
A la mañana del 11 de abril llegamos al Puerto da Praia, de madrugada, y tuvimos que esperar para entrar. Todos habían preparado sus bolsos. Otra vez las despedidas. Otra vez las promesas (¡algunas se cumplieron!). También hoy sucederá algo muy significativo: cambiamos de carta náutica y ya no usaremos más las Guías IMRAY. Ahora, sólo cartas de gran escala y plotter: el Atlántico nos espera ¡Esto es avanzar!
Nuevamente nuestro calado nos juega una mala pasada y la Autoridad Portuaria nos obliga a ir a otro muelle, donde la resaca es un verdadero problema. El barco se mueve mucho, pero no tenemos alternativa. Horas pendientes de las amarras, calibrándolas permanentemente sin resultado seguro. Además, al muelle llegan “expertos locales” cada 10 minutos que nos llenan de consejos en portugués y luego… ¡Pretenden cobrar!
Todos son capitanes, todos cruzaron el océano miles de veces… todos son genios del mar. Uno de ellos tiene una persistencia apostólica. Un tesón que estimo supera al del Padre Ottavio. Es absolutamente in-so-por-ta-ble. Nos habla en portugués permanentemente, dándonos instrucciones de lo que debemos hacer y preguntándonos cuánto le vamos a pagar. No para de dirigirnos y muy autoritariamente. Lo bauticé «von Karajan»
A este muelle de hormigón atracan los barcos que traen y llevan pasajeros y carga. Son ferris de un aspecto sospechoso, pero flotan y se mueven. También en este muelle uno halla cosas, si observa. Y observo que un hombre se acerca varias veces al barco, en el mismo día. Pide lo que sea, cualquier cosa. Como no le entiendo bien, le pido que me aclare y me dice que le dé lo que sea, cualquier cosa le viene bien. Le doy un par de zapatillas que me sobran, una camiseta y unas manzanas que se come instantáneamente. Desaparece.

A la hora regresa a pedir más, de lo que sea. No le doy. Regresa una y otra vez. Como yo estoy con mi atención en el trabajo, no percibo de dónde viene, sino que lo veo llegar siempre de la misma dirección, que no es la de tierra. En una de las tantas veces que se va, lo sigo con la mirada para ver a dónde se dirige. Camina hacia un pequeño contenedor de barco (uno de 20 pies) que tiene una puerta medio abierta. Sale una nenita a recibirlo y me doy cuenta de que acaba de llegar a ¡su casa! Vive en el muelle, con su familia, a unos 100 metros de nosotros y dentro de un oxidado contenedor de chapa, sin orificios. Casi me desmorono, pero comparando cómo viven otros en la isla, este hombre tiene suerte. Y mucha. Llueve y no se moja, no se inunda a su alrededor, no se forma barro y además puede mendigar en todos los barcos, todos los días. En la miseria más absoluta, parece que también hay más y menos afortunados, clases sociales…
En cierta oportunidad vino la Autoridad Portuaria. Muy amables. Tuvimos a bordo una grata charla en donde nos dieron algunas indicaciones generales y nos avisaron que por la noche llegaba el ferry grande, por lo que debíamos sacar la trappa para que pudiera entrar y salir a su lugar de amarre que, justamente, comenzaba a dos metros de nuestra proa.
Repetiré que la trappa es un ancla que en vez de por proa, se fondea por el costado del barco opuesto al muelle, lejos y sirve para que éste pueda separar del muelle evitando golpearse. La maniobra, si bien sencilla, es bastante incómoda pues requiere de bajar el bote auxiliar, cargar una pesada ancla con un grueso cabo fijado en ella y adujado («enrollado») en el bote y el otro extremo fijo en el barco. Cuando se llega con el bote al lugar en donde se considera correcto, se deja caer el ancla y desde el barco se comienza a recuperar cabo, hasta que queda tirante y el barco comienza a separarse del muelle, que era el efecto buscado. Por supuesto, uno no hace esta maniobra para sacarla a los 20 minutos… Sin embargo, esa noche, temprano, debíamos izarla pues entraba el ferri y nosotros, con el cabo de esa ancla, le cruzábamos el camino. Peor suerte no podíamos tener ¡Todos los días habría que levantar el ancla y luego volverla a fondear!
Mandamos al bote para izar el ancla, como hicimos otras veces sin problemas., pero esta vez, no era «otras veces» y hubo problema: no se podía izar. Andrea quedó exhausto del esfuerzo. Un marinero local, del muelle, fornido y educado, se ofreció a sacarla pues él -dijo- “tenía su técnica”. Convinimos el precio ANTES de que hiciera nada y se fue con su bote al lugar del trabajo. Durante media hora intentó de todo. No sé en qué consistía su técnica secreta pues hizo lo mismo que hizo Andrea, pero el resultado fue que tuvo que admitir que no podía. Herido en su orgullo, ofreció nuevos intentos pues ya caía el sol y el ferry llegaría de un momento a otro. Como no perdíamos nada, le dijimos que lo intente. Siguió trabajando con verdadero esfuerzo, pero nada. Derrotado, se fue sin reclamar un sólo euro, como correspondía según lo pactado.
Ya era de noche y habíamos hablado con Filippo de varias seudo soluciones para poder liberar el camino al ferri, pero ninguna nos convencía. De repente me vino la idea, que de sencilla daba vergüenza no haberlo pensado antes: en vez de sacarlo ¡lo hundimos! A Filippo le gustó y pusimos manos a la obra. Deslizamos por el cabo dos o tres plomos de buzo y los dejamos colgados a diferentes distancias. Acto seguido aflojamos el cabo del ancla y se hundió rápidamente. Rogamos porque la turbulencia de la hélice del ferri no lo levantara del lecho del puerto, pero no lo creímos posible porque el ferry entraba lento y había profundidad. La prueba de fuego estaba cerca.
A las 22 hs. arriba el barco. Estaba convencido que todo iba a salir bien. Era una buena idea, sin embargo, previendo lo peor, habíamos puesto todo el cabo del ancla en el agua, atado al barco solamente por un cabo muy finito, por si acaso el ferry la enrollaba con su hélice y comenzaba a jalar de ella. Podría ser un terrible accidente a bordo. Si eso sucedía, que se le enrolle al ferri y después llamamos un buzo y veremos cómo sigue la historia, pero a la Adriática, y a la gente la cuidamos.
Llega el transporte. Lento, Fil y yo sabíamos perfectamente dónde estaba nuestro cabo bajo el agua. Comienza a pasar la proa por encima de él, luego el través… No respiré cuando la popa estaba justo arriba del cabo. Miré la soga finita, que colgaba de la borda del velero, para ver si se tensaba y se arrancaba. Pasó la popa. Pasa la estela burbujeante de aguas turbulentas. Nada.
¡Un éxito!
Filippo sólo sonrió y dijo «bien». Yo tenía una satisfacción tan grande que hubiera hecho una fiesta para 400 personas (pagada por Filippo) e invitado al Embajador Italiano en Cabo Verde. De haberse enrollado la soga en las hélices del ferri…. serían impensables las consecuencias. Habíamos evitado obstruir la maniobra del ferri, pero el verdadero problema no estaba resuelto: cómo sacar la trappa para poder zarpar nosotros. Pero eso… es otra historia.
Debido al constante mar de fondo de ese muelle, con la trappa suelta, la Adriática roza mucho con las defensas en el muelle y tira de sus amarras. Como podemos cortar alguna (especialmente las viejas), las reforzamos. Adentro se está algo incómodo pues el movimiento tiene las tres virtudes: Es corto, repetido y brusco.
Luego de una rica tortilla de cena, Silvia Ojos, Annalisa Sonrisa, Roberto y Andrea juegan a las cartas. Luego de su café, Filippo pone cara de sabio y hace como que piensa en nuestro mañana y yo… lavo todo. ¡No hay justicia en este barco! Para equilibrar las cosas, me doy una hermosa ducha antes de ir a dormir, pero antes, se rompe una amarra de las de popa por la acción del movimiento brusco del barco. La cambio por otra. Casi son las 23 horas. En el tiempo en que repuse la amarra vinieron tres caboverdianos a pedir cosas: alimentos, zapatillas y una manta. (Parece que las manzanas y las zapatillas fueron comentadas).
A la mañana siguiente hacemos el recuento de los daños: más amarras rotas, un resorte de amortiguación roto y otro estirado, una defensa pinchada, una de las nuevas defensas también rota; 60 cm. de tapa de regala astillado con su brazola de hierro doblada y un rayón negro en el casco. Una noche llena de ruidos de cabos estirándose y contrayéndose. Una noche realmente mala.
Los tripulantes que debían venir no han llegado aún. Parece que han perdido sus valijas en la isla de Sal. Ya que tenemos que esperar obligatoriamente, aprovecharemos para seguir haciendo tareas de mantenimiento (2). Cambiaremos la primera mano de rizos y arreglaremos el cabrestante. Nos avisan que esta noche llegan todos, pero sin equipaje.
Cuando un barco, en un viaje de largo aliento, llega a un puerto, son innumerables los problemas y detalles a resolver. En nuestro caso, se sumaban todos los que podrían tener quienes llegaban o se iban. Algunos de ellos pueden resolverlo la tripulación. Otros, no importa su gravedad, sólo se resuelven con ayuda de alguien que conozca ese puerto o tenga contactos.
Esa ayuda, para nosotros se llamó Antonio Pinas, Capitán del Puerto da Praia, en isla Santiago. Sumamente amable, nos fue resolviendo todo problema de papeles, compra de algunos repuestos, comunicación. Con Filippo hemos sido circunstanciales huéspedes en su casa, conocimos a su familia. Ha sido nuestro taxista privado y además hemos recorrido algo de la isla teniéndolo como guía. Nuestro sincero agradecimiento desde estas páginas.
Al final, llegó el momento del desembarco. Annalisa, Silvia, Roberto (su prometido entonces y actual esposo en momentos en que esto escribo), Luca, Gianluca y Rómolo (quién luego regresaría a bordo en otra etapa). Todos queridos amigos que nos dejan. ¿Nos volveremos a ver alguna vez? Se fueron caminando lentamente por el ancho muelle de cemento, entonando nuestro himno:
“Questa barca é un casino,
senza Mirto e Pecorino.
Ma se Pecorino non habbiamo,
¡Parmigiano noi mangiamo!”
(Esta barca es un desbole,
sin mirto y pecorino
pero si pecorino no tenemos,
comemos parmiggiano)
Cruce del Atlántico
Al mediodía del 13 de abril comenzó una de las etapas más esperadas de todo el proyecto. Eran de la nueva tripulación, Gianfranco Riccioni (pescador), Cristiana Monina (regatista), Rolando Ravello (actor), Massimo Tonti (cámara), Andrea Sorricaro (cámara) y la tripulación, los tres de siempre: Filippo, Andrea y yo.
Cabe destacar que Gianfranco es un excelente pescador y nos prometió un atún casi todos los días. Poseía un equipo completo para cumplir con su misión, la que llevó a cabo con verdadero tesón e invirtió muchas horas diarias para darnos ese bendito atún. Podría decirse que estuvo de «guardia de caña» constante.
Debíamos ir de Cabo Verde a la isla caribeña de Guadeloupe, distante unas 2200 millas. En este trayecto no hallaríamos más que agua y cielo. Filippo había estimado conservadoramente que esta etapa no debería durar más de 15 días y medio, a una velocidad promedio de 6 nudos, lo cual -al menos en teoría- debería ser fácilmente lograble por la Adriática teniendo en cuenta la dirección e intensidad de los vientos reinantes: los célebres alisios, los vientos de Colón y quienes vinieron después a las Américas.
Estos vientos, junto a la estrella Polar, han jugado un papel protagónico imprescindible en la historia occidental. Ambos han facilitado el camino a toda la conquista de América por las flotas europeas. Estos vientos, mirados «desde arriba», son un verdadero carrusel que gira en el sentido de las agujas del reloj, teniendo como centro de giro al Atlántico de latitud media. La parte inferior de este carrusel, los alisios “inferiores», corren de Europa hacia América describiendo un amplio arco con su panza hacia abajo, y los alisios de arriba o «superiores», regresan de América hacia Europa describiendo el arco opuesto. Esta gran rueda ovalada o circulación de vientos aseguró (y espero que nos lo asegure a nosotros también) que los barcos de los conquistadores pudieran ir y volver, como una inmensa cadena transportadora cuyos eslabones fueron los navíos.
Dado el desarrollo tecnológico de los barcos utilizados en esas épocas, sus velas no les permitían avanzar más o menos contra el viento como lo hacen los veleros modernos. Las antiguas naves tenían velas cuadradas (en general) y para avanzar debían recibir el viento por «atrás» del barco. Los alisios inferiores, entonces, las empujaban hacia América. De la misma forma los alisios superiores las empujaban hacia Europa, garantizando el regreso por «arriba» -más al norte- de la ruta ya utilizada.
La primera conclusión que se saca es que si para ir de Europa a América hay que ir por «abajo», esto es cerca del Ecuador, el clima sería mucho más benigno que para regresar. Y así es. De hecho, los regresos a Europa son mucho más duros, fríos y sin sol, que los viajes de ida a América. Resumiendo, el viaje de Europa a Europa con escala en América, «ida y vuelta», es una larga cena que comienza por el postre. Y exactamente esto, es lo que esperábamos de nuestro cruce atlántico, un verdadero postre, como para equilibrar las penas pasadas en el ya lejano Mare Nostrum.
Dejamos al fin la isla Santiago. Al tercer día de viaje perfecto ya estábamos acostumbrados a ello (¡qué rápido se acostumbra el ser humano a la comodidad!). Los alisios cumplían perfectamente su papel de llevarnos rápida y confortablemente.

Sobraba el sol y la temperatura era agradable durante el día y algo más fría por la noche, pero con un abrigo liviano se solucionaba todo. Las guardias se sucedían placenteras. Todos cumplíamos nuestros trabajos sin los esfuerzos ni contratiempos derivados de la mala mar. Quienes tenían la misión de filmar todo, lo hacían sin problemas de luz, ni pronunciadas escoras que podrían poner en riesgo sus vidas cuando trabajaban en lugares o posiciones corporales exigidas.
Las rutinas diarias funcionaban como un reloj suizo, excepto una: la pesca. Hoy, 16 de abril, tercer día de navegación, se “nos” escapaba el quinto atún consecutivo. Gianfranco tiene el carácter del pescador típico, tranquilo, paciente, de poca habla, pensativo, capaz de esperar horas mirando hacia la nada por popa. Parece ser que todas estas virtudes le serán exigidas al máximo por la UIPA. (Unión Internacional de Peces Atlánticos).
Sin duda queríamos comer pescado fresco y ese deseo generaba que todos estuviéramos atentos a la alarma característica del reel cuando pica el pez. De hecho, cuando sonaba sólo un poquito, al instante morían las conversaciones del cockpit, se miraba la caña, se tenía una actitud expectante y se deseaba que el zumbido característico se repitiera más fuerte y de corrido.
Cuando esto no sucedía siempre había algún gesto de tenue desagrado o frustración. Pero cuando la alarma realmente aparecía clara, fuerte y duradera, acompañada de sacudones en la punta de la caña que nada tenían que ver con los normales movimientos acompasados del barco, entonces se generaba una verdadera carrera hacia popa, acompañada de un alegre griterío.
Gianfra tomaba la caña, y los demás, automáticamente iban en busca de balde, cuchillo, gancho, trapos, tablas para cortar, máquinas de fotos, filmadoras. Aparecía el cameraman, haciendo gala de una habilidad sublime caminando lo más rápido posible con un ojo en el visor de la cámara y el otro en la cubierta, para no tropezarse y caer. Realmente se armaba un instantáneo «zafarrancho de captura», muy divertido.
El nivel de adrenalina subía hasta las crucetas. ¡Fila escotaaaaas! y las velas perdían tensión, así el barco disminuía de velocidad. Se buscaba con esto evitar que el anzuelo rompiera la boca del pez y éste escapara. Todo este aquelarre en la cubierta de popa se multiplicaba por dos cuando sucedía de noche pues todo era más complicado y además se requería de la luz de linternas y reflectores para filmar. Pero se hacía muy divertidamente.
Comenzaba la eterna lucha del sabio pescador contra la presa en su elemento. Vuelta a vuelta, la manivela del gran reel iba girando desacompasadamente trayendo poco a poco, centímetro a centímetro, al pez que se debatía con fuerza. Los minutos de batalla pasaban lentos, entre gritos de todos alentando a Gianfranco. Un exquisito carpaccio o buenos trozos de suave pescado blanco al horno sabiamente aderezados por los genios de la cocina que teníamos a bordo era una imagen que sin duda estaba en todas nuestras cabezas mientras Gianfranco peleaba por hacerla real. Luego de minutos de lucha se cortaba el hilo, o se aflojaba la tensión y sólo aparecía el anzuelo pelado, con el cebo de calamar de plástico con sus tentáculos emergía colgando comidos hasta la mitad.
Al principio las reacciones fueron de pena, pero con resignación, Luego, cuando la misma escena se repetía una y otra vez, ya menos gente acudía al encuentro en popa (como en el cuento del lobo y el pastor). Ahora, cada vez que se le escapaba un pez, Gianfra era el centro de todas las cargadas y risas nuestras. Yo creo que de noche Gianfra soñaba con miles de peces que se le mataban de la risa mirándolo pescar…
Por las mañanas, antes de los buenos días, a Gianfranco se le preguntaba: – Y ¿Tenemos atún hoy o no tenemos? Y el pobre refunfuñaba alguna respuesta misteriosa, algún intento de explicar la cadena de fracasos. Pero lo seguía intentando. Siempre. A toda hora del día. Era una pelea personal contra el pez y éste la venía ganando. La posibilidad de cruzar todo un señor océano sin pescar nada ya aparecía en el horizonte como una negra nube.
Los días se sucedían con mucha más gloria que pena. La música era otra tripulante más y en los atardeceres, Norah Jones era nuestra cantante oficial, transportando nuestras almas al lugar que ellas desearan. Comencé la serie de baños de mar, con el arnés de seguridad. La popa de la Adriática se transformó en una sala pública de duchas. Alguien nos tiraba baldes de agua de mar, nos enjabonábamos, luego más baldes de agua y terminábamos con una verdadera ducha de agua dulce para sacarnos la sal. Maravilloso. Bañarse mientras se toma sol, mirando ese azul profundo y el cielo limpio casi sin nubes es un placer de dioses. Mi ejemplo fue imitado por la Monina, y luego otros. Si este viaje hubiera sido eterno, creo que nadie se hubiera preocupado mucho.
Los ánimos de todos estaban inmejorables. Inclusive Rolando (alias Nosferatu) (1), el actor luego de un par de primeros días con mal de mar, casi casi se recompuso del todo y perdió el color blanco nacarado de su cara para adoptar el blanco nube, una décima más normal. La Monina comienza con sus ejercicios físicos y nos insiste en acompañarla, argumentando las sanas ventajas que proporciona la práctica regular de gimnasia. Sólo dos de nosotros le hacemos caso, pero por una vez. Yo cumplo estoicamente toda la primera sesión, para concluir una vez más que la gimnasia por obligación me aburre olímpicamente. (Además, estoy adelgazando rápidamente con sólo seguir la exquisita dieta de a bordo y cumplir con mis funciones). Lo lamento por la Monina pues se quedó sin público. No hubo segunda sesión para nadie, pues ella tampoco continuó.
Todos teníamos tareas. Algunos lavaban ropa aprovechando el excepcional tiempo. A veces, la barca parecía un campamento gitano con metros y metros de ropa colgada de los «alambres» de las bandas.

Yo me dediqué a comenzar la reparación del tramo de madera de teka de la borda que se había roto en Puerto da Praia, Cabo Verde. La idea era dejar el trabajo listo para que al llegar al caribe, hallar un trozo de madera de teka, darle la forma correspondiente e instalarlo nuevamente en su lugar, finalizando la reparación. Lo que en realidad sucedió fue que luego de una inspección más profunda había mucho más daño de los que se creyó en un primer momento, y de los 60 cm. originales resultaron 2.20 m. Tenía mucho trabajo por delante, pero sería un placer hacerlo.
Llegó la Pascua a bordo y hubo buen vino, un Faustino VII, un huevo gigante (en su interior había un hermoso cinturón de cuero negro que fue reglo para el capitán) y la típica «Coloma de Pascua», una costumbre totalmente nueva para mí, pues en Argentina no la conocemos. Nuestra torta especial de Pascua es la Rosca de Pascua, que es un anillo inmenso, de pasta dulce con crema amarilla, azúcar y frutas por arriba. Muy rica. Luego, todo fue muy generosamente regado con ron «Capitán Morgan», de Jamaica. (Me puse a pensar en el curioso destino de esa botella. Zarpó de Jamaica para nuevamente cruzar a vela el mismo mar, de regreso a su Caribe natal).

Para el día 18 de abril, casi no había viento y el hermoso promedio de velocidad que llevábamos empezó a bajar. Comenzaron las comprensibles preguntas de quienes sacaron ticket de regreso en avión con fecha casi igual a la estimada de nuestro arribo. Aún estamos a tiempo, pero si las actuales condiciones de poco o nada de viento permanecen, el margen de ventaja que tenemos desaparece y entonces será posible que el avión se pierda. Aún faltan 8 días y hoy… tampoco hubo atún.
En mi guardia de la noche del 19 sucedió algo a favor de quienes necesitan llegar rápido: recibimos viento de nuevo y tuve que despertar a casi todos para arriar la Peperona y establecer Genoa, pues el viento había subido a 18 nudos. La Adriática comenzaba a navegar rápido nuevamente. Si seguimos así, en 6 días llegamos, uno antes de la partida del avión.
Comemos pasta todos los días. Lejos de cansarme, para mí es la dieta perfecta. Así como los argentinos nacimos para el asado, los italianos lo han hecho para las pastas. Son unos genios cocinándolas de mil formas diferentes.
Pasan los días sin mal tiempo, sin retrasos y sin atunes. Hoy, 20 de abril, recibimos el primer chubasco y vimos un arco iris. Aún falta, pero comienzan tenuemente los cambios de clima. Faltan 966 millas y si las condiciones continúan así, el avión del 26 no se perderá. Comienzan a llegar más chubascos, pero por la noche. Comparto mis guardias con Macio y realmente la pasamos muy bien, hablando de astronomía, historia de la navegación y temas afines.
Todas las noches a las 00:00 hora de Greenwich hablo por radio con nuestro tripulante externo, el indispensable Vasco, un radio aficionado que monta guardia en el Servicio Auxiliar de Radioaficionados de la Armada Argentina. Hace años que nos conocemos por radio y cuando hago navegaciones largas, siempre lo «llevo en mi bolso». Todas las noches nos pasa el informe meteo, el cual cotejamos con los que tenemos. Ojalá, cuando estemos en el Puerto de Mar del Plata, Argentina, podamos encontrarnos. Ya todos están habituados a mi voz llamándolo: «Vasco.. Vasco.. ¿estás ahí?». Gracias al Vasco (Miguel Urbieta) he podido conseguir y confirmar que en la Base Naval de los Submarinos de Mar del Plata, nos esperaban sin problemas. Otra vez, nuestros 4 metros de calado nos jugaron una mala pasada y tuve que acudir a la gentileza de la Armada Argentina, quien generosamente se puso a nuestra disposición sin más trámite que solicitarlo.
Código «M»
A decir verdad, no todo era paradisíaco a bordo. Hubo un problema constante que nos incomodó bastante, pero que felizmente absolutamente todos sobrellevamos sin problema alguno. Me refiero al sistema sanitario del barco, las aguas negras.
Un buen día, las aguas negras (que tienen su correcto sistema que cumple las normas vigentes de protección medioambiental) decidieron salir de su oscuro escondite natural y emerger llenando los w.c., como un pozo de calmo petróleo.

El aroma era bastante molesto, pero dadas las circunstancias de que aún faltaban varios días de navegación, se tornaba poco menos que en hedor insoportable. Y si agregamos el balanceo natural de la barca, la posibilidad de que se derramase dentro del piso del baño era catastróficamente elevada. Sin entrar en oscuros detalles, ni en explicaciones técnicas del por qué, la solución momentánea era vaciarlos y, siempre cumpliendo las disposiciones, arrojar los líquidos al mar. Ya habría oportunidad de realizar la reparación completa y correcta que era imposible hacer en navegación o en alguna de las cortas escalas habidas y por haber. Se requería de una estadía larga en puerto y repuestos que no había en cualquier lado.
Nuevamente nuestro galáctico robot Arturito nos salvó la vida: era capaz de aspirar líquidos. Y así fuimos vaciando los 3 w.c. de popa cada vez que fue necesario, o sea… cada día un par de veces. La maniobra era absolutamente de precisión y el menor error causaría derrames cuyo perfume sería imposible de anular en el corto plazo y eso luego de un trabajo infernal de limpieza. Se debía aspirar el líquido y luego transportar a Arturito desde los baños hasta la borda, sobre la cubierta del barco.
Ese traslado no era nada sencillo debido al peso de Arturito (unos 30 kilos debido a la capacidad de almacenaje), la inercia que el irregular movimiento del barco le daba, la trayectoria que tenía pasajes estrechos, escalera, cockpit, y la nada libre cubierta. Por otra parte, el contenedor del líquido sólo tenía dos trabas que lo mantenía unido a su tapa y sólo se lo podía agarrar de ésta. Si fallaba alguna de las trabas… nos transformaríamos en un barco contaminado por décadas, un Chernóbil fecalactivo a la deriva…
La maniobra general, humorísticamente bautizada «Código M” por razones más que obvias, tenía dos momentos de máximo peligro: el del transporte del líquido y el de apertura de Arturito para su vaciado al mar. Este último tenía, además, la peculiaridad de que todo se exponía a la vista de quien se atreviera a mirar. El pobre de nosotros que vertía el contenido al mar no tenía opción, por lo que elegimos ente los estómagos más duros para hacer este trabajo. El viento agregaba un factor de riesgo que siempre había que tener en cuenta.
Con orgullo debo decir que todos los Código M fueron realizados con la precisión necesaria y no sólo jamás hemos derramado una sola gota, sino que hasta los ejecutábamos con humor, haciendo alegres comentarios ad hoc.
El relámpago de Zeus
El 24 de abril seguíamos sin atún. Gianfra había perdido toda credibilidad como pescador y estoicamente se aguantaba nuestros filosos comentarios. Cada vez que la alarma del reel se activaba porque aparentemente un pez había picado, sólo él corría a la caña para recomenzar una batalla perdida. Debo reconocerle su constancia. Pese a que hoy tampoco hubo atún y ya eran 12 las presas perdidas, lo sucedido a continuación merece ser narrado porque es realmente increíble.
La navegación era muy tranquila. De repente, el silencio del mar se desgarra con el ya tradicional sonido continuo del crrrrrrrr de la alarma. Nadie se inmutó excepto Gianfra. Mientras se acercaba a la caña la alarma no sólo continuaba sonando, sino que aumentaba su tono haciéndose más aguda. Eso sólo significa una cosa: un pez grande que tiene mucha fuerza y tira mucho del cordel. Todos paramos la oreja en un automático acto de atención. Para cuando Gianfra, excitado, agarra la caña, el sonido de la alarma era casi un sirena aguda y continua, casi una ambulancia en urgencias.
Ya todos estábamos pendientes y algunos se acercaban. Gianfranco comienza a pelearle al pez y enseguida nos dimos cuenta de que, esta vez, era algo especialmente grande y lo más importante… ¡estaba bien enganchado! Apareció la perdida adrenalina otra vez y todo el mundo corrió a buscar cámaras de foto, de vídeo, luces (era casi el atardecer), cuchillo, garfio, tabla de madera, fuentes, baldes, trapos, etc.
Gianfra seguía en la lucha y poco a poco, las tímidas sugerencias del «público» se tornaron frenéticos gritos de aliento al pescador: «¡Vamos Gianfra!!! ¡Usted puede! ¡Grande Maestro! ¡Fuerza Gianfranco, no se rinda! Y el oportunista y falso: ¡Ah… sabíamos que no nos ibas a fallar Gianfra!». Pasan largo minutos de tira y afloje. Apelando a toda su arte, Gianfranco cobraba, largaba cordel y volvía a cobrar. Manejaba su caña como un samurái su katana. Un espectáculo de lucha digno de Hemingway. («El Gianfra y el mar»).
El pez era grande sin duda. De vez en cuando nuestros gritos de asombro delataban que había saltado del agua, dando una espectacular voltereta. Al fin, se fue cansando, y Gianfra lo fue trayendo poco a poco hasta la popa del velero. El azul transparente permitía verlo, se movía, pero ya sin fuerzas, estaba entregado.
Filippo agarra el garfio y, como tantas inútiles veces anteriores, pasa a la popa y baja el escalón. Queda a 20 cm. del agua, gancho en mano listo a dar el golpe. El pez sigue acercándose y Fil, agarrado a un candelero con una mano y el gancho en la otra, se inclina para ensartarlo y traerlo fuera del agua. Un metro… setenta centímetros sólo separaban al pez del espejo invertido de la Adriática. Gianfra seguía enrollando cordel, su brazo cansado no daba más, pero no se rendía. ¡Medio metro! El pez se agitaba pero era tarde, ya no se escaparía, estaba bien enganchado. ¡Treinta centímetros de vida le quedaban al pez! A veces, su cola emergía como saludando al mar, despidiéndose. A los veinte centímetros aflora la cabeza con su inmensa boca abierta. Un ojo negro y opaco nos acusaba a todos. ¡Garfio en alto, Filippo atrasa su brazo para darle más tensión y asestar el golpe letal…! Cámaras filmando, flashes que destellan, gritos, adrenalina… todos en popa mirando hacia abajo…. ¡¡¡Esta vez síiii!!!
Como un relámpago divino, como un puñal de platino, emergió de la nada un tiburón y se comió todo el pez de un bocado.
Quedamos mudos, y congelados en nuestras posiciones. Fil con su gancho fijo en el aire. Gianfra, petrificado. Nosotros, cuando uno a uno fuimos retomando nuestras funciones vitales, comenzamos a proferirle al escualo todos los insultos que conocíamos en varias lenguas mientras, mezclada con sana furia, nos moríamos de la risa: ¡Gianfra seguía virgen a dos días de nuestra llegada al Caribe! Merece estar en el Gran Libro Guinness. A esta altura del partido, Gianfra tenía la colección más completa de anzuelos perfectamente limpios.
Mientras el sol se ponía, una brisa suave hacía bailar al extremo cortado de la tanza.
El golpe
Pese a que hubo otro «Código M» (somos varios a bordo…) el ambiente era festivo. El reciente triunfo arrollador del maestro pescador (al final, en el anteúltimo día de mar, Gianfra sacó “algo” desconocido), la cercanía de tierra, el inminente éxito del cruce, eran razones más que suficientes para que todos estuviéramos exultantes. Sin duda que navegar nos gusta, pero por más adictos que seamos a la náutica, cuando un vicio satisface, deja de ser vicio para transformarse en carga. Tarde o temprano todos necesitamos oler una flor verdadera, mirar una mariposa, hacer una pregunta a un desconocido y caminar más de 22 metros sobre un plano horizontal e inmóvil.
Con admiración, veo que la comida que queda no alcanza para más de dos días, o tres si hacemos algo de dieta. El cálculo de Filippo fue magistral. Como si supiera. Además de las sagradas pastas hoy teníamos carpaccio de algo. Había varios platos y prometía ser exquisito.
Honré mi compromiso cotidiano de hablar con el Vasco y finalicé justo a tiempo para sentarme a la mesa. Según lo informado, el clima no ofrecía ninguna dificultad. Cumpliendo la promesa, el carpaccio desapareció muy rápido, seguido por las pastas. Luego de la cena cada quién se retiró a sus tareas personales.
Casi sin darme cuenta pasó todo este 25 de abril y llegó la guardia de la noche. Llevé un libro de identificación de estrellas y con Macio nos la pasamos leyendo constelaciones. Vimos 5 estrellas fugaces, 3 aviones y un satélite. ¡Buena cosecha! En cada guardia, doy una recorrida general por toda la cubierta. Me coloco el arnés, tomo la linterna y, costumbre de años, «salgo a caminar por ahí» para ver cómo anda la cosa por el vecindario. Siempre puede haber algo flojo (el mar tiene tiempo y tesón para aflojar todo) o algo fuera de lugar, etc. Prefiero evitar problemas, a tener que trabajar reparando sus consecuencias. Esta guardia no fue una excepción, sólo que un instante antes de salir a caminar, casi muero del susto: recibí un gran golpe en el hombro izquierdo.
El problema es que sólo había dos personas: Macio y yo, y Macio estaba delante de mí, con mi arnés en sus manos listo a ayudarme a ponérmelo. Yo carezco (aún) de tendencias auto flagelantes. El hombro me dolía bastante. Era noche cerrada no veía nada. Rogué que no fuera sangre, pero cuando me toqué la parte dolorida estaba levemente húmeda. Si lo recuerdo, más adelante les contaré qué fue lo que sucedió. Un poco de misterio en el relato no hace mal a nadie y quizá sea un motivo para seguir leyendo.
Regresé de la proa sin novedad. La noche era preciosa y daba pena dejarla, pero llegaron los relevos. Es increíble, pero a veces uno no siente sueño hasta que efectivamente apoya la cabeza en la almohada y muere casi instantáneamente. Así debe haber sucedido, pues no recuerdo nada más y cuando desperté había mucha luz.
El 26 a la mañana continuamos con otro «Código M». No llegaremos a tiempo para el avión. Nos hubiera gustado mucho, pero no fue posible. Los últimos cuatro días fueron con muy poco viento y la Adriática tiene casi 50 toneladas. Será por pocas horas, pero no llegaremos al avión. Sin embargo, meses antes de la zarpada, cuando trabajábamos con Filippo en esto y él me enviaba los proyectos de los itinerarios para discutir tiempos, velocidades y distancias, recuerdo que me decía que el cruce tomaría dos semanas, más o menos. De hecho, llegamos 38 horas antes que se cumpla el pronóstico del capitán desde que partimos, teniendo en cuenta la diferencia horaria por longitud. Una verdadera demostración de olfato marinero.
A la tarde, luego del almuerzo, hemos hecho un brindis en honor a Neptuno quien, realmente, nos ha permitido un cruce excepcionalmente bueno y sin incidencias graves. No todos los barcos pueden decir lo mismo, aunque esta ruta no sea de las peligrosas «clásicas».

La vida a bordo continúa sin cambios ni anécdotas merecedoras de ser relatadas. El fin de esta etapa es sólo cuestión de horas. Pensamos llegar a Point a Pitre a las 04:30 h de mañana. Ya comenzamos a mirar el horizonte con ganas de gritar ¡¡Tierra!!
Seguimos con los «Código M». Ya es una maniobra de rutina, realizada con la eficiencia que merece. Ya se ven preparativos de llegada. Algunos comienzan a buscar sus pertenencias, que están diseminadas por todo el barco y la limpieza de todo se hace más profunda (hay que dejar el barco como se lo encontró, o mejor).
Del chianti a la piña colada
Madrugada del 27 de abril. La aproximación a la marina de Point a Pitre fue todo un alarde de alta escuela en navegación a vela. Con corrientes, casi nada de viento, identificación de boyas, balizas y faro, con los 4 metros de calado dentro de un angosto canal y de noche. Filippo al timón no sólo demostró su sensibilidad en el manejo de este elefante, sino también que su largo paso por las instituciones náuticas que lo formaron y luego por los mares, no ha sido en vano. Quienes sabemos lo que esta larga maniobra de arribo significó -dadas las peculiares circunstancias en que fue realizada-, no podemos menos que decir «chapeau».
¿Por qué entramos a vela corriendo tanto riesgo? Por la misma razón que no podíamos usar el motor cuando no había viento. Sencillamente porque teníamos problemas con el motor desde hacía días y había que guardarlo para las maniobras finales o para alguna emergencia. Por eso en los últimos 4 días del viaje en que el viento decayó tanto, no podíamos ganar tiempo usando el motor pues rápidamente levantaba temperatura ya que perdía agua por varios lados de su sistema de refrigeración. No podía ser usado más que unos pocos minutos. No estaba en nosotros poder repararlo en navegación, pero sí en poder cuidarlo sólo para ser usado en determinadas ocasiones. (En realidad, esta táctica de no usar el motor lamentablemente la tuvimos que utilizar algunas veces dado que el motor siempre nos presentó problemas y no podíamos confiar mucho en él).

A las 06:00 h terminamos la maniobra de amarre en la marina, luego de muchos intentos en vano de llamadas por VHF para pedir instrucciones. El operador del club duerme, aunque en los libros dice que se atiende las 24 horas. Sin duda, llegamos al Caribe.
Hace 46 días nos despedía la música de los Bersaglieri en Rosignano. Hoy, otra música nos recibía casi a medio mundo de distancia. Dos mares, varios puertos y dos archipiélagos cuelgan a nuestra popa. Sin accidentes, sin haber incumplido nada de lo planeado tanto tiempo atrás, sin problemas y sin el atún de Gianfranco… ¡cruzamos el Atlántico!
Por: Ricardo Cufré, Escritor y Navegante.
Notas al pie:
(1) Lo bauticé así, porque una noche maravillosa, yo estaba timoneando, absorto. Se me aparece en absoluto silencio, emerge su calva y su cara blanca por sobre el tablero de instrumentos y casi me infarto del susto. Sólo quería saber si había alguna forma de parar con el “ñiki ñiki” de la botavara pues no podía dormir. Le dije que no. Dio media vuelta sin decir ni mu y desapareció, tan misterioso como vino.
(2) Carlos, un lector de ojo avizor, se pregunta si el viaje lo hicimos en una Estanciera 66 debido a la cantidad de reparaciones y mantenimiento que estuvimos haciendo. Me hizo reír mucho, además de recordar mis viajes de vacaciones de infancia en la Estanciera que mi abuelo usaba en el campo.
Siempre la ponderó y era una 63/64. Pero un barco no es un auto. Cuando comencé el relato dije que el casco había sido construido en el 86 y luego abandonado hasta el 98. Jamás tuvo un problema. Las cosas que se rompen a bordo son aquellas que se le instalan al barco para que nosotros estemos más seguros o más cómodos. Y cuantas más cosas, más posibilidades de roturas hay, amén de más tareas normales de mantenimiento, sin que esto sea algo que signifique mala calidad.
Comparemos un iglú con una mansión de 3 pisos, con sauna, piscinas, gym y todo lo que la fantasía indique. En ambos se puede vivir, pero ciertamente, el mantenimiento del iglú y cualquier reparación que tuviera (reponer un bloque de hielo a lo sumo) será diferente del mantenimiento y reparaciones para tener la mansión al 100% de su funcionalidad. Con los barcos sucede lo mismo.
Cuanto más grande, crecen exponencialmente las tareas de todo tipo. Para peor, la mansión es algo estático y el barco no. Y no sólo se mueve, sino que lo hace en un ambiente de agua salada y aire salado, recibiendo inmensos esfuerzos externos. Los barcos se dilatan y contraen por diferencias térmicas, especialmente los metálicos. Imagine Carlos… ¿qué mantenimiento tiene el baño de su casa? ¿Cada cuánto cambia un cuerito o un flotante del depósito de agua? ¿Y si fuera un hotel de 100 habitaciones con 100 baños? ¿Y si por cada inodoro hubiera una bomba de agua para chuparla del mar y luego para expulsarla? En su casa el agua drena por gravedad. En un barco hay que chuparla para enviarla a depósitos y luego al mar. Amén de tener tuberías para cada tipo de agua.
Un velero del tamaño de la Adriática es un universo bastante complejo. Las posiciones de los interruptores del tablero eléctrico principal tienen cerca de 300 posiciones diversas. Hay 4 voltajes diferentes: 220, 110, 24 y 12, equipamiento de corriente alternas y otros de continuas. Es complicado. La tripulación que lo gestiona, mejor que sepa de otras cosas además de navegar.
A lo largo del relato, mi estimado Carlos, verá que mantenimiento y reparaciones a bordo forman parte de la cotidianeidad. Muy buena observación ¡la suya! Terminaré con mi abuelo: estuvo encantado con la estanciera. Según él, que no la cuidaba en absoluto, era indestructible. Tuvo varias. ¡¡¡Hasta chanchos llevaba dentro!!! Le agradezco su contacto, querido lector. Un saludo cordial.
Por: Redacción