Bautizada pomposamente como barbengatten y bajo condiciones ciertamente complicadas de ejecución, la maniobra de fondear 2 anclas con cierto ángulo entre sus respectivas cadenas había sido realizada correctamente y quedaron bien agarradas al fondo. El oportuno montecito que se hallaba al final de la Caleta Isthmus no nos reparaba totalmente del viento pero sí de las olas, pues estábamos a corta distancia de la costa y éstas no tenían fetch (“cancha”) para desarrollarse pese a que el viento frotaba la superficie del agua con sus 35 nudos (casi 70 km/h). Así, sin ola, parecía que estábamos en una bucólica laguna y la calidez del salón tuvo la deferencia de hacernos olvidar rápidamente los fríos y peligrosos momentos de las últimas horas.
Luego de una reparadora noche tranquila y sin aceleraciones, me armé de arrojo y voluntad para saltar de la cama. Antes de asearme y aún lagañoso fui a verificar el barómetro. Su aguja me regala un leve ascenso. Es una buena forma de comenzar el día. Ahora sí, más dispuesto y con una leve sonrisa, voy a acicalarme para recibir a mi Capitán como Neptuno manda.
Seguramente atraído por el aroma a café haciéndose, emerge Bruno de “su” casco (él vivía en el de estribor y yo en el de enfrente). Le digo que es la oportunidad de zarpar, pues con suerte y día y medio de relativo buen tiempo podríamos llegar a Magallanes, si no hacemos otra escala en caso de necesidad. Instantáneamente Bruno delata la enorme inercia de su estado onírico aceptando mi propuesta sin chistar. Café cancelado. Zarpamos de inmediato y desayunaríamos durante el viaje. (Es muy importante el “íamos”).
Cuando salimos al cockpit, todo estaba repleto de nieve y la cubierta tenía una fina capa de hielo que se quebraba bajo mis pies. Recorrimos el estrecho canal de entrada a la Caleta Isthmus viramos a babor cuando llegamos al Canal Smyth. Comenzamos a navegar la última parte de los Canales Australes.
Seguíamos buscando el sur recorriendo los íntimos pliegues de esta abstrusa geografía, el lugar más hermoso de todos los que he navegado. No sólo por lo bello, sino por lo que obliga a resolver antes y durante el viaje a cualquiera que desee aventurarse. En esas aguas hay que saber navegar, en el sentido más amplio posible del término, más vinculado a la previsión y autosuficiencia logística que al mero izar, arriar, timonear o fondear.
Navegando aguas abajo por el Canal Smyth comencé a sentir que este viaje se terminaría pronto, que ya estábamos cerca de ese final… y no deseaba que así fuera. Me sentía parte del escenario austral y el mero pensamiento del regreso me causaba cualquier cosa menos placer. Comencé a sentir un vacío anticipado que solo indicaba lo profundo que esta vuelta había calado en mí. Aún podían pasar muchas cosas que torcieran el destino buscado, pero ya me invadía la pregunta maldita: ¿y después qué? Recordaba el viejo refrán: pobre del hombre que no pueda cumplir sus sueños y pobre del que pueda hacerlo.
Siguió siendo cotidiano y constante el cruce con otros barcos acompañados de las charlas radiales del caso. Al compartir información oficiábamos de oráculos, pues cada uno sentenciaba el futuro del otro. No por magos o adivinos, sino por haberlo vivido. Jamás nos conoceríamos, pero teníamos esa sensación de pertenencia a algo inasible por el mero hecho de saber de qué hablamos cuando decimos mar, calma, naufragio, faro… Un brazo que apenas emerge desde el alerón del otro puente, allá arriba, nos saluda lentamente. Es más que suficiente para que uno se sienta acompañado en el reino de la soledad. Nos conocemos sin conocernos.
Poco a poco, el largo Canal Smyth nos acercaba al último gran surco por recorrer: El Estrecho de Magallanes. Junto con Cabo de Hornos, en la imaginería de los marinos el estrecho también ocupa un podio sacro. Y es sencillo entenderlo, la historia occidental nos viene del norte y estos lugares son el borde de la cornisa. Para toda mirada boreal, nada más exótico ni misterioso que las peligrosas costas australes de América del Sur, Magallanes y Hornos, como para nosotros lo son los fiordos noruegos, las costas e islas de Rusia y Canadá. Piensen solamente en Magallanes antes del Canal de Panamá. Para ir de Nueva York a California o viceversa, tenían que bajar hasta el estrecho para luego subir nuevamente hasta las mismas latitudes. ¿No se lo imaginan? Entonces piensen en ir desde la Ciudad de Ushuaia a Puerto Williams pasando por Nueva York, metro más, metro menos.
Al atardecer se largó un atípico y furioso Norte, por lo que no íbamos a ir cómodos en Magallanes, entonces decidimos escondernos en la que iba a ser nuestra última escala antes del estrecho.
Conforme iba aumentando la latitud, lo hacía también mi convicción de que deberíamos olvidarnos de virar Hornos. Pero de eso aún no se hablaba a bordo. Nuestras convicciones al respecto en esos momentos nos las confesamos después del viaje, ¿quizás porque ninguno deseaba ser malinterpretado como derrotista por el otro? No lo sé.
Sur… Una luz de faro, no de almacén…
Me pareció que la noche llegó más rápido que de costumbre. Las condiciones eran las normales: viento, nubes cerradas, frío. En la pantalla del radar aparece el eco de “algo” entre dos cadenas montañosas: los islotes Fairway, en el mayor de los cuales se halla instalado el célebre faro homónimo. Este faro es el último de todo el trayecto de “bajada” desde Puerto Montt hasta el Estrecho de Magallanes. Es el guardián del acceso al Paso Tamar, que desemboca en el Estrecho. El fin del Canal Smyth. Según qué dirección uno tome al llegar al estrecho, sale al Océano Pacífico o al Atlántico. ¡Qué disyuntiva náutica! No hay muchas iguales en todo el mundo. Salgo y por proa veo a lo lejos el primer destello del faro. En realidad, un resplandor en las nubes, pues la humedad de la atmósfera opacaba el brillo de la luz directa.
Unas cuatro millas antes del faro y sobre nuestro estribor, hay una caleta maravillosa, protegida, llamada Puerto Profundo. Ahí decidimos pernoctar, bien escondidos del Canal Smyth. Llegamos entrada la noche. Elegimos un buen lugar para fondear, hecho lo cual, calenté el café de la mañana para disponernos a desayunar. Apenas terminado el desayuno, Bruno preparó una buena cena, que buena falta nos hacía.
El hamletiano “Hornos o no Hornos” aún no estaba oficialmente resuelto. Yo estaba lavando los enseres utilizados en la temprana cena cuando escucho el inconfundible sonido de la impresora del Weatherfax.
La imagen era terrible. La zona del SW de Hornos era un tren de centros de baja presión muy pronunciada e isobaras que, de tan cercanas que estaban unas de otras, en la impresión se confundían entre sí. Pensé en aquel arremolinado cardumen de estrellas pintado por Van Gogh. (La noche estrellada). Además, el texto final del análisis de Commander Weather decía bien claro (cito casi textualmente): “We strongly suggest not to sail in Cape Horn Area, but Magellan Strait to reach Atlantic Ocean. SW more 100 KTS. winds are expected from now on». «Sugerimos fuertemente no navegar en la zona del Cabo de Hornos, sino en el Estrecho de Magallanes para llegar al Océano Atlántico. A partir de ahora se esperan vientos de 100 nudos (180 km/h) del Sudoeste.»
Sin comentario alguno, nos despedimos con un serio hasta mañana. No había más que hablar. En la cama, la frustración dominaba mis pensamientos aunque la decisión fuese la correcta. Por suerte con Bruno teníamos –entre otras- una coincidencia filosófica básica: ninguna aventura vale más que una vida. No me agradaba en lo más mínimo optar por dejar la guinda del helado y tenía la certeza de que jamás me llegaría otra oportunidad. (Por suerte, la vida me demostraría una vez más que tener una certeza casi nunca equivale a estar en lo cierto). En algún momento me dormí, ignorando que Chile aún nos tenía reservada una sorpresa.
Los golpes que me despertaron se repetían en el casco. Luego el silencio… y otra vez, los golpes. Salté de la cama pensando que estábamos en problemas. Eran las 5 y poco de la mañana. Temeroso de haber garreado y que estuviéramos golpeando contra alguna roca, salí apurado al cockpit y me llevé el susto de mi vida: aún semi encandilado por la luz veo que había unas gigantescas centollas caminando y chocándose entre ellas.
Bruno, ¡vení! Grité mientras las contaba.
Buenas buenas… ¿vienen o se van de Chile? dijo muy amablemente alguien que no estaba. Acto seguido una cabeza emergió por encima de nuestro alto francobordo. Era uno de los dos pescadores del humilde y muy sólido botecito. Nos vamos, le respondí sorprendido otra vez. Ah… bueno, entonces acá les dejamos un buen recuerdo para que hablen bien de nosotros…
Era una docena exacta de centollas que a mí me parecieron emergidas de una película de terror interplanetario clase B de los años 50. Bruno, que había acudido rápidamente a mi llamado, saltaba de alegría y se deshacía en agradecimientos. Yo miraba esos monstruos como si fueran alienígenas que habían venido a destruir la Tierra. Las puntiagudas y cansinas doñas caminaban a sus anchas por todo el cockpit.
Insistimos en pagarles o darles algo a cambio (aún teníamos algo de la histórica “divisa marinera”: cigarrillos, vino o ron) pero no aceptaron de ninguna manera. Nos despedimos de los pescadores y Bruno empezó a decirme todo lo que iba a cocinar en base a centolla que, con las ostras, eran su plato favorito. A mí, que la única variedad de centollas que me encanta es una que tiene cuatro patas, cola, dos cuernos y dice “muuuu”, no me causaba mucha alegría, pero reconozco que me emocionó el gesto de los pescadores y cumplo con su más que justa solicitud de hablar bien de ellos. Sin duda una excelente despedida de Chile.
Ya sabiendo que no iríamos a Hornos bajaron nuestras respectivas expectativas y decidimos tomarnos el día. Antes del desayuno, Bruno, ansioso y munido de la olla a presión, empezó a transformar a las pobres centollas en diversas cosas comibles (por él). Conforme se cocinaban yo escuchaba el “crac” del exoesqueleto que estallaba dentro de la olla y me agarraba una culpa que no me la sacaba ni con 20 años de terapia diaria. En fin… Pautas culturales.
Luego de una noche de extrema calma que nos permitió un muy buen descanso, acomodamos a los decápodos supérstites dentro de unos amplios cajones como los de manzanas pero plásticos y nos dispusimos a desayunar. A su debido tiempo, rumbo al Estrecho de Magallanes zarpamos de Puerto Profundo sin apuro alguno. Ya no perseguíamos quimeras. Al rato, una comunicación con el Faro Fairway nos dio el visto “bueno” del clima y allí fuimos.
Los vientos predominantes eran del W y del NW o sea que al menos hoy andaremos bien con vientos de popa, pues íbamos a navegar con rumbo general Sudeste, al menos hasta Cabo Froward. Estábamos a algo más que escasos 2 grados de latitud respecto de Hornos y sin embargo allá las cosas estaban empeorando mucho, como nos dijo Faro Felix Radio, ubicado del otro lado del canal, en su costa sur. Felix es uno de los faros encargados del control de la navegación por el estrecho.
Ahora el tráfico de barcos era más frecuente. En uno y otro sentido, pasaban los gigantes del mar que por su tamaño no pueden cruzar el Canal de Panamá. Antes de entrar de lleno al Estrecho, somos llamados otra vez por Faro Felix Radio, a nuestra proa, para indicarnos que no podemos navegar a menos de 6 nudos.
Hay mucho tráfico de buques pero todo está bajo estricto control y dos veces por día hay reportes del tránsito diario, que incluye a todas los barcos. ¡Nos sentíamos orgullosos cuando por radio escuchábamos nuestro nombre y destino, mezclado entre los gigantescos buques que cruzan el estrecho! Atravesamos el Paso Tortuoso de noche y sin novedad. Varias veces nos contactaron desde los barcos y nosotros respondíamos asegurando a sus pilotos que no interferiríamos su derrota. Obviamente íbamos “conservando nuestra derecha” muy cerca de la costa sur del canal.
A la mañana siguiente ya alcanzamos la latitud más baja de todo el viaje, frente al Cabo Froward, el extremo sur del continente americano en Lat. 54º S. Ese fue un punto muy importante, el más austral del viaje. El corsario inglés Thomas Cavendish bautizó este cabo con el nombre de Froward (perverso) en 1587 y en obvia referencia a las condiciones climáticas habituales. Posteriormente, se lo llamó Morro de Santa Águeda pero luego retomó su nombre definitivo.
Como un mascarón de toda la América continental, en la cumbre de este cabo se halla una cruz de estructura metálica que domina todo el paisaje: La Cruz de los Mares. Blanca, inmensa, y solitaria. Aquí finaliza el continente americano y quizás también los dominios de las bendiciones de los dioses, pues hacia el desolado sur sólo se atreve un sarpullido de islas que desafían tempestuosas soledades y van raleando hasta finalizar en el Cabo de Hornos, la cornisa del mundo. Quienes demanden más sur, saben perfectamente que junto a la Cruz de los Mares dejarán atrás los límites de la jurisprudencia divina.
Sólo hallarán sur y después… Sur. Ni luz ni almacén.
Por: Ricardo Cufré, escritor y navegante.
Por: Redacción