
Cuando me veo atraído para escribir una historia más detallada de la vida privada de sociedades antiguas, es necesario que recurra a las nociones fluctuantes de esas comunidades, describiendo cómo, en contextos específicos, las mujeres y los hombres conducían su existencia. Esto a efectos de que el conocimiento de nuestro pasado pueda arrojarnos luz al hoy y desarrollar una mejor vida, que es la esencia de este ejercicio histórico.
En la historia de Roma, seguramente encontramos muchos fundamentos de comportamientos actuales, al menos los que pertenecemos al llamado mundo occidental, ya que somos sus descendientes directos, por idiosincrasia, régimen político e idioma. De la mano de eso me pareció pertinente relacionar a los dos grupos básicos que componían a la romanía y de qué modo los mismos se vinculaban.
Nuestro escenario de análisis será el de las ciudades, desde siempre cada una constituye en sí un pequeño mundo, definido por su posición ante las vecinas parecidas; el contexto de las relaciones sociales en las metrópolis es mucho más homogéneo que el del medio rural. La propia densidad demográfica tiende a que se realice un recorte histórico más aproximado de la realidad, que si lo hiciésemos en una determinada región campesina.

Sea cual fuere la urbe, el hecho fundamental es estar convencido de que existió en la Antigüedad Clásica una distancia social infranqueable entre los “bien nacidos” y sus “inferiores”. Estos términos son históricos, son romanos y, por lo tanto, los respetaré en su forma literal. Recordemos que Roma fue una civilización elitista, del “patriciado”, clasista por excelencia, para entender mejor la temática abordada.
Las clases superiores buscaban diferenciarse por un estilo de cultura y vida moral, que no podrían ser compartidas por todos los otros. Como claro ejemplo de ello se entendía que la educación confiaba al niño a la ciudad, no a la escuela. Estos hijos bien nacidos eran los únicos que tenían acceso a la educación formal, atendidos por el “gramático” que los iniciaba en las asignaturas de matemática, lógica, lenguas y filosofía. Para tal, sus padres demostraban debidamente su ascendente noble y su posesión de tierras.
Educación
El contenido de la educación intentaba formar a un hombre versado en los misterios del existir, con nutrida experiencia en las técnicas tradicionales y solemnes que debían completar la vida de un individuo metropolitano, de clase superior.
La educación literaria llevaba a una formación moral que valoraba la capacidad de las personas distinguidas de portarse correctamente en las acciones interpersonales con sus semejantes en el medio urbano: el control del lenguaje y de la postura eran marcas del hombre de excelente riqueza en la escena pública, ese comportamiento moral formaba la barrera que separaba a las élites de sus inferiores.
El bien nacido vivía en constante presión de sus pares ante la amenaza de “contagio moral”, por emociones anormales y actos considerados como inadecuados a su posición pública.
De ese modo es entendible que el cuerpo de una persona era considerado (y esto de acuerdo a la influencia de padrones griegos) como la sede filosófica del código moral; su control y armonía constituía garantía de actitud correcta. Así, mediante esa “distancia social”, el noble mantenía ese alejamiento en su comportamiento ante los vínculos con los inferiores y, aún más, en las relaciones sexuales.
La sexualidad en las clases sociales
Siguiendo el modelo ateniense los romanos también se enamoraban entre hombres. No se establecía distinción entre amor homosexual y hetero, aunque sí era latente un miedo grande al placer sexual. El puritanismo de las morales tradicionales de las clases superiores pesaba mucho sobre aquéllos que las adoptaron, se basaba en la sexualidad como fuente posible de contagio moral, inclusive a través de la afeminación, supuestamente resultante de placeres sexuales excesivos con compañeros de ambos sexos. La satisfacción sexual podía corroer la superioridad del ciudadano rico.

Los códigos sexuales no se aplicaban a todos, los notables sometían a sus familias a una norma de austero puritanismo masculino. Alrededor de sus actitudes obligatorias se dedicaban a querer agradar al pueblo, en teoría, para el bien del mismo.
En las relaciones públicas, visibles, con sus inferiores, distribuían una sucesión de espectáculos tales como: simplicidad, agrados, evitar beneficios, actitudes muy medidas que, de alguna manera, contrastaban con el autocontrol altanero de su condición superior, como lo desempeñaban con toda pompa y ufano en las arenas de gladiadores o en los entrenamientos de armas, por ejemplo.
Las cosas buenas de la vida, la banalidad, la risa fuerte, los placeres más vulgares u ordinarios, eran aquéllos que debían disfrutarlos los pobres, la plebe. Considerando el párrafo anterior, un sentimiento de disciplina pública era llevado a penetrar en la vida privada de los notables, siendo el precio que pagaban para mantener el statu quo.
Al final del período Republicano, cerca de la muerte de Julio César (44 a.C.), las mujeres de los hombres públicos eran tratadas como seres periféricos, sin cualquier contribución para el papel formal y político de los maridos. Resabio griego, la mujer aún era vista como un ser inferior, coadyuvante, muchas veces observada con cuidado y recluida al gineceo.
Las mujeres patricias en el Imperio
Ya iniciando el Imperio ocurrió una emancipación de las mujeres del patriciado, sin embargo, esa regalía consistía en poder hacer todo lo que quisiesen, desde que no interfiriesen en el campo de la política masculina. En ese período el divorcio era rápido y el adulterio no afectaba la posición pública del esposo.
Los buenos casamientos, la armonía social, la benevolencia y la dulzura de las relaciones conyugales, actitudes movidas a interés, reflejaban el amor y devoción vertidas por hombres poderosos, principalmente ocupando cargos, en deber a su ciudad.
Cabe todavía explicar el papel desempeñado por la filosofía en el cuadro descripto hasta ahora. Como portavoz de la contracultura de los bien nacidos y por más que parezca extraño, el filósofo disfrutaba en esos tiempos de una posición paradójica, entre una suerte de bufón y de santo cultural.
Aunque las obras de esos pensadores ocupan hoy un muy buen espacio en las bibliotecas modernas, no es verdad que ello ocurriera en los estantes de los hombres públicos en la misma época de sus autores. Trazando un paralelismo, a decir verdad, tampoco creo que haya muchos libros de filosofía en los armarios de muchos de los políticos actuales, a no ser rara excepción, digo esto a posteriori de oír la participación oral de muchos en las arenas democráticas del debate.
El modo de vivir en el siglo XXI no les demanda a las autoridades un mayor conocimiento de este tipo, aparentemente tampoco el pueblo tiene el nivel de comprensión para poder exigirlo en esta romanía heredada.
Por: Lic. Guillermo A. Burgos | : @GABurgosOk | : @guillermoaburgos
Bibliografía
Ariés, Philippe & Duby, Georges. História da Vida Privada do Império Romano ao Ano Mil, São Paulo. Cia das Letras, 1991.
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