Atlántico Sur
Quizá fuese por la excitación del comienzo de la gran aventura, pero el hecho cierto es que esa noche, la primera, no hubo cena pues nadie tenía hambre. Mi guardia de 21 a 24 hs. fue muy tranquila. Sin viento y a motor, el que realmente trabajaba era el radar. Yo estaba cómodamente acostado y dormitando, en el diván grande del salón.
Como ninguna felicidad es eterna, la alarma del radar se encargó de recordarme que el que tenía la responsabilidad de la guardia era yo, y no él. Cuando salí al cockpit me sorprendió el tamaño del portacontenedores que cruzaba nuestra popa, rumbo al S. Era realmente inmenso y las 4 millas de distancia que nos separaban, no eran suficientes para disminuir mi asombro. Con todas sus luces encendidas, parecía París un 14 de julio. La noche era tan hermosa como fría. A las 24, puntualmente, aparece Bruno para tomar la guardia.
Cuando a las 03 hs, suplanté a Bruno, él me contó que había encontrado a muchos barcos pesqueros. Ninguno de nosotros podía imaginar en ese momento que esos barcos eran la última huella humana que íbamos a poder ver durante las próximas 12000 millas.
Poco a poco, el tiempo fue empeorando. El viento iba aumentando y el mar empezó a levantar ola, lo que nos obligó a poner proa al 132º, apuntando un poco más hacia el S, más para disminuir los golpes del barco. Los días iban pasando con poca o ninguna variación, en cuanto al clima y el mar. Las noches ya no eran tan tranquilas y nos obligaban a maniobrar en cubierta, achicando o sacando velas. Pese al estado de las aguas, debo reconocer que las maniobras son muy cómodas, pues el catamarán prácticamente no escora y cuando lo hace, nunca más de 7 º ¡en todo el viaje!, recupera instantáneamente la vertical, según la ola termina de pasar.
A diferencia de los catamaranes, los monocascos tienen escora permanente. Esto no significa simplemente una ventaja en comodidad. A bordo, muchas veces, comodidad para hacer algo significa seguridad. Y eso es lo que puedo afirmar que ocurre en un cata. El cuerpo humano es simétrico, no está diseñado para “planos inclinados”, entonces, el sólo esfuerzo de intentar mantener la vertical, esfuerzo que no nos damos cuenta que realizamos, hace que gastemos energías (muchas) y nos cansemos. Una de las grandes diferencias que he notado, es que en un cat la tripulación prácticamente no se cansa. Y si lo hace, nunca es al mismo nivel que en un monocasco, en similares condiciones de navegación.
Teníamos un temor constante con Bruno: los icebergs. El verano comenzaría pronto, y estas montañas de hielo acostumbran a navegar. El problema no eran los icebergs grandes, detectables por radar, sino sus hermanos menores, los planos y muy pequeños llamados “growlers”, que apenas afloran en la superficie. Como el tiempo no nos permitía otra cosa, íbamos mucho más al S que lo planeado. Se estableció un viento del N entre los 30 y 40 kts. (nudos). Es cierto que yendo más hacia el S acortábamos camino, pero el precio a pagar por ese atajo de la mayor latitud era muy riesgoso: aumento de frío y los hielos.
Conforme pasaban los días, entramos a una zona “muda” para el weatherfax, pues Argentina no transmitía y a Chile ya no lo recibíamos. Mi gran incógnita era la posición de los Centros de Baja Presión del S. Hace algunos días que el viento era del N y eso significa que esos centros están a nuestra popa y al N., lo peor que nos puede pasar. ¿Dónde estaban los centros del S que nos deberían favorecer? El color gris ya había dado suficientes señales de que era el señor del día, cada día. El sol, se había ido a navegar por los mares de los recuerdos.
Un cumpleaños en alta mar
Mi cumpleaños 47 nos trajo media hora de un tenue sol. Todo un detalle de Eolo. Pero como compensación a tanta lujuria, también nos trajo el primer problema de cierta importancia a bordo: se desprendió, de la cara interna del casco de estribor, todo el riel que sostiene la red de la proa. Realmente, no es nada grave para el barco, sino para nosotros, pues con la red en ese estado no podíamos ir a proa a maniobrar, sin correr un gran riesgo de caernos al agua. La solución apareció tan rápido, como práctica y efectiva. Desde la base primer candelero de proa atamos un cabo hasta el 5º, haciendo un nudo en cada una de las bases de ellos. Luego, con otro cabo unimos la red al cabo recién instalado, con una especie de “costura” en “zigzag” y … ¡voila! quedó tan perfecto que no fue realmente reparado hasta casi finalizar la vuelta al mundo, en Chile.
Mi día de cumpleaños terminó con la lectura de un par de cartas que oportunamente me entregaron, para ser abiertas hoy; la red arreglada “para siempre”; y con saludos de amigos navegantes que se comunicaron por radio desde el Caribe, lo que me produjo dos sentimientos muy profundos: emoción y envidia. El regalo de Bruno fue maravilloso: una opípara cena de un guiso de arroz con cebollita frita y pulpos gallegos. Todo eso, regado con abundante… ¡agua! Luego de la cena, apareció nuestro amigo Mariano por la radio quien me hizo un regalo totalmente inesperado y hermoso: me permitió hablar con mis padres y con Soledad. ¡Imposible pedir más en el medio del mar!
Una pequeña reparación a bordo y conseguí conectar mi lectora de CDs. ¡Ahora, tenemos polizones! Bach, Beethoven, Beatles, Billie Holiday, Serrat, Sabina, Wagner… Pareciera que la música mejora el andar del velero.
A la espera de las ansiadas comunicaciones
Los días van pasando con pocas vicisitudes. Las condiciones atmosféricas van cambiando y cada vez nos cuesta más establecer contacto radial. Normalmente, hay dos momentos del día en que nos comunicamos con la Rueda de los Navegantes, magistralmente timoneada por nuestro amigo Rafael del Castillo, en las Islas Canarias. Durante todo el viaje, yo esperaba ansiosamente el momento de las comunicaciones. Sólo quien haya estado separado del mundo largo tiempo sabe el inmenso valor de poder hablar con otra persona.
En esos mares negros, ventosos y fríos, en donde a veces nos acompañaron unos pocos pájaros y absolutamente nada más, con mucha facilidad la “Humanidad” se transforma en una mera hipótesis, en un teorema aún por demostrar. La sensación de soledad me hizo mirar muchas veces hacia babor hacia la banda en donde “debía” estar todo el mundo, toda la realidad. ¿Podría haber desaparecido la Humanidad y nosotros no enterarnos? Sí. ¿Por qué no? Basta con apretar un par de botones…
Casi nunca miraba la carta. Un simple punto en un mapa inmenso, blanco, en donde las costas no aparecían sino casi en los bordes, no hacía sino aumentarnos esa sensación de ser absolutamente nada. O menos. Por eso, y creo que para no deprimirnos también, con Bruno plegábamos las cartas en forma de acordeón y fijábamos un punto al cual llegar, como si ése fuera el objetivo final del viaje. Generalmente ese punto estaba a unos pocos días de navegación, una semana digamos. Brindábamos cada mil millas recorridas hacia ese mágico punto.
Luego, cada 500, cada 100 y así sucesivamente hasta alcanzar esa meta, que nos mentimos que era la última. Pero el verdadero gran momento llegaba cuando había que usar otro pliegue de la carta. ¡Ah! Cada vez que lo teníamos que dar vuelta para marcar nuestra nueva posición diaria, sentíamos que avanzábamos de verdad. Dada la escala de las cartas que utilizábamos, si el recorrido realizado por el Brumas en 24 horas era bueno, en el mapa aparecía como dos puntos consecutivos… ¡separados por 20 miserables milímetros en cartas náuticas que tenían más de un metro de largo! El método funcionó muy bien. Lo lamentable fue que cada brindis lo hacíamos con… agua.
Seguimos nuestra marcha al SE del Atlántico, aumentando la latitud, el frío, y temor a los hielos. El viento siguió cambiando hacia el lado que más nos perjudica, pero aún no tiene sentido cambiar de dirección. Entonces, variamos el rumbo más hacia el S., 156º. Los promedios de Velocidad MG reales son aterradores, apenas 6.8 kts. en la última semana de navegación, lo cual es lógico, teniendo en cuenta el pésimo rumbo que venimos llevando desde que salimos de Madryn. Esto significa que, si fuéramos proa directa a destino, nuestra velocidad real de acercamiento serían esos 6,8 nudos, o sea unos 12,5 km/h. Adelantamos en dosis homeopáticas.
Un misterio
00:35 hs. del 2 de diciembre, Bruno me despierta algo preocupado. Hay un eco en el radar. ¡Al fin hay algo cerca!, pensé yo. Efectivamente, muy claro y grande en la pantalla, a 3 millas por la amura de estribor, o sea aproximadamente a unos 45º a la derecha de nuestra proa. Hubo un silencio. Creo que ambos pensábamos lo mismo: un iceberg. Y si así era, era de los grandes. El verdadero problema es que alrededor de ellos suele haber icebergs muy pequeños que se van desprendiendo, y a ésos les temíamos.
También había otro detalle, mucho más intrigante aún: no había sonado la alarma del radar, y ésta funcionaba perfectamente, como después pudimos verificar muchas veces. Sin embargo, el eco estaba entre nosotros y el límite interno de la zona de alarma del radar. ¿Había atravesado toda la zona de alarma sin activarla? Si juzgamos por lo que vimos en la pantalla, la respuesta era un rotundo “sí”. Eso nos inquietaba aún más, pues entonces nuestro radar no era confiable y aún nos quedaban varios miles de millas de navegación dentro de la zona de avistaje de icebergs, según las Pilots Charts.
Todo el salón del Brumas estaba a oscuras. Nuestra realidad era abarcada solamente por la pequeña luz de la mesa de navegación y la del monitor del radar. Bruno y yo estábamos en completo silencio, mirando la pantalla, intentando encontrar una respuesta a esa incógnita puntual, verde, brillante, secreta y cíclica, que se nos ocultaba a escasos centímetros de nuestras caras. En la mitad de la nada, con el ser humano más cerca a miles de kilómetros, había dos personas en el mismo metro cuadrado. Sin duda, una de las mayores densidades del mundo en esos momentos…
Tomé los largavistas y salí a cubierta. La noche era muy húmeda, calma, y sin el más mínimo resplandor de luna o estrellas. Intenté ver alguna silueta oscura que contrastara contra alguna oscuridad aún mayor, o alguna luz. Nada. La noche no puede ser más negra, ideal para detectar luces, por débiles que éstas sean. Nada. Eso hace que comience a dudar de que el eco sea un barco. Además, a 3 millas de distancia las luces de cualquier barco, por menos iluminado que esté, se ven perfectamente. Cada vez creo menos en la posibilidad de un barco. Sin embargo… el mar tiene sus trucos.
El otro dato intrigante es que el movimiento relativo del eco demostraba que éste se hallaba sin propulsión. Sencillamente, fuere lo que fuere, estaba al garete. De sus sucesivas posiciones en la pantalla radar, deducíamos que tenía la misma velocidad que nosotros, pero exactamente en sentido contrario. Por un instante pensé que era el velero AMELIA, de la gran Karen Thorndike, que estaba cumpliendo su vuelta al mundo en solitario y sabíamos que estaba “cerca” nuestro, aunque jamás pudimos hacer contacto, ni verla. Pero el eco en la pantalla era realmente muy grande como para ser un velero y, deseo creer, que Karen navegó de noche con la luz de tope como mínimo y su radar con alarma, el cual nos debería haber detectado a nosotros y, en ese caso, comunicarnos por radio.
También sabemos que hay barcos pesqueros que operan ilegalmente, pero no creo verosímil que naveguen totalmente sin luces de ningún tipo. Supongo que el temor a los hielos nos hacía sospechar la existencia de un iceberg, aunque la evidencia no era contundente. Esta idea no respondía a la pregunta principal: ¿por qué no nos avisó el radar, cuando éste supuesto iceberg entró en la zona de alarma, si el ancho de tal zona era muy superior a la distancia navegada por nosotros entre los intervalos de funcionamiento automático del radar?
Decidí llamar por radio, en inglés y español. Lo hice varias veces, sin respuesta ninguna. Con cada llamado me identificaba como catamarán a vela, con toda la intención de no causar alarma si este misterioso eco resultaba ser alguna nave en tareas de las que nadie debería ser testigo. No recibimos respuesta. Prudentemente, decidimos no acercarnos, porque había dos elementos que hacían aún más intrigante a este eco.
Uno de ellos era la misma pantalla del radar, ofrecía una imagen que jamás había visto (ni he vuelto a ver hasta el momento en que relato esto). Imaginemos una rueda de bicicleta, con sus rayos rectos. Ahora imaginemos que esos rayos son curvos. Siguen siendo rayos, en el sentido de que parten del eje de la rueda y llegan al aro, pero hacen una curva perfecta, suave, todos iguales, como si fueran el filo de un alfanje. Ahora, imaginen que el trazo de cada uno no es continuo, sino que son guiones. Eso era lo que veíamos desconcertados
El otro elemento -entre dos de esos rayos curvos consecutivos- era el eco mismo, pues estaba clavado en la pantalla: el eco no se movía. Durante unos minutos pensé en alguna falla de nuestro radar y, de tener razón, sería terrible para nuestra seguridad. La otra opción era absolutamente inquietante, al menos hasta el alba: “eso” navegaba paralelamente a nosotros y exactamente a la misma velocidad -por eso aparecía fijo en la pantalla del radar- Esas condiciones de navegación indicaban una sola cosa: de casualidad…nada.
Aún faltaban algunas horas para que las primeras y tenues luces crepusculares pudieran recortar perfectamente la silueta de lo que sea que fuere que, según el radar, estaba delante nuestro, unos 45º hacia la derecha, a 3 millas, navegando a la misma velocidad y rumbo que nosotros.
Hacía tiempo que Bruno había finalizado su guardia, y se fue a dormir. Largavistas y radio seguían siendo objetos inútiles. Salí a tomar un té y clavé mis ojos en el lugar por donde algo debería aparecer, intentando discernir algo engarzado en esa negrura unánime…
Por: Ricardo Cufré, navegante y escritor.
Por: Redacción