
Buenos Aires. Corría marzo del 51. En ese anfiteatro al revés que es la cabeza del espigón del puerto de Olivos, una pareja de jóvenes casados estaba sentada. Frente a ellos y a pocos metros, un velerito de madera llamado SADKO salía a navegar por el estrecho canal.
Seguramente ella lo miró algo sonrojada cuando dijo por primera vez en su vida la frase que se las cambiaría para siempre: Estoy embarazada, Carlos.
¿El la abrazó? ¿Lloraron de alegría? ¿Cenaron afuera esa noche? Aunque estaba con ellos, ignoro esos detalles y ya es tarde para averiguarlo.
En ese inmutable espigón, mediatriz de sudestadas ariscas y bajantes de siesta mi designado padre supo que yo asomaba mi arboladura por el íntimo horizonte de Angélica, navegando con viento franco y suave hacia ellos.
Epílogo
Muchas veces he regresado a esas gradas de roca. Sé que me senté o caminé por la misma que escuchó a mi madre, pues ex profeso las he recorrido todas. Conocer con precisión casi centimétrica en qué lugar del universo fui mencionado por primera vez me ha amarrado de por vida a este puerto, al que retorno cíclicamente, a veces acompañado del amor.
Aún regreso al extremo romo del espigón con necesidad y miedo de hallarme. Recorro el angosto y largo camino acariciando la misma barandilla de suaves caños, pulidos también por mis manos y que hasta hace un rato apenas, miraba desde abajo y me trepaba, inscripto en el abrazo protector de mi padre.
Retorno de tanto en tanto sabiendo que cuando encuentre la roca exacta, será la última vez que me busque. Habré hallado mi respuesta, sabré quién fui y ya sólo será cuestión de esperar la última sudestada.
O la última bajante.
Por: Ricardo Cufré. Navegante y Escritor.
Por: Redacción