años 60. Sin tanto equipamiento como el actual y acompañados de soledad, en eterno minué con el mar, en el que proyectan sus habilidades y de quien reciben constantemente exigencias a resolver.
Pienso en cómo, sin darse uno cuenta, se van agudizando todos los sentidos. La falta de otra voz deja mucho tiempo para que los nuevos sonidos, por más sutiles que sean, se transformen en otro universo auditivo, portador de nuevos mensajes a interpretar. Sospecho que sus ojos, saltan desde la visión al infinito a la más cercana, cuando leen, escriben o reparan, pienso en cómo, por el rabillo pueden detectar algo que flota no habiéndolo “visto” directamente. Medito en el exquisito sentido del tacto, que no los abandona por más curtidas que estén sus manos e inmediatamente después de manipular con fuerza cualquier herramienta o laborear con los cabos, aún son capaces de discernir perfectamente entre un pétalo de cáscara de cebolla y unos pelos aceitados tomados desde el chupador de la bomba de sentina. El tacto es mágico, pero como no nos concentramos mucho en él, no lo percibimos. Sin embargo, nos permite discernir diversas texturas aún con guantes puestos.
El olfato bien podría estar absolutamente “desafinado” luego de meses de respirar el puro aire de mar, portador de la sal de la humedad ambiente. Sin embargo, detecta el sutil cambio de aroma cuando hay una lata de grasa cerca, aunque esté perfectamente tapada, o aquel otro que delata un calentamiento en el cablerío, o la cercanía de tierra cuando aún no se la ve. El gusto, que combinado con el olfato es vital a la hora del discernimiento en la alimentación o detectar una posible emulsión cuando sospechamos entrada de agua al aceite del motor.
De todos los sentidos del ser humano, hay uno que es el que me sigue sorprendiendo más que el resto, por la importancia que tiene para el navegante: la visión nocturna. Es cierto que infinidad de especies ven mejor que nosotros en esas condiciones de restricción lumínica y es justamente esa comparación, de la que salimos muy perdedores, lo que me hace agradecer y asombrar por la capacidad de discernir distintos tonos de negros dentro de un océano de una oscuridad de aparente mono cromatismo. Ese navegante “ve” -no sabe cómo- negros diversos, distingue una infinitesimal variación tonal de ese color que surge por la ausencia de luz, ese “no color”, que muy a tiempo lo impulsa súbitamente a cambiar el rumbo y salve su vida. Siempre me llamó la atención el gradual cambio de sensibilidades que, tarde o temprano, van mejorando la adaptación al medio del navegante de largo aliento.
Cuando regreso a tierra luego de un viaje largo, debo adaptarme nuevamente. El sentido que más me evidencia el cambio es el olfato. El mero respirar del aire de ciudad me sabe antihumanamente abrasivo. Tardo un par de semanas en “no oler” el aire nuevo. También el oído. Baja mucho la tolerancia al volumen de cualquier sonido. El otro sentido, que ni sé cómo nombrarlo porque no corresponde a los comunes cinco, es el sentido de “proximidad”. Me cuesta acostumbrarme a la cercanía del prójimo. Siento una constante invasión de mi “espacio aéreo”. Eso no ha desaparecido. Hace años que lo siento.
En una populosa urbe, es común el roce entre las personas, cuando no un empujón inocente. Me molesta pese a haber nacido y vivido toda mi existencia en grandes urbes. Por supuesto, racionalmente lo soporto, pero con un cierto grado de molestia. Cuando salgo del subte, luego de un viaje medianamente apretado o con poca movilidad, siento una auténtica liberación que me cambia el humor. Eso no me sucedía hasta hace unos 20 años, cuando comencé a navegar “largo”. Puedo entender que haya navegantes, solitarios o no, que se sientan incómodos en tierra. No necesariamente eso ha de ser síntoma de alguna “psico algo”. Simplemente los pienso, me pienso, como un instrumento musical común y corriente, como cualquier otro, pero afinado en otra tonalidad. Un saxo común está afinado en Si. Un saxo navegante puede estar afinado en Mar.
El Atlántico sigue siendo muy benevolente con nosotros y a las 16 hs. del 31 de marzo atracamos en el puerto de Las Palmas de Gran Canaria dando fin a una navegación realmente de placer en todo su recorrido. Como sucede siempre en este tipo de viajes, al principio somos todos desconocidos y pocas millas después ninguno quiere que nadie se vaya (y ninguno desea irse) porque parecemos amigos de toda la vida. Esta etapa finalizada ha sido fantástica.
Será una escala sumamente corta, una sola noche, por lo que deberemos apurarnos en seguir con las reparaciones necesarias de mantenimiento.
Este archipiélago está formado principalmente por las islas de Lanzarote, Tenerife, Gran Canaria, La Palma, Alegranza, Fuerteventura, Hierro y Gomera. Muy cercanas a la costa africana, estas islas gozan de uno de los mejores climas del mundo y han sido recalada de todas las expediciones españolas hacia América. Para ellas, las islas Canarias fueron el fin de Europa, el furgón de cola de ese tren milenario. Más allá de ellas…los mitos, las leyendas, los monstruos. La unánime incertidumbre y el ubicuo temor, solo derrotados por las diversas formas de la codicia, el mejor viento para los navegantes.
El puerto deportivo de Las Palmas de Gran Canaria tiene una ubicación estratégica para la navegación: es el último punto antes de atravesar el océano Atlántico. Allí se encuentran, entonces, centenares de veleros viajeros. Navegantes que se cruzan varias veces en la vida, bolsas de tripulantes, trueque, cambio de informaciones, mensajes, compraventa de sobrantes de a bordo, etc. Ese muelle es un verdadero mercado de la vida náutica mundial y última oportunidad donde hacer reparaciones, conseguir repuestos o tripulantes, dudosos las más de las veces.
Pero también es otra cosa. Es una irremplazable galería de arte. En las paredes de hormigón del largo muelle, los veleros que pasan suelen dibujar motivos relativos al barco o al viaje que están realizando. Todos son con mucho colorido e imaginación y tienen el valor de lo auténtico. Esas pinturas no son hechas por artistas. No son por encargo, ni por dinero. No se compran ni se venden. El autor no puede llevárselas. Nadie las cuida y nadie las daña. Jamás valdrán millones, sencillamente porque no tienen precio. En cambio, tiene un infinito valor, que sólo se manifiesta cuando un navegante –premiado por la vida- tiene la oportunidad de volver a ver el dibujo hecho años atrás, o el del barco del amigo que se tragaron las olas, o con sorpresa descubrir que el barco que compró había estado en este puerto años atrás…
El muelle deportivo del puerto de Palmas de Gran Canarias es una galería muy especial. No hay marchand, no hay remates, ni ladrones de arte. Tampoco hay falsificadores ni excéntricos millonarios que paguen fortunas por llevarse una obra a su colección privada. Jamás se organizó una “vernissage” ni creo que se realice alguna vez. No obstante, sí creo que una de las cosas más valiosas de esta colección quizá sea el hecho de que para admirarla hay sólo tres luces para iluminar las obras en exposición: la del sol, la de la luna, la del corazón.
Fue en esta importantísima galería de arte, que nuestro querido Andrea, como un semidiós siciliano, nos inmortalizó a todos, dejando pintado para siempre el paso de nuestro velero ¡Es un compromiso regresar para “vernos”! ¿O no?
Aproveché las instalaciones del puerto y fui a darme una más que merecida y necesitada ducha. Mientras caminaba por el muelle, dos mujeres de muy buen ver me paran y me preguntan -en italiano- si conocía la Adriática. Se los dije con precisión y ambas sonrisas fueron sobrado pago por la información. A mi regreso, limpio y perfumado, Filippo estaba haciendo la reunión pre-zarpe y me presenta como el segundo. La sorpresa fue mutua: ellas no sabían que yo estaba en la tripulación y yo ignoraba que eran… ¡Sardas! Se cumplía la profecía sobre ellas.
A la mañana siguiente zarpamos hacia Islas de Cabo Verde, a cumplir una misión específica, uno de los objetivos del viaje, como expliqué anteriormente. Teníamos unas 1100 millas por navegar, pero los vientos cumplieron una vez más: fueron excelentes. La temperatura iba subiendo paulatinamente y el sol casi nunca se iba. Estábamos orgullosos porque en este tramo del viaje íbamos a ganar dos “medallas” para todos y para el barco: cruzaríamos el trópico de Cáncer y además cumpliríamos un aniversario en millas.
El tiempo no podía ser mejor. Fueron maravillosas las guardias compartidas con Rómolo (alias Narcopolo) y Luca (Marcopolo, 007) en las noches que separaron Canarias de Cabo Verde. En algunas hablábamos sin parar y las 3 horas pasaban como una exhalación. Hubo una guardia en donde ni siquiera nos dijimos «buenas noches», nada. Comenzó a medianoche y ni una palabra en 3 horas. Sólo tres almas perdidas en la galaxia, hablando consigo mismas, sintiendo la pequeñez más sublime acompañada por un suave vaivén y el rumor tenue de la barca en su vagar por las aguas. Un rumor como de arroyo de montaña. Una brillante luna mordida por una opaca nube de delicados contornos de plata, rebotaba a cámara lenta sobre una de las crucetas bajas del palo. Cada rebote coincidía con una pequeña adrizada del barco y cuando escoraba nuevamente, el movimiento era tan suave que parecía que era la luna la que se elevaba… para caer suavemente otra vez. Por popa desparramábamos brillantes pero efímeras noctilucas. A la hora señalada llegaron nuestros relevos, pero yo no tomé el tren de las 3 y 10 a Yuma. Con semejante noche me quedé en el cockpit: Al final, sólo soy un cowboy de medianoche cualquiera.
Efectivamente, el 3 de abril brindamos con Filippo por nuestras primeras 10.000 millas navegadas juntos desde que nos conocemos y el 4 a las 10 de la mañana, cruzamos el Trópico de Cáncer con el cielo algo nublado. El 5, fiesta a bordo: cumple años Massimo, el cámara. Está cocinando “Piada Romagnola” per tutti. (Resultó exquisita y me pregunto si mañana, Massimo podría cumplir años otra vez).
La navegación sigue óptima y placentera, pese a que el barco se bambolea mucho pues vamos con un viento de popa muy suave hacia el Sur, buscando Cabo Verde. Eso confirma lo equivocado de la conocida frase “viento en popa” como sinónimo de que algo va bien. Se nota que el inventor de la misma no era marino. Debería haber dicho “viento por la aleta o al largo”. Apenas tenemos un promedio de 6,5 nudos, cuando antes de ayer hacíamos ¡9,5!
Al fin hubo un pequeño inconveniente a bordo: se rompió la camisa (funda) del cabo que iza la vela mayor (la driza). A Fil y a mí nos tuvo ocupados un lindo rato y lo solucionamos perfectamente. El barco sigue rolando mucho con viento franco. Dormir se hace difícil por tanto movimiento.
El 7 de marzo vemos tierra, y al fin llegamos a la Isla de San Vicente, en donde está la Capital de Cabo Verde, Mindelo. La entrada a la bahía en donde se halla Mindelo tiene una gran roca en el medio, con una peculiaridad: hay una rara construcción blanca, que sólo de cerca nos damos cuenta que es una casa con un largo camino de escaleras que corren entre dos paredes y llevan a la pequeña baliza que domina el lugar.
Cabo Verde es un archipiélago situado frente a las costas de Senegal, África. Cuando en el siglo XV los portugueses lo descubrieron éste se encontraba deshabitado y sin vestigios de ninguna presencia humana anterior a su llegada. Se establecieron en São Tiago, con la finalidad de utilizar la isla como un punto de suministro para el comercio de esclavos con Brasil y las Indias. Su naturaleza inhóspita nunca permitió a los portugueses el establecimiento de una colonia con una población creciente y siempre la pobreza dominó la vida de la colonia.
Su independencia definitiva la logra cuando en 1980 se separa de Guinea Bissau, pese a que ambos países ya eran independientes de Portugal desde 1975.
Luego de sucesivos fracasos económicos, quienes estuvieron en el poder perdieron la hegemonía política y el nuevo gobierno comenzó el desmantelamiento de la antigua economía propiciando un acercamiento a los países europeos. No obstante los cambios en la orientación económica, estos no han salvado a Cabo Verde de continuar dependiendo de la ayuda exterior, especialmente proveniente de la Comunidad Europea.
Dentro de esta ayuda destaca Italia, por eso ésta arribada de la Adriática a Cabo Verde es parte de los objetivos del viaje. A tal efecto, nos esperaban en la isla diferentes personalidades italianas, vinculadas directamente a la relación Ítalo-caboverdiana y a la ayuda solidaria.
A bordo sigue habiendo trabajo de todo tipo para hacer, especialmente con el cabo que iza la vela mayor, que si bien fue reparado sin problemas como ya comenté, ahora debíamos sacarlo íntegramente y colocarlo al revés, para que no se gaste en los mismos lugares. No desembarqué en Mindelo, pero sí lo hicieron otros integrantes de la tripulación.
Lejos de sentirme incómodo por haberme quedado a bordo (fue por propia voluntad), al estar el barco casi vacio aproveché para darme una maravillosa ducha y comer dos exquisitos sándwiches de jamón y queso. Hacía mucho viento y calor, clima que no me seduce para recorrer a pie calles que en cualquier momento y según de donde venga el viento, pueden transformarse en polvorientas.
Mientras los demás hacían compras de víveres en tierra, los que nos quedamos cumplíamos las tareas necesarias de mantenimiento.
Había un estricto plan para cumplir, vinculado al objetivo solidario del viaje, por eso a las 6 de la tarde zarpamos para nuestro principal destino dentro del archipiélago: la isla Fogo, en donde además de hallarse el volcán que hizo erupción en 1995, también encontramos otro: el Padre Ottavio.
La conexión entre las diferentes islas se realiza en embarcaciones de dudoso estado a las que alguno de nosotros juró no embarcar jamás, aunque haga erupción el volcán. No hay aeropuertos en estas islas de extrema pobreza, excepto en Mindelo y Sal. Nuestro viaje sería en la Adriática, pero cumpliendo una misión secundaria: Llevar un pasajero que había perdido la embarcación regular. De nacionalidad italiana, Don Pasquale se pasó toda la noche en cubierta, quizá lamentándose de habernos solicitado el traslado, porque el viaje fue un poco movido.
Luego de dejar el canal que nos separa de la Isla de Santo Antao, cayó el viento, pero quedó mar gruesa casi hasta nuestro destino. Esa noche de navegación rumbo a Fogo, Andrea cocinó unos calamares rellenos, siguiendo la secreta receta de su madre Giuseppina. Todos lo elogiaron. Fue condenado a Cadena Perpetua a bordo.
A las 10 de la mañana del 9 de marzo amarramos al muelle de la Isla Fogo. Nos aguardaba una comitiva aún mayor, pues en esta isla se halla lo que veníamos a ver: la obra quizá más importante del Padre Ottavio, el complejo hospitalario de San Felipe.
Dos camionetas nos esperaban en el muelle. Como en las documentales de televisión, uno de nosotros subió a la cabina y el resto, atrás, en la caja. Si hubiera estado Harrison Ford entre nosotros, bien podría haberse filmado alguna escena de En busca del arca perdida.
De la orden Capuchina, el Padre Ottavio hace dos décadas y media que ha arribado a este archipiélago y de la nada ha podido levantar el más moderno hospital que existe en el país. Alto, corpulento, de blanca barba, cuando me lo presentaron inmediatamente pensé en Ernest Hemingway. La engañosa suavidad de sus palabras oculta un espíritu indomable y el resultado estaba a la vista. Sólo alguien con mucha fuerza interior puede hacer lo que él hizo y mantiene.
Allá partimos. Poco o nada duró el pavimento y rápidamente los integrantes de la camioneta que seguía a la otra se dieron cuenta del error de haberse trepado a ella… La isla es seca, polvorienta, montañosa y ventosa. Predominan los colores ocres, propios de este tipo de paisaje. Sin embargo, ya desde cierta altura, cuando se ve el mar por sobre la calima, el espectáculo es imponente y de una belleza tan extraña como atrapante.
El escaso verde en la tierra nos habla de falta de agua, de mucho sacrificio para conseguirla y casi de no poder utilizarla en algo fundamental: el riego. El camino es amarillo, polvoriento. Una eterna nube de polvo persigue al vehículo de adelante y nos envuelve ensuciándonos de tierra que se pega a la ropa y al cuerpo. El cielo es claro, como todo el paisaje. El camino es duro y siempre en ascenso. Como tiene muchas curvas, a veces nos salvamos de la visita de la nube de polvo de adelante. Sostenemos nuestros sombreros.
Arribamos a una ruinosa finca que supo de mejores épocas. Su arquitectura, o lo que de ella queda, así lo demuestra. Un arco casi derruido que se mantiene en pie por error, hace las veces de puerta, aunque se puede entrar casi por cualquier lado a su terreno pues está libre de muros o alambres perimetrales.
Dos árboles muy raros custodian la puerta de la finca: dos ejemplares del baobab (1) o “árbol de la vida” por su capacidad de almacenar agua en el tronco. Su forma es más extraña que su nombre pues parece enterrado al revés, con la copa bajo tierra y las raíces al aire. Sus frutos son esféricos, del tamaño de una naranja. Su pulpa es blanca y se come.
Una señora de edad infinita y piel arrugada sostiene en brazos a una pequeña que nos mira con ojos de asombro. En este entorno, el Padre Ottavio (2) habla de su proyecto, de la isla, del futuro, de lo que han hecho y de lo que están haciendo. Como todas las luchas de pioneros, es una lucha desigual.
Continuamos nuestro viaje a la “perla” de su obra: el hospital de San Felipe. La isla de Fogo tiene 44 mil habitantes y este hospital es el más moderno del país y el único gratuito. Contra todo lo que uno se puede imaginar, no faltan equipos ni elementos sino médicos, enfermeras y personal idóneo para las diferentes funciones de mantenimiento. Los médicos que llegan son italianos que vienen en forma voluntaria, cuando pueden, y eso no puede garantizar una continuidad en las prestaciones. Es un tema a resolver.
La Adriática, cumpliendo con su plan solidario, ha entregado al Padre Ottavio una donación, producto de los aportes de los Turisti per Caso que han viajado con nosotros en calidad de invitados, sabiendo que esos dineros no van para el proyecto Darwin, sino enteramente para la obra de este Quijote italiano.
El hospital es de una planta y está enclavado en un lugar paradisíaco. Ser internado acá es un privilegio estético que sería la envidia de muchos hoteles del mundo.
Las instalaciones que hemos visitado están diseñadas para prestar servicio en todas las especialidades, incluyendo cirugías. El instrumental y equipo que hemos visto es de última generación, todos impecables, pero están tapados con cubiertas protectoras pues no se pueden utilizar por falta de personal idóneo, sea médicos o técnicos. Da sensación de frustración e impotencia ver todo este equipo listo a ser utilizado para cuidar o salvar vidas y que esta magna tarea no se pueda realizar por falta del elemento humano.
Además de las instalaciones propias del hospital, existen también unas hermosas casas para alojar a los médicos durante sus estadías en el hospital. El sitio en donde están construidas es algo sobrenatural por el manso paisaje que se puede apreciar desde ellas: mar e islas. No podía faltar una de las más sencillas pero hermosas capillas. Tras el altar, un inmenso vidrio permite que la inmensidad del mar también concurra a los oficios religiosos que se celebran.
Cabo Verde es una república pobre, carente de casi todo excepto de porvenir. Hoy depende de médicos extranjeros que puedan venir a ejercer la tan necesitada medicina, pero hay quienes piensan a futuro y ya comenzó la «revolución blanca» para obtener la independencia médica pues por primera vez en su historia de 5 siglos, hay dos estudiantes caboverdianos que en Portugal están estudiando medicina. En pocos años regresarán a comenzar una batalla silenciosa. No tengo dudas de que pasarán a la historia de su país como los primeros médicos nacidos en el archipiélago (3).
Esta nueva «ciudad de la salud» de la isla Fogo también cuenta con un mini leprosario, el cual fuimos a visitar. La lepra, antiguo azote en determinadas comarcas e islas, ya no existe y hoy sólo quedan dos pacientes que la han padecido. Ellos están perfectamente atendidos en su lugar dentro del hospital.
Salió repentinamente de una habitación y me dio la bienvenida levantando y moviendo su mano extendida. Su piel era muy oscura, surcada de profundas arrugas. Su mano estaba abierta, en la clásica señal de paz. Sólo quedaba la palma pequeña, como el centro de una flor a la que una tempestad hubiera arrancado sus pétalos; una palma clara con nervaduras oscuras como arroyos de ébano. Se sumaba a esta bienvenida una sonrisa cálida que alguna vez fue blanca pero hoy, carente de dientes, sólo son los gestos de los labios y una encía solitaria quienes me sugieren esa sonrisa vacía. Pero sus ojos… sus ojos… no tuvieron lepra, ni envejecieron, eran ojos de joven, ojos de alguien que siente, que sabe, que piensa y me dice que la lepra no le robó el alma a este anciano que me daba la bienvenida a un hospital de una ínfima isla perdida en la mitad de la nada. Apenas, una verruga del mar, inundada de vida.
Hemos sido invitados gentilmente a compartir un almuerzo en el hospital con el Padre Ottavio y sus colaboradores en la obra. Comida muy frugal. El primer plato fue una especie de polenta, pero con grano de maíz molido grueso, mezclada con habas. El segundo plato fue a base de un pescado de la isla, de complicado nombre que cometí el error de no anotar, acompañado de plátanos y arroz. El vino blanco también es producto local y muy rico, por cierto.
Antes de servir el inmenso pescado, vinieron dos niños pequeños a mostrárnoslo. Cada uno de ellos sostenía el extremo de una vara de cuyo centro, como escamados péndulos de plata colgaban los peces recién capturados, quizá para nosotros. Uno de los niños era más alto que el otro. Juntos no sumaban 15 años y competían en delgadez y tristeza en sus miradas. Especialmente el más pequeño. Sus ojos eran dos embudos a través de los cuales su alma se llenaba de desesperanza. Miraban siempre hacia abajo y muy de vez en cuando se atrevían a ver hacia adelante. No pude aguantar esas miradas y mis ojos aflojaron. Silvia, sentada a mi lado en la mesa, se dio cuenta. Me dijo algo en italiano que no entendí, pero creo que sí, mientras compartía parte de mi pena con una caricia en mi hombro. A años de este episodio, veo de vez en cuando a esos chicos -hoy sin rostro-trayéndonos el pescado caminando lento y mirando hacia abajo, como disculpándose por haber nacido.
Regresamos al puerto y excepto Filippo y yo los demás fueron a conocer el volcán, planeando pasar allí la noche. Nunca habíamos pasado la noche en un volcán y realmente nos hubiera gustado ir, pero nuestro objetivo era otro y aún quedaba mucho por recorrer con el barco y para pedirle a la Adriática que nos cuide, nosotros debemos cuidar de ella haciendo ciertos trabajos a bordo en forma permanente.
Estos trabajos, algunos de mantenimiento y otros de reparación menor, estaban interrumpidos permanentemente por la clásica llamada desde el muelle: «aló… capitén«. Eran personas que venían a pedir comida. A veces hacían ordenada y silenciosa cola, no importando que el anterior se fuera con las manos vacías, a su turno todos llegaban, respetuosos, al cantil de muelle a medio metro del barco.
Luego, cuando vieron que conseguir comida no era posible, pidieron ropa que no usáramos. Algunos de ellos recibieron, pero, como con la comida, tampoco hubo para todos. A veces, quienes no recibían ni lo uno ni lo otro, sencillamente se sentaban en el muelle. A esperar. Sólo nos miraban en silencio… Bueno, “en silencio» es sólo un decir, pues ese «silencio» era un verdadero grito para quien se atreviera a escuchar. Para mí era un silencio ensordecedor.
Por la noche, luego de terminado el trabajo, Filippo se fue a cenar y yo me derrumbé de sueño. A la mañana siguiente, llegaron todos de la excursión al volcán. Estaban destrozados de cansancio y de raspaduras por todo el cuerpo, producidas por las pequeñas piedras por donde se deslizaban para bajar. Las anécdotas eran interminables y las fotos también.
A media tarde, luego de calmados los ánimos que bullían al llegar de la excursión, zarpamos hacia la Isla Santiago, última escala del velero en este archipiélago de contrastes, este collar de cuentas de pobreza enhebrado por un hilo de hambre. Esta escala era muy especial para nosotros, pues era la última de «este» lado del Atlántico. Después de ella nos aguardaba el tan esperado cruce oceánico, una de las etapas «top» del viaje. Mañana se van todos y ya se nota en las caras.
A poco de zarpar hacia la isla Santiago, desapareció la calma casi total debido a que la isla de Fogo estaba parándonos el viento y entonces pasamos a 30 nudos en menos de 30 segundos. ¡¡¡Qué baile!!! Toda la maniobra de tomar rizos y establecer la trinquetilla fue hecha de noche, bajo la luz de la botavara. Mucha escora, muy mojado… pero ¡muy hermoso! Recuerdo una ola que me pasó por arriba, otra me derrumbó y su reflujo me arrastró. Aunque tenía colocado mi arnés de seguridad, el “cordón umbilical” era largo, por lo que mi buen par de metros los hice contra mi voluntad hacia la borda. Por suerte los gruesos candeleros soldados y los guardamancebos me “pescaron”, como un atrapasueños. Han guardado al mancebo.
Por: Ricardo Cufré, Escritor y Navegante.
Notas al pie:
1. En portugués se los llama “Embodeiro”, en creole de Cabo Verde se los conoce como Kalbisera, nombre que viene del portugués de Brasil “Calabaseira”. Es el más sagrado de los árboles del África Occidental. Por esa razón no se los corta y alcanzan grandes tamaños y edad. El más antiguo que se conoce tiene un tronco de 13,5 metros de diámetro y 3000 años. Se halla en África del Sur. Sus flores son blancas y las polinizan los murciélagos. La corteza se utiliza con fines medicinales pues es rica en calcio y vitaminas.
2. Para mayor información sobre la obra del Padre Ottavio ingresar en: https://bit.ly/35bBFje
3. Dado que este relato tiene unos años aunque sea la primera vez que se edita, es de suponer que ya estos dos médicos estén brindando su imprescindible servicio a los caboverdianos.
Por: Redacción