
El territorio KUNA YALA.
Desde siempre, la Comarca de San Blas, el territorio Kuna Yala, es el territorio de los Kunas, tal como lo define la Carta Orgánica de 1953 de la república de Panamá. Se divide en dos partes, una terrestre y una insular. La terrestre es una franja de unos 230 Km. que se extiende desde la frontera con Colombia hasta la punta de San Blas, al W. Es un área de colinas, cubierta totalmente por selva húmeda ecuatorial. La porción insular está formada por unas 350 islas diseminadas frente a las costas de la parte terrestre. Son de origen coralino y muy hermosas. Apenas afloran por sobre el nivel del mar y su arena blanquísima hace que casi todas ellas, de suaves playas, estén rodeadas por un collar de agua turquesa muy brillante. Un verdadero paraíso. Las más pequeñas tienen un sólo cocotero y son las típicas islas de los náufragos en los dibujos animados o las viñetas de humor.
Conforme eran ocupadas por los indígenas, éstos las iban bautizando con nombres relativos a la principal característica de la isla, nombres concretos, como por ejemplo Achutupu (Isla de los perros), Yantupu (Isla de los Jabalíes), etc. Pero cuando vinieron los españoles, los ingleses y holandeses, los nombres adoptaron otra idiosincrasia: El Porvenir (Kaygirkor), Cayo Holandés (Kaimu), Gunboat (Nubesitupu).
El punto central de este archipiélago se halla aproximadamente a los 9º 30’ de Latitud Norte, y 78º de longitud W. por lo que domina el típico clima caribeño, con las bondades y maldades supuestas. Los Kunas son de muy baja estatura, sólo les “ganan” los pigmeos. En general tienen muy buen humor y reciben muy cordialmente a los Uagas, o extranjeros.

Como la mayoría de los pueblos indígenas de América Central y del Sur, los Kunas han sufrido persecuciones e invasiones (españoles, franceses, holandeses, norteamericanos y panameños) sin embargo han sabido resistir a ellas y al proselitismo de varias religiones y sectas, manteniendo independiente su cultura. Hoy deben ser los únicos amerindios con un status legal, con reconocimiento de territorio autónomo, autoridades propias y además autosuficiencia económica. Por supuesto, los Kunas tienen su propia bandera, creada en 1924. Es igual a la española, pero en el centro tiene una “esvástica” al revés, que en antiguas religiones hindúes es símbolo de vida. Sin embargo, debido a su innegable parecido con la esvástica nazi, poco a poco esta bandera se está sustituyendo por otra sin ese tan rechazado signo.
A poco de fondear en esas aguas verde claro, se nos acercó un ulu, una piragua muy angosta, a remo, hecha con un tronco ahuecado. Dentro de ella, una mujer con su hijita. Nos ofrece unas bellísimas molas. Inmediatamente varios de nosotros se sienten atraídos y se acercan a revisar la mercadería. Comienza el ancestral regateo de los precios, los comentarios humorísticos, las preguntas de siempre. Alrededor de la Adriática no hay nada, absolutamente ninguna señal que nos indique en qué siglo estamos. Y si nos fijamos en las Kunas del ulu, ellas visten como hace siglos, no llevan relojes, ni aros ni nada made in “siglo XXI”.

El colorido y diseño de sus ropas, como de sus molas, es maravilloso y no en vano son famosos en el mundo. Estas molas forman parte de su vestimenta y a la vez, muchos de sus diseños son reproducciones de pinturas corporales tradicionales. Todas las mujeres kunas dedican varias horas diarias a coser molas, ya sea para vestir o para vender al turismo. Las niñas aprenden las técnicas a los 6 o 7 años y lo continúan haciendo toda su vida, pasados los 80, y muchas de ellas… ¡sin anteojos!
Los hombres han abandonados casi totalmente sus tradicionales maneras de vestir y hoy usan un tipo occidental muy “relax-descuidado” con chancletas plásticas de Taiwán, sin ningún tipo de combinación estética (esto me induce a sospechar mis posibles antecedentes Kunas). En cambio, las mujeres hace siglos cuidan mucho su apariencia. Las narraciones existentes de los viajeros desde el siglo XVI hasta nuestros días, nos dicen que el aspecto general del vestido no ha cambiado mucho con el correr de los años y siempre han cuidado su “look”.
La vestimenta femenina consta de una blusa de mangas cortas en tela estampada de fuerte colorido. Por delante y detrás llevan las sorprendentes molas. La falda llega hasta la mitad de la pierna y se llama sabured, un simple cuadrado de tela de colores más apagados, casi siempre oscuros. El muswe o pañuelo para la cabeza, simplemente se coloca apoyándolo sobre el pelo, el que generalmente las Kunas lo llevan corto. En los antebrazos y pantorrillas llevan los wini, estas son pulseras de pequeñas cuentas de colores, fabricadas mientras se las ponen, y así van creando tradicionales dibujos geométricos. A veces, llevan un pequeño “piercing” de oro en la nariz, con forma de anillo usan collares, pendientes y sortijas de oro. A veces, utilizan un polvo rojo para resaltar los pómulos y también una línea negra dibujada desde la base de la frente y cruza por la mitad de la nariz, como una línea de “crujía”.
Varios de nosotros compramos molas y muswe, unos pañuelos para la cabeza, que me hacen recordar a los “kamikaze” con su pañuelo ritual. Luego de vender su mercadería, la mujer se retira en su piragua. Por supuesto debe haber avisado a su gente: “los del barco rojo” compran cosas, porque al rato se nos arrima una segunda piragua. Esta vez, con dos hombres muy respetuosos, ellos nos ofrecen 10 o 12 langostas enormes por el valor de una pizza en Palma de Mallorca. No dudamos un instante.
Sigue el desfile de piraguas, pero la tercera ya no es comercial sino oficial: la Adriática tiene el honor de recibir a la familia gobernante de esta isla y de la contigua. Cada una de ellas no llega a tener una superficie de dos campos de fútbol, pero llenos de cocoteros, transformándolas en muy valiosas, por lo que ya veremos.
“Nuedi” (buenos días, hola, etc. Es una palabra clave para entablar un diálogo e implica respeto y buenos deseos).
Así nos saludó Julio, el Emperador de las dos islas orientales del Cayo del Holandés o Kaimu. Acompañaban a Julio su esposa e hija. Todos fueron invitados a subir a bordo. En el cockpit, se desarrolló una interesante conversación entre Julio, Filippo y yo. Julio era casi el único al hablar, pues su mujer se limitaba a fumar, luego de arrancarle el filtro a los cigarrillos (“es el filtro lo que envenena” sic). Julio era un hombre sorprendente. Puro músculo fibroso, pequeño, muy ágil. Tendría unos 60 años o más, pero hablaba con una velocidad y coherencia envidiables. Su mujer, asentía y su hijita sonreía. Un vaso de ron fue un manjar para él y una llave con la que abrimos un cofre de datos de la vida de los Kunas.
Nos contó Julio que la moneda de los Kunas de las islas es el coco. Cada familia gobernante de una isla controla muy cuidadosamente sus cocoteros, pues a veces vienen indios de otras islas a robarles cocos y eso es como robarles el dinero, pues el coco es el medio de cambio. Él personalmente recorre la isla dos o tres veces al día para controlar sus cocoteros y vigilar todo. En realidad, es muy lógico poner celo en la custodia de estas plantas, dado que son el equivalente a La Casa de la Moneda de nuestros países. Además, una planta cuyo fruto es el dinero… ¡es la planta más maravillosa de toda la naturaleza! Un “must” de la genética vegetal… y ese aroma a riqueza exhalado… Llega al alma.
También es el encargado de cobrar a los barcos el “tax” del territorio. Sólo se paga U$S 5 por nave. Nada más. Por supuesto, entrega el correspondiente recibo. Suelen ir muchas embarcaciones a recorrer las islas, nos cuenta. Las chozas donde viven son muy precarias y cuando hay mucho viento suelen destruirse y deben ser reconstruidas.
En esta isla hay muy pocos habitantes, unas tres familias y los chicos se mezclan y se crían juntos. Obviamente todos sus juegos están relacionados con la naturaleza. Desde muy pequeños comienzan a navegar en las piraguas o ulu y eso explica la increíble destreza con que gobiernan esas inestables barcas a remo y vela usadas para recorrer las islas. Es común ver a una familia en una de esas embarcaciones y los chicos cumplen la función de “bombas de achique” permanente. El francobordo es extremadamente bajo, pocos centímetros, entonces el agua entra, aunque sea un tiempo excepcional y el mar esté llano.
Esos ulu, poseen un palo con forma de “Y” y en él establecen una muy rudimentaria vela. De esta forma conquistaron, y aún mantienen su soberanía en el archipiélago. No es nada sencillo remar en estas barcas y menos aún navegar a vela. Sus cascos redondos y su delgadez le confieren una inestabilidad mayúscula, y doy fe por propia experiencia.
Una de las cosas que me sorprendieron es la complejidad de la vida de estas personas. Quienes vivimos amarrados a la locura de las ciudades, más de una vez hemos fantaseado con abandonar todo e irnos a instalar a una isla desierta, rodeada de un generoso mar a la hora de la pesca y totalmente cubierta de palmeras repletas de cocos. No sólo creemos que con eso sólo alcanza, sino tenemos la idea de que todo es sencillo y tranquilo, casi sin esfuerzo. Pues bien, acá estoy y puedo asegurar lo siguiente: ¡no es así! Son puras fantasías.
Las Kunas trabajan muy duro para mantener en pie sus casas, para obtener sus alimentos, para hacer sus ropas, sus útiles, sus ulus, en suma, para mantener su civilización. Se los ve mucho más saludables que nosotros, sin duda, pero de holgazanes y ¿vida fácil? ¡Nada! Sin duda no correrán al banco porque está por cerrar, ni esperar dos horas en una cola para ser revisados antes de abordar un avión, como nosotros no debemos ir a bucear así ese día comen nuestros hijos ni sostener nuestra casa para que no se caiga una noche medio ventosa. Todas las monedas tienen dos caras (menos los cocos, tienen solo una sola)
La tarde anterior a nuestra partida fuimos con Filippo a recorrer la isla, por las playas. A poco de caminar nos encontramos con una banda de chicos jugando, solos, a la orilla del mar. Un ulu amarrado a un gran tronco caído flotaba como dormido, a un par de metros de ellos. Nadie lo cuidaba. Tampoco vimos a padres nerviosos por ignorar “dónde está mi hijo” y no es que faltaran situaciones de peligro en la isla. No tenían Play Station, pero se reían hasta quedar sin aire. Unos pocos palitos, al parecer, eran el secreto de la felicidad infantil.

Había muchos caracoles gigantes, de esos que enloquecen a los turistas. Julio nos ofreció una barracuda para que probáramos su sabor. Como no tenía ninguna “en stock” nos prometió que, para la hora de nuestro zarpe, las 9 de la mañana siguiente, estaría a bordo con la barracuda porque iba a ir a pescarla a la mañana temprano a “un lugar conocido por él”. Esa noche llovió y hubo mucho viento.
A la mañana siguiente y sin ganas de irnos, preparamos todo para salir. Desayunaríamos navegando. Faltaban unos pocos minutos para la hora de partida cuando vemos a un ulu doblar la punta de la playa y remar en nuestra dirección. Una sola persona a bordo.
Cuando Julio se abarloó a nosotros, nos dio una inmensa barracuda (casi más boca que cuerpo) de algo más de un metro. Su sonrisa desdentada mostraba la satisfacción de la palabra cumplida. Nos contó que la noche anterior el viento casi le vuela el techo de las casas y todos estaban despiertos, sosteniendo las hojas y ramas. Por suerte, no pasó nada.
Se sintió muy halagado cuando Filippo le entregó una bandera de la Adriática, firmada por todos nosotros. Con la promesa del regreso, partimos a vela, sin motor, hacia la ciudad de Colón, boca occidental del Estrecho de Panamá[i]. El célebre Canal nos esperaba con sus fauces abiertas… como las de la barracuda, esta nos miraba amenazante, desde la popa de la Adriática.
A Colón
El día continuaba gris, el casi nulo viento venía de proa y luego desapareció del todo. Estábamos absolutamente al garete, pero para peor, íbamos para atrás y la profundidad no nos permitía fondear para evitarlo. Aprovechamos esta calma obligada para intentar otra vez cambiar el rotor de la bomba de agua de mar. Si lo lográbamos y podíamos reestablecer la normal refrigeración del motor, podríamos utilizarlo para acercarnos a Colón, distante unas 730 Millas náuticas de Curazao. Luego de mucho trabajo, pudimos hacerlo.

Con mucho cuidado, hicimos el nada práctico operativo de encender el motor, en cual más de una vez nos puso en situación comprometida durante el viaje. Esto requiere de una breve descripción, pues creo la Adriática ostenta el dudoso récord de necesitar 3 personas (si no 4) para encender el motor, acción que en cualquier embarcación deportiva es suficiente con una sola mano y girar la llave de contacto.
Es muy común en los barcos que cuando se enciende el motor, se verifique si por el mismo caño de escape salga agua, con un determinado y rítmico caudal. Eso sucede porque la bomba de agua de mar del motor chupa esa agua, la hace circular por dentro del motor para refrigerarlo, y luego la vuelve a expulsar. Si eso no sucede, el peligro de recalentamiento es muy elevado si no se está atento y puede arruinar el motor en casos extremos o destruir el rotor de la bomba, en los casos menos graves.
Desde el principio del viaje en la Adriática tuvimos un grave problema para que el agua de mar ingresara naturalmente al circuito de refrigeración. Eso nos obligaba a verificar siempre su salida por el caño de escape, y este no se halla en una posición muy cómoda para verlo a simple vista y hay que asomarse muy peligrosamente por la borda. Pero también, era necesaria una persona controlando el acceso del agua de mar al motor, lo cual la obligaba a estar en la sala de máquinas al momento del arranque y quedarse unos momentos observando la tapa transparente del gran filtro de agua de mar. Como el cuarto de máquinas está “enterrado” en el barco, las indicaciones para el timonel no eran escuchadas por éste, obligando a poner una tercera persona a la salida de la sala de máquinas, para hacer de “telégrafo de órdenes” entre el timonel (casi siempre Filippo) y el pobre diablo de la sala de máquinas (casi siempre yo).
Muchas veces el agua no entraba, y entonces los gritos salían de la sala de máquinas como desesperados alaridos desde el fondo de una caverna neolítica. Sea como fuere, hicimos la prueba y esta vez al arrancar el motor, todo anduvo correctamente. Por unos minutos, verificamos que todo estuviera bien y… ¡Adelante!
El regreso a la vida de nuestro temperamental motor nos mejoró mucho el ánimo a todos. Pasamos las Islas Farallón, pero no vimos su faro. No importaba nada, caminábamos bien, con algo de viento en contra y una lluvia muy molesta. Quienes estábamos de guardia en la timonera, nos escondíamos detrás del pequeño paraguas marrón que a veces se deformaba peligrosamente debido a la brisa, sin embargo, su uso fue un éxito. En mi “guardia de paraguas” con mi compañero Gianluca, pudimos observar un fenómeno muy fuera de lo normal: el viento cambió de dirección 4 veces en 4 minutos. Lo asocio a otro fenómeno, teníamos por la banda de estribor y por suerte relativamente lejos: 3 trombas marinas, sinuosas bailarinas con la que espero jamás compartir danza alguna.
En el horizonte, levemente sobre babor, aparecieron extrañas estructuras. Al estar más cerca identificamos las grúas de la terminal de portacontenedores de Colón. Siguiendo las instrucciones llamé a Cristóbal Signal Radio para solicitar la correspondiente autorización de entrada y espera en el puerto. Cuando cruzamos entre las dos inmensas balizas de los extremos de las escolleras del puerto, ingresamos a otro mundo. El molesto oleaje, compañero durante casi todo el viaje desde San Blas, desapareció de inmediato. La Adriática se deslizaba sin darnos cuenta, como flotando en el aire. Me sobrecogió saber que estaba en un lugar mítico para los navegantes: una de las entradas/salidas del Canal de Panamá, el de la tan triste historia. Agradecí a la vida que me permitiera hacer el cruce por segunda vez, repitiendo el trayecto hecho hace 10 años. Luego de consultar la carta, le señalé a Filippo dónde debíamos fondear según las instrucciones recibidas de la autoridad portuaria y así lo hicimos.
El puerto de Colón no tiene nada de extraordinario como para recomendar. Al contrario, tiene un terrible peligro para la vida de las tripulaciones. Se recomienda fuertemente no desembarcar o, si se lo hace, no ir más allá de los estrechos límites de lo que alguna vez fue el famoso Panamá Canal Yacht Club, orgullosa sede de las embarcaciones deportivas de los magnates, décadas atrás.
Venido abajo completamente, el actual club es un espectro de lo que alguna vez fue. Hoy tiene la deprimente paz de un cementerio en donde vagan los fantasmas de famosas embarcaciones y personajes. También en el club nos recomendaron no salir a caminar porque nos matarían a poco de hacerlo. Hay mucha violencia callejera en la ciudad de Colón.
La atmósfera de las instalaciones del club hace pensar en la de los bares de mala muerte de la película Casablanca, con esos ventiladores de cansadas aspas que sin apuro ven pasar la historia colgados del techo, guardando secretos. En la parte alta de las sucias paredes, descoloridos gallardetes de embarcaciones daban fe de su recalada. Algunas de ellas estaban repletas de firmas. ¿Existirían aún las embarcaciones, o los firmantes? Con esas banderas muertas, la pared era un catálogo de fantasmas.
Sólo había dos personas. Una de ellas estaba sentada en esos taburetes altos, típicos de los bares. Con la espalada encorvada como un viejo pescante y acodado en la barra, dejaba colgar su mirada vacía en un horizonte que sólo existía en su mente. Debajo de su cabeza, un dormido pelotón de pequeños vasos vacíos y uno por la mitad -cerca de su mano derecha medio abierta- me decían que el hombre estaba recordando o soñando. Quizá más esto último pues no contestó mi saludo.
La otra persona era el barman. Más silencioso que su cliente mudo, el barman estaba del lado interno de la famosa barra con forma de herradura. El ambiente, tétricamente iluminado por unos pocos e indecisos tubos fluorescentes de oscuros extremos, sugería imaginarse la típica escena de décadas pasadas: Apoyados en esa misma herradura, muchos parlanchines clientes vestidos de blanco, con los típicos sombreros “panamá”, barrigas prominentes, anteojos negros, oros en sus dientes y gordos dedos. Inmensos habanos clavados en falsas risas nacaradas y damas de la noche, de piel canela, proas altaneras y popas generosas, que los acompañaban en eso que a falta de mejor nombre algún irónico ha bautizado como “un agradable momento”, o sea, compartir esa compañía garante de soledad.
Muy flaco, pero más alto y más negro aún, el barman estaba parado justo en el centro de la herradura. Tampoco contestó mi saludo. Dio vuelta muy lentamente una cabeza de huesuda cara con ojos de vaca mirando pasar un tren y me miró. Interpreté ese cálido gesto de bienvenida como un “¿qué desea?” Me sirvió la Coca Cola más helada de mi vida -a tal punto que no le sentí el gusto- y luego me cobró. No sé cuánto costó pues pagué con 5 dólares y no controlé el vuelto. El barman siguió en silencio como su cliente dormido y no volvió a mirarme. Quizá era mudo o los navegantes blancos recién desembarcados, no muy altos y llamados Ricardo no le apetecían mucho.
Reconfortado por la agradable velada pasada en el bar, me dirigí a la oficina administrativa del club, para hacer algunas preguntas relativas al cruce del canal. El calor dominaba el ambiente y era muy pegadizo, aún en el túnel que separa el alegre bar de la oficina a la cual debía dirigirme.
Atravesé una puerta verde, adornada con un inmenso vidrio esmerilado, grueso y ondulado, como las típicas puertas de las oficinas de los detectives privados de poca monta que aparecen en las películas en blanco y negro de Hollywood. No me sorprendería si en el interior de la oficina Humphrey Bogart o Darren Mc. Gavin, me saludaran reclinados hacia atrás en su silla, con los pies sobre el borde de un escritorio repleto de papeles y un flaco teléfono candela.
En un rincón formado por dos paredes grises, una madura empleada gorda y negra enfrentaba a una vieja máquina de escribir del mismo color, eligiendo cuidadosamente las teclas a ser presionadas por sus dedos índices (había logrado desarrollar la rara habilidad de escribir con los dos, duplicando así su eficiencia administrativa. Me cuesta imaginar el orgullo de su jefe). La mortecina luz del tubo fluorescente titilaba sin ritmo y resaltaba el acogedor color gris rata de las paredes de esta oficina sin ventanas, en un país en el que sobran sólo dos cosas: pobreza y sol. Una hoja impresa por computadora y pegada con cinta en la pared informaba el precio de la hora de Internet.
-“Buenas tardes”, dije lo más suavemente que pude, para no desconcentrarla de su difícil tarea de búsqueda de la tecla correcta.
-“Está cerrado”. Responde sin mirarme. Clac, se oye una tecla.
Me fijé en el horario de atención al público, pintado en la puerta de los detectives, y luego miré el gran reloj redondo colgado de la pared opuesta. Faltaban 5 minutos para la hora de cierre.
-“Son sólo unas preguntas y me retiro antes de los 5 minutos faltantes”, le digo señalándole el reloj de la pared. Clac. Otra letra. Es una luz…
-“Ese reloj atrasa”, me dice mirando el de su muñeca y congelando en el aire el índice de su mano derecha. (No hay Clac. No puede)
-“Qué casualidad, atrasa como éste”, le digo mirando el mío. (Clac… Clac, parece acelerar tipeo). “Por favor, necesito hacer compras y ¿no sé dónde hay un supermercado”.
-“Va a cruzar el Canal?”
-“si” (Clac)
-“Entonces compre en Balboa. Acá no le conviene circular por las calles. Hay mucha delincuencia. ¿Tiene agencia para el cruce?”
-“Si”. (Clac. Aprovechaba cuando yo hablaba para teclear)
-“Haga lo que ellos le digan, entonces”.
-“¿Mañana podré usar Internet?” (Clac)
-“No funciona”.
-“Muchas gracias”. Y me retiré.
Ella bajó su mirada para seguir eligiendo teclas cuidadosamente. Yo subí la mía para ver el reloj de la pared. Faltaban 2 minutos para la hora de cierre de la oficina. Salí y cerré la puerta. Vibró el vidrio esmerilado. Clac… Clac… Clac. Escuché tras la puerta cerrada.
Me encontré con Filippo, el había ido a hacer averiguaciones a la Policía o Aduanas, que tienen oficina en el club. Estaba cerrado, aunque el horario indicaba lo contrario en un gran cartel al lado de la entrada.
Sobre el terreno del club había desparramada una colección de rezagos de veleros. Viejos trailers, púlpitos oxidados, cables, etc. Un cementerio. En un pequeño y casi destartalado angosto muelle flotante había algunos veleritos amarrados, mal mantenidos. En silencio llegamos a nuestro dinghy y pusimos proa al siglo XXI. No intercambiamos una palabra con Filippo. Miles de millas compartidas nos habían hecho aprender el idioma del silencio. Ambos sabíamos que pensábamos lo mismo: irnos cuanto antes de acá, huir de este mar de los sargazos.
Cuando nos pusimos en contacto con nuestra agencia para cruzar el Canal, nos informaron que teníamos dos o tres días de espera. Era malo para nuestra ansiedad, pero bueno para las tareas pendientes a bordo.
Fil reparó el molinete eléctrico grande que no funcionaba. Estaba mal armado. La última persona en arreglarlo lo había montado mal. Ahora, por lo menos tenemos uno de los dos en operaciones. Con ser un poco cuidadosos al utilizarlo con la escota de la banda contraria, cuyo molinete no funciona, no habría problemas en la maniobra.
Los demás, hicimos cada uno lo suyo hasta que, algo menos de dos días después, nos avisaron que comenzábamos a cruzar el canal a las 18 hs. O más correctamente dicho, navegaríamos por el Canal de Panamá y cruzaríamos el continente americano.
Por: Ricardo Cufré. Escritor y navegante
Nota al pie
[i] Es una curiosidad que para ir de E a W, primero se deba cruzar de W a E, pero es la verdad. La Ciudad de Colon, sobre el Caribe, está más al W que la de Balboa, la otra boca del Canal, sobre el Pacífico. La orientación del canal es de NW a SE. Pues la República de Panamá da una amplia curva en el sentido de la latitud. Se entre por donde se entre, hay que retroceder para navegar por este tajo en la selva.
Por: Redacción