
La bota o la vida
Faltaba menos de una hora para llegar a la Isla San Pedro y quedar protegidos del mar y de la tormenta avisada por Faro Raper antes de decidir el cruce. El alba aún no despuntaba cuando el Brumas aceleró de golpe y luego cambió bruscamente de movimiento. Aparecieron nuevos sonidos. A bordo, todos los sonidos transmiten alguna información, es el lenguaje del barco. Por lo tanto, había nueva información. Algo había cambiado y como estábamos muy bien, si hay un cambio…
Salí sin mi campera de agua y el viento me dio un sopapo helado. Comenzaba a silbar en la jarcia. La bandera parecía una tabla. ¡¡Había que arriar el spi ya mismo!! En un minuto el viento se fue a 43 Nudos. Para yo poder hacer la maniobra en proa, Bruno fue al timón de estribor menos de un minuto después de yo gritar su nombre. Él debía ubicar el barco de tal manera de desventar al spi con la vela mayor. Cuando llegué a la red se hizo la luz: Bruno desde los controles encendió los reflectores de las crucetas que iluminaban mi área de trabajo. La flexibilidad de la red era enemiga de mi equilibrio al caminar y la maniobra se complicaba en extremo pues al mirar hacia arriba para ver los cabos y driza del spi la luz me encandilaba y si apagábamos la luz, nada se vería porque era de noche aún.
El ruido del mar tapaba nuestros gritos y debíamos repetirlos para poder entendernos y trabajar coordinados. Bruno filó la escota y la driza, pero yo no podía arriar la vela, el viento arreciaba y mi fuerza era insuficiente. Los cabos sobre la red ya parecían un gigantesco plato de spaghettis y las olas que emergían por entre la red, hacían que adoptaran recorridos enmarañados.
Grité varias veces —“¡no puedooo, no puedooo!”—, sin saber si Bruno me oía. El mar estaba encabritado, las proas se sumergían y yo estaba con el agua hasta la cintura, para luego elevarme a 2 metros por sobre ella. Me sentía como un saquito de té que alguien sumergía y sacaba de una infinita taza llena de agua revuelta y además enredado con su propio hilo. Mis dedos estaban entumecidos, me costaba mantener el equilibrio y sobre el travesaño que une ambas proas, me sostenía como podía pasando mi brazo alrededor del rollo de la genoa. El spinnaker gualdrapeaba (flameaba) epilépticamente y sus cabos producían el típico ruido de rebenque. De hecho, la escota que acompañaba esa locura de la vela, era un peligroso rebenque del que yo intentaba protegerme poniendo mi cuerpo de tal forma que el stay (1) de acero con el junco (rollo) de la genoa se interpusiera entre ella y yo.

De pronto el spi se arrió de golpe. No tuve tiempo de atajarlo y guiarlo hacia la red y gran parte de él cayó al agua, del lado de babor. Ahí me di cuenta que antes no bajó porque su driza (2) se había trabado en alguno de los orificios pasacabos que la guiaban desde su control en el cockpit a la fijación en su puño (Puño de driza, vértice superior de la vela al cual afirmamos la driza para izarla). La red con los cabos y parte el spi sobre ella era un desorden de una complejidad irresoluble. Uno de los muchos cabos de la maniobra se enroscó en mi tobillo izquierdo. Yo estaba tirado con mis piernas en la red y el resto sobre la cubierta de estribor. La tensión del cabo, (fijo a la vela que estaba en el agua), comenzó a arrastrarme hacia babor, por sobre la red. Me agarraba con las manos al tejido de la red, pero la fuerza de tracción del cabo era mayor. Una buena imagen es la del gato arrastrado por la cola que va dejando las huellas de sus garras en el piso.
En vano trataba de aferrarme a algo y luego de cruzar remolcado los 4 metros del ancho de la red, el cabo me subió a la cubierta de proa de babor y así llegué a los candeleros (3). Mi pie traccionado ya asomaba al mar. Torcía mi tobillo para todas partes tratando de liberarme, pero era en vano, seguía siendo arrastrado hacia fuera del catamarán. Me di vuelta boca arriba para permitir flexionar hacia abajo mi pierna atada pues la tracción se hacía desde el agua.
Ya con la pierna fuera del barco y totalmente apuntando al agua nuevamente me puse boca abajo (empapado podía girar fácilmente) para que mi cintura hiciera de natural bisagra pues ya estaba bajo el guardamancebo inferior (el cable más bajo de un alambrado de campo) con la regala (listón de madera que corre de proa a popa por cubierta, instalado justo en la borda) que me presionaba el esternón. Ya me veía en el agua y Bruno sin saberlo porque el ruido del mar y del viento no le permitía escuchar mis gritos pidiéndole que enfachara (pusiera proa al viento) y parara el barco, así se desaparecería la fuerza de tracción del cabo que me arrastraba.
En ese último instante mi bota izquierda, en un acto que la enaltece y agradeceré por siempre, decidió inmolarse abandonando suavemente mi pie cayendo al abismo negro, como el montañista que, siendo el último de la cordada, corta su cuerda para salvar la vida de los compañeros que están a punto de caer porque el clavo que los sostiene en la pared de la montaña no los seguirá haciendo por mucho tiempo. Sentí que se deslizaba suavemente por mi pantorrilla y tobillo. De vuelta al cockpit, Bruno no podía creerme y miraba azorado mi pierna sin la bota. Desde su timón, él no vio ni escuchó absolutamente nada. Después recuperamos la vela del agua. Tardamos casi una hora de un trabajo agotador. La bota ya no estaba enganchada en el cabo de la vela. Desapareció en las negras aguas, como en Hollywood, pero “denserio”. La estará usando Neptuno, quizá con mis navajas caídas en sus dominios y otras cosas más de marinos de todos los tiempos. (Sospecho que a esta altura ya puede montar su almacén naval perfectamente surtido).
Balance del golpe de viento de la noche del 11 de julio en el Golfo de Penas: un spi arruinado, una antena de BLU rota en su base, la antena del fax arrancada, dos candeleros torcidos, un aspa del aerocargador desaparecida en acción y dos poleas de retorno del spi arrancadas. A las 11 de la mañana habíamos atravesado el golfo de Penas y con la Isla San Pedro por nuestro través de estribor entrábamos en el canal Messier, prosiguiendo nuestra ruta hacia el sur. La Radio destacada en la isla nos dio la bienvenida e hizo mención a que llegamos justo y tuvimos suerte porque no nos agarró el temporal. Me quería comer la radio, pero de hecho tenían razón: el viento subió mucho y volaban las vacas. De estar afuera en estos momentos… ni pensar lo que estaríamos soportando. Al final, “lo planeamos” bastante bien: Entramos rozando el poste. Ahhh… Nada más lindo a bordo que ver una tempestad… allá, desde tranquilas aguas protegidas y con un roncito en la diestra.
A poco de navegar el canal vemos un nuevo paisaje vegetal que ya no cubre las montañas, sino que se desarrolla a un nivel mucho más bajo y tampoco crece mucho en tamaño, vegetación achaparrada, obviamente adaptada a los vientos terribles de la región. Al fin del día estábamos en la hermosa y protegida Caleta Connor, vieja conocida nuestra sobre la margen oriental del Canal.
A la mañana siguiente nos despertamos en medio de una paz y una soledad absolutas. El agua era un espejo en el que se reflejaban montañas nevadas, bosques bajos y el más puro cielo imaginable. La quietud, los aromas y esas inquietas perturbaciones mínimas que sugieren en la superficie del agua las tenues caricias de una brisa que apenas se siente, eran una clara invitación a meditar, a sentarse afuera, cerrar los ojos, imaginar, recordar y dejarse llevar sobre esa alfombra mágica que es la naturaleza. Un pequeño pájaro hace un vuelo rasante y con la punta de su pico, largo y angosto, apenas roza el agua quieta y produce una estela, la más sutil que he visto en mi vida, una estela abierta, clara, de varias ondas. Luego remonta y deja caer una gota que se diluye en la superficie y se transforma en el origen de una corona de ondas concéntricas. El ave desaparece entre el follaje costero, sin saber que una estela más profunda la dejó en las quietas aguas de mi alma.
Lejos de derivar por los mares de las emociones, hemos pasado el día arreglando las averías. Teníamos para divertirnos. Reparar las antenas era fundamental. Necesitábamos seguir recibiendo radio y weatherfax con las cartas sinópticas para hacer nuestros pronósticos, amén de la información que recibíamos de Commanders Weather. Recuerdo la antena más larga de todas, la del BLU, que tiene poco más de 5 metros. Se había partido en su base, justo en la unión con el cable del sintonizador que afloraba en cubierta. El cable estaba cortado y se veían ambos conductores. Pensé que por inducción podría funcionar igual y comencé a utilizar la radio. Para mi sorpresa, con la antena rota y extendida sobre la nieve de cubierta pude hablar con alguien de la Base Antártica Marambio y se escuchaba ¡mejor que antes! (Apenas pueda le pondré una vela a Nuestra Señora de la Propagación). Igual la arreglé y quedó perfecta. (Eso creía… Pero parece que el viento tenía otros planes para la antena y nosotros).
Un par de días después, en los que descansamos y reparamos todo, continuamos aguas abajo en demanda de un Cabo de Hornos que se nos antojaba inalcanzable, como esa flor mítica que los marinos desean alcanzar, pero crece sólo en el horizonte. Sabíamos que estábamos perdiendo rápidamente la ventana climática y eso significaría no cruzarlo sino tomar el Estrecho de Magallanes en dirección Este. No formaban parte de las conversaciones nuestras dudas al respecto. Creo que ambos ya lo intuíamos, pero no queríamos tirarle malas ondas al otro.
En la mañana del 15 de julio, nos encontramos en medio de un frío intenso y mucha nieve dura en cubierta. Por radio, un amigo desde California había visto información meteorológica e intentó disuadirnos de intentar el cruce del Hornos, pero nosotros queríamos el análisis de Commander Weather antes de tomar cualquier decisión definitiva. El meteofax nos pasó una carta sinóptica del área y se veía claramente un archipiélago de centros de muy baja presión, con las isobaras muy juntas. No hacía falta aclarar lo que eso significaba. Una locura, pero aún faltaba para llegar a la zona de la última oportunidad para decidir. A partir de este momento mi sentimiento de frustración fue inversamente proporcional a la distancia entre isobaras.
Avanzábamos bajo ráfagas de viento, sobre un agua cubierta de pedazos de hielo. No había ni una ola, el barco avanzaba sin ningún movimiento lateral, era maravilloso. Las noches las pasábamos en permanente observación del radar y en los pasajes difíciles Bruno tomaba el timón y seguía las instrucciones que yo le daba desde el salón, según lo que veía en el radar graduado en su menor escala. La pantalla mostraba un carnaval de ecos. Había noches en las que nada se veía y más de una vez usamos el reflector a modo de busca huellas. Eso nos garantizaba varis cosas: Poder ver relativamente bien hasta unos 100 metros (suficiente para maniobrar de improviso si fuere necesario), que nos vean sin duda alguna y poder detectar a pesqueritos muy pequeños de madera que generalmente carecen de luz y no son detectados por el radar o, si lo son, su eco desaparece perfectamente mimetizado entre el “sarpullido” de ecos de olas y ecos falsos.
De día, a través de la bruma y neviscas, escuchábamos las cercanas rompientes a cada lado y a veces, en un macabro juego de escondidas, percibíamos las siniestras siluetas esfumadas de rocas grises y pardas, que pasaban lentamente hacia popa, cercanas a nuestras bandas.
Sin detenernos, cumpliendo religiosamente con las necesarias rutinas de abordo fuimos gambeteando hielos y pasamos la Angostura Inglesa, un estrechísimo y serpenteante paso entre rocas y montañas, lugar del que aún hoy no comprendo cómo puede evolucionar barco comercial alguno. (4) Luego Puerto Edén, paraíso entre los paraísos australes de Chile donde lamentablemente no nos hemos detenido. Sus sencillas casas están todas sobre palafitos y seguimos buscando el sur cruzando el tenebroso Paso del Abismo, un tajo vertical en el granito negro sin posibilidad de amarrarse a nada en las 6 millas de su extensión. Llegamos al Canal Wide, el cual navegamos hasta fu final, donde comienza el Concepción, pero, justo antes, a nuestro babor está el Seno Tres Cerros y comienza nuestro próximo canal, el Andrés, que debemos tomar para poder seguir bajando hacia el sur previo paso nocturno por un roquedal peligroso. De día es relativamente sencillo si la corriente y el viento no juegan malas pasadas, pero de noche… Ah…la noche… Puede ser encantadora o un fértil vientre de incertidumbres. Oculta, engaña, agranda tamaños, acerca peligros, confunde…

Lentamente, en la pantalla el radar en muy baja escala se dibujaba un paso entre las rocas. Tendría unos 150 metros de ancho. Hacia allí enfilamos, intentando comenzar equidistantes entre ambos brazos de piedras. La media hora que estuvimos entre las rocas fue eterna. Donde finalizaba el rayo de luz del reflector velaba (afloraba) la muerte negra, silenciosa y brillante. Poco a poco, las rocas fueron raleando y luego el laberinto se fue dispersando. ¡Pasamos! Le grité contento a Bruno. ¡Aguas libres a proa!
Delfines Leales
Conforme aparecía la luz, nos fuimos acercando a un lugar muy especial para nosotros. Era la entrada a un profundo fiordo, a cada lado inmensas montañas graníticas caían casi a pico. La perspectiva de esta grieta en la cordillera es emocionante. Había cascadas por todas partes. Mezclada entre el ruido de sus caídas, explotaba la espuma, dejando una bruma suspendida que acariciaba las laderas negras casi verticales. Todo era lúgubre, frío y húmedo.
En su primera vuelta a Sudamérica, en 1991, Bruno encontró delfines en el fondo de este fiordo al cual estábamos entrando.
En nuestro viaje del año pasado, cuando veníamos de Cocos/Galápagos, los volvimos a ver. Faltaba casi una hora para llegar al fondo circular del fiordo y nos preguntábamos si otra vez veríamos esos delfines. Como el estrecho está sin nombre en la carta, nosotros lo bautizamos “El fiordo de los delfines leales”. (5) ¿Estarían esta vez? Al final del fiordo se abre una especie de olla casi circular y absolutamente tranquila. Tiene mucha profundidad, lo que impide fondear, pero había un grupo de árboles en la pared de la costa y nos amarramos a ellos para pasar la noche. Al caer la tarde aparecieron decenas de delfines saltando como locos contentos. Un sector del agua quieta de la olla parecía hervir. En el cielo las nubes corrían veloces. Mucho viento afuera… pero estábamos a muy buen resguardo. Era una piscina.

Nos fuimos a dormir temprano pues estábamos agotados. Durante la noche, me desperté de un sobresalto. Algo caminaba en cubierta. Salí corriendo a fuera y sentí claramente cómo el animal huía. Nunca supe qué era, pero sospecho un puma pues las huellas, sobre la cubierta arriba de mi camarote, parecían de gato. A la madrugada siguiente, aún de noche, salimos de “nuestro” fiordo y seguimos la ruta al Sud por los canales Grappler, Pitt y luego el Sarmiento.
No se veía absolutamente nada y todo lo hicimos con radar. Apenas dejamos el reparo del fiordo, el viento nos recordó dónde estábamos. A poco de entrar en el Canal Pitt, si no fuera por el reflector, casi nos llevamos puesta una isla, poco mayor que una roca grande y que el radar no la distinguía de la costa. Me fijé en la carta y efectivamente, allí estaba, diminuta y sin nombre. Pasamos a su lado muy lentamente. Como en tantos otros, también en ese momento recordé a alguien y la bauticé con su nombre, Isla Soledad, en honor a quien le hube dedicado y entregado este libro hace 20 años, por diluir mía en el mar, tal como rezó la dedicatoria. (Curiosamente el libro no iba a ser publicado, por lo que Soledad aún tiene toda la edición).

Todo iba bien hasta que, finalizado el canal Sarmiento, hacia la izquierda aparece el estrecho de Victoria, entre la isla Hunter y la península Zachs. Apenas ingresamos en el estrecho, el Brumas se sale de rumbo y pone proa a cualquier lado. Se había roto el piloto automático. Me precipité al timón porque venía un remolino furioso de aire por el estrecho, una mini tromba marina llamada “voladero”, de una violencia inusitada.
Era la típica serpiente que emerge de la cesta al son de la flauta del encantador. Más o menos de la mitad de la altura y el mismo grosor que el obelisco de Buenos Aires, gris muy transparente, ondulante, con su pie en el agua que levantaba una pequeña nube que giraba muy rápido. A veces el pie se elevaba un poco del agua y esa nubecita que giraba desaparecía instantáneamente hasta que el remolino de viento se apoyaba de nuevo y resucitaba. Si bien la ruta era impredecible y mi temor era que esta bailarina hija de Eolo, decidiera venir a conocer el barco. Por suerte nos pasó algo lejos, unos 100 metros quizás, pero aun así el viento periférico nos llevó demasiado cerca de las rocas de la costa.
Pasado este inquietante y sorpresivo encuentro eólico-artístico, Bruno vino al timón y yo me dediqué a reparar el piloto. Con otro simple cambio de tren de engranajes fue suficiente. Por suerte era sólo un problema mecánico y teníamos el juego de engranajes de repuesto. Todo volvió a la normalidad, esto es, que en cualquier momento salimos de ella. Un par de horas después las cosas se complicaron a la entrada de la ensenada Mallet, sobre el canal Smyth.

En la página 146 de mi diario de abordo puedo leer: … de repente vi, escuché y sentí en el estómago, un terror que duró lo que dura un susto. Un estallido de luz borró las formas, diluyó los pocos contrastes de este momento blanco y gris y me cegó. Un relámpago colosal nos dio la bienvenida a Caleta Mallet y con él, un trueno terrible, como si se hubiera rajado todo el enloquecido granito austral. El rayo cayó muy cerca, sin duda. Me imaginé el palo de aluminio del Brumas como un gigantesco filamento incandescente. Solo fue un instante, pero suficiente para despertarme, para arrancarme del éxtasis en que la escena me había sumergido.
No habíamos entrado ni un tercio de milla cuando un remolino diabólico –esta vez horizontal- se nos vino encima con una violencia terrible. En 5 segundos tuvimos 75 nudos de viento. Me tuve que aferrar a los obenques para no caer al agua. Rápidamente preparé toda la maniobra de fondeo para estar listo, mucho antes de que Bruno me lo pidiera. Sabía que no íbamos a tener dos oportunidades de hacerlo.
Poco a poco, el Brumas se abría paso entre el inmenso enjambre de pequeños hielos voladores del angosto canal de entrada a la Bahía Ithmus. Todo era blanco. El barco, el granizo, la nieve, el aire, mi traje… Sólo Bruno, en el timón, desafiaba a este imperio de mármol: él estaba vestido de inmenso rojo.
El viento me empujaba con fuerza hacia adelante, pero encontré el punto de equilibrio inclinándome hacia atrás de la vertical hasta que me pude recostar en el granizo horizontal que pegaba en toda la parte de atrás de mi cuerpo. Era una sensación agradable estar amortiguado por el traje de agua y la ropa y a la vez sostenido por la tremenda presión del viento, los golpes del granizo y la lluvia. Un muy relajador masaje.
Las fuertes ráfagas irregulares que recibíamos por popa, producían un fenómeno interesante. Había como grandes “mangas” de granizo dentro de la granizada general. Estas “mangas” jugaban entre ellas, repitiendo las formas del viento que las impulsaban. Eran como un enjambre de insectos de hielo. Había remolinos de nieve que de la costa pasaban al agua y se confundían con estas “mangas” de granizo. El agua, en donde miles de piedritas de hielo flotaban y nuevamente remontaban vuelo, parecía muerta. Ni una ola se atrevía a asomar la cabeza. Tal el viento que la planchaba. Al llegar al fondo de la caleta comenzamos a virar a estribor para escondernos tras un cerro marrón, más bien petiso, que ya tenía sombrero blanco. La idea era fondear cerca y al reparo del cerro. Bajo estas circunstancias era un lugar pequeño y comprendí que, si fallábamos el primer intento, el viento nos tiraría contra una playa que estaba detrás de nosotros. Por suerte el agua seguía plana. La profundidad era de unos 8 metros solamente y, donde nos ubicábamos para fondear, había una especie de “confort” que era muy bien venido.
Aunque el pequeño cerro no se alzaba más de 150 metros, era una buena defensa y, aun así, el viento lo trepaba y bajaba llegando a nosotros con 35 kts. Le pedí a gritos a Bruno que pusiera proa al viento y navegara contra la playa. Quería asegurarme de encontrar buen fondo para el ancla y como veía una especie de arena en la playa, supuse que cerca de ella también habría. Pero en ese momento aumentó el viento y el barco no sólo no respondía, sino que comenzó a caer rápidamente a babor. El granizo me golpeaba la cara y no veía nada. La poca luz que había venía de la misma dirección que el viento. No podía ver el fondo pese a que el agua era muy transparente. Bruno me hace señas y largué el ancla. Mis manos estaban rojas e insensibles. No sentía el roce de la cadena ni del cabo, pero en seguida recibí el anuncio del golpe del ancla contra el duro fondo. El Brumas comenzaba a ir hacia atrás, pero de costado, recibiendo el viento por estribor. Dejé que lentamente el cabo fuera saliendo. A los 40 metros lo afirmé. Para 4 metros de profundidad y sin corriente, consideré que estaba correcto. El barco se detuvo suavemente y sus proas volvieron a apuntar hacia el viento y el cerro. El Brumas no retrocedió más. ¡Había agarrado muy bien! Inmediatamente con el barco fuimos a motor nuevamente hacia proa y a babor para largar una segunda ancla, de seguridad. La sabida pero casi nunca utilizada maniobra de fondeo “a barbas de gato” (6) fue todo un éxito. (Hasta el momento de la partida, no imaginé que “tan” bien habían agarrado las anclas. Sacarlas fue un triunfo).

Luego de verificar que no nos movíamos ni un metro hacia atrás, al fin entramos al salón. Fue muy tranquilo todo. El viento que recibimos nunca superó los 35 kts, pero a escasos 50 metros nuestro a ambos lados, sin el escudo del pequeño cerro, el granizo seguía volando horizontal a una velocidad increíble. Era un espectáculo alucinante. Creo que aún estaba un poco sordo, debido al trueno. Miraba las montañas que nos rodeaban. Cuando todo esto comenzó, eran parcialmente marrones y grises. Ahora son todas blancas. Totalmente blancas. Tomé una marcación a dos cumbres de cerros de la cordillera para control de garreo y Bruno comenzó a cocinar. Cenamos y lavé todo. Bruno se fue a dormir y yo me quedé controlando. El viento aúlla. Como sobró mucho del exquisito guiso de porotos rojos con arroz, los dejé en el cockpit para que se conserve. Como ya dije, tenemos la heladera más grande del mundo: ¡todo el sur de Chile!
A la mañana siguiente el granizo seguía volando horizontalmente. Nos quedamos allí 24 horas, sabiendo por radio que la tempestad reinaba en todo el Sud. Todo era blanco en el cockpit repleto de nieve y el techo de la cabina y las proas estaban cubiertas por una muy fina capa de hielo. A popa, en tierra me pareció ver como un sendero que se perdía. Se lo comenté a Bruno y para mi sorpresa me contó que ese sendero fue muy utilizado por los indígenas para ahorrarse remar toda la península Zachs si querían ir al canal adyacente (Canal Collingwood). Venían por el Canal Smyth hasta donde estábamos, desembarcaban, llevaban sus canoas a la rastra unos 300 metros y luego seguían remando “del otro lado” de la montaña, ya en el Collingwood. Una especie de canal de Panamá, pero de tierra en vez de agua. Se ahorraban unos 45 kilómetros a puro remo, prácticamente todo el perímetro de la península Zachs.

A la mañana siguiente nos damos cuenta de que es imposible navegar. Casi no hay cambios en el clima. Aunque sea un poco más calma, la tempestad sigue. Veo que el viento quebró otra vez la antena del BLU. Me propongo arreglarla. Esta vez utilizo unos largos sables de fibra de carbono ajustados a la caña con infinitas cintas de neopreno. Esta vez sí quedó perfecto. (Bruno la siguió utilizando así hasta que, pasados unos años, cambió de barco). Gracias al Vasco podemos hablar por radio con nuestros familiares y por supuesto, no les decimos nada de lo que está sucediendo. Por radio escuchamos que hay una gran tempestad en toda la zona sur. Parece ser que los pronósticos se están cumpliendo. Nos vamos a dormir temprano. Quizás mañana podamos partir. Hoy el viento decayó un poco, y no superó los 30 kts. acariciando el techo de la cabina, protegida por el montecito.
Por: Ricardo Cufré, escritor y navegante.
Notas
(1) Stay: cada uno de los dos cabos o cables que hacen las veces de “vientos”, para sostener el palo. El “stay proel” corre desde el tope del palo a la proa y el “stay popel” desde el mismo tope a la popa. En el caso del stay de proa, también se lo utiliza como sostén de uno de los tres lados de la vela de proa.
(2) Driza: todo cabo o cable que se utiliza para izar una vela.
(3) Candelero: los campos tienen alambrado perimetral. Los barcos también. Los campos tienen postes que soportan el alambrado. Los barcos también, solo que para complicar las cosas, en lugar de llamarlos postes los llamamos… candeleros.
(4) Dejo estos links para que conozcan lo que es el pasaje de Angostura Inglesa desde el puente de comando de una embarcación comercial. Espero que puedan imaginar su complejidad evolutiva.
https://www.youtube.com/watch?v=X31ud94cATc
(5) Algún tiempo después de finalizada la vuelta, me comuniqué con el Servicio Hidrográfico y Oceanográfico de la Armada chilena, solicitando bautizar así ese fiordo y con el nombre de “Fondeadero Brumas Patagonia”, a la olla que se halla en su final. Habida cuenta que ese fiordo carecía de nombre, el S.H.O.A. tuvo la amabilidad de aceptar la sugerencia por lo que quedarán ambos topónimos en todas las cartas, guías y derroteros de navegación del mundo que abarquen esta zona.
(6) En un alarde de “poliglotismo”, Bruno germanizó la frase “fondear a barbas de gato” como “barbengatten”. Un germanismo por el cual Goethe continúa revolviéndose en su tumba. Lo curioso de esto es que muchos años después, en una charla de barcos perdidos, un novel navegante me cuenta que en una circunstancia muy ventosa tuvo que fondear y decidió hacer un “barbengatten”. Sorprendido, le pregunté si conocía a Bruno, el inventor de ese mote y me contestó que no, que a él le enseñaron que se llamaba así a la maniobra de fondear con dos líneas de cadena o cabo abiertas unos 60 º. Hazte la fama y échate a dormir.
Por: Redacción