Esto me abatió a tal punto que casi no hablé durante los dos primeros días de navegación. Habían desaparecido las ganas de finalizar el viaje, de llegar y encontrarme con los míos. Una parte de mí había quedado allá, leyendo sentado en un sillón frente a la cálida y gorda estufa negra, a la vera del canal de acceso. Fue una escala muy larga y habían sucedido muchas cosas buenas desde todo punto de vista. Una pregunta comenzaba a repetirse: ¿qué me llevo de Nueva Zelanda?
La primera noche, sin estrellas y de un ubicuo negro pupila, no pude dormir. Mi mente era un cine en cuya pantalla se proyectaban escenas vividas. Cada 3 horas dejaba mi guardia y regresaba al camarote sólo para estar en vela (muy coherente con el viaje, por cierto). Intentaba el sueño, pero sólo lograba sentarme en el centro de una platea, mirando mis últimos 90 días en flashes desordenados. No tenía noción del tiempo. En medio de esa película, nuevamente tenía que tomar mi guardia. Tres horas eran un minuto. No sentía el sueño ni el cansancio.
El viento se sostenía. Rara vez bajaba de los 40 nudos. Nos esperaba el resto del otoño y parte del invierno. De hecho, el invierno es “buena“ época para cruzar Hornos, pero el frío… Sí, sí, en Nueva Zelanda habíamos arreglado el calefactor y tanto Bruno como yo conocíamos el frío y viento patagónicos, pero… el frío es el frío.
Todo empezó con un frente del SO -el primero de una larga serie-, con las lluvias habituales y un viento adolescente en plena etapa del crecimiento. Pasamos las islas Chatham a menos de 5 millas con un mar enorme, arbolado, con no menos de 12 metros de altura de ola. Era una ordenada manada de bisontes que se escurrían por debajo de nosotros, con frecuencia perfectamente regular. En esas condiciones sobrepasamos los 10 nudos navegando a palo seco, es decir, sin velas.
Los golpes de mar eran violentos y la tensión no nos dejaba dormir más de veinte minutos. Lo hacíamos turnándonos, acostados en el diván del salón, porque ahí estaba la salida del calefactor. Sólo comíamos galletitas con paté. Esta tempestad me reveló algo que no conocía: el brusco cambio de la apariencia de la superficie del mar cuando el viento sobrepasa los 65 nudos. (Unos 125 Km/h).
Hasta esa velocidad de viento sostenido, las olas negras alcanzaban una altura impresionante, como para creer que jamás pasarían bajo el barco. Son olas erguidas, de contornos peraltados, con siluetas bien marcadas y crestas desmechadas por el viento. Montañas jóvenes, escarpadas y desafiantes que, cuando el viento seguía aumentando, en un instante cambiaban de aspecto. La superficie, su piel, se volvía gris claro y el viento hacía volar la espuma sobre toda la superficie del mar. Era un velo de niebla tenue y loca, humo claro, chato y liso que corría como un manto ligero, como una sábana de tul finísimo, fantasmal.
Así, con más viento, las olas van tomando mayor volumen, pero no me pareció que aumentaran su altura, de hecho se suavizaba su superficie, perdiéndose esas facetas y adquiriendo una “suavidad” que daba la falsa impresión que el mar se tranquilizaba. No eran más que apariencias; allá arriba el viento levantaba sobre las crestas cabelleras despeinadas que volaban de ola en ola, como jugando una antigua rayuela entre horizontes. Hasta perder la vista, la ondulada superficie del mar se volvía lisa, pulida como un mármol gris. Las crestas eran plegadas brutalmente por el viento, como orejas agachadas de un gato al acecho. El ruido nos embrujaba. Durante dos días, el viento permaneció entre los 60 y 76 nudos, el mar gris y el cielo siguió siendo un opaco poncho de nubes, como aquel luto por el indio muerto.
Ni Bruno ni yo habíamos conocido una tempestad de tal duración y velocidad de viento y espero no repetir la experiencia. Por suerte las palas de los timones y los autopilotos resistían muy bien, dato no menor porque -por razones que no vienen al caso-, nuestra popa “coleaba” unos 30º y había que recuperarlos con acción de las palas, lo que demandaba más fuerza a los pistones y bombas hidráulicas. Volábamos. En varios momentos la corredera (velocímetro) marcó 17.5 nudos. Ignoro si fue superado. Ése fue el máximo valor que he visto. Ambas proas levantaban dos tremendos surtidores cada una. Parecía que el barco tenía dos Victorias de Samotracia por mascarones.
Los 40 bramadores parecían 80. En el interior del barco teníamos que gritar para oírnos y siempre estábamos listos para saltar sobre el puente a timonear si hubiese sido necesario. Varias veces pensé en Dumas. Por más estabilidad de ruta que haya tenido en el L.E.H.G. II, él no tenía la opción de dejar el timón en medio de una tempestad como ésta.
Nuevamente el catamarán demostró su excelente construcción y su impecable comportamiento. Esos 5 días de tormenta, ateridos y mal alimentados no haciendo otra cosa que controlar todo permanentemente con muy pocas salidas a cubierta, nos agotaban, particularmente de noche cuando todo parecía empeorar. Obviamente las aceleraciones que se producían por los continuos cambios de velocidad y las eternas “coleadas” instantáneamente corregidas por los autopilotos, daban vida a todo objeto no trincado a bordo, haciendo que volaran.
Todo fue atado convenientemente, pero no podíamos sostener ollas calientes con las manos (Las conocidas abrazaderas que poseen las cocinas náuticas cardánicas resultaban absolutamente ineficaces pues toman a las ollas de muy abajo). Era muy peligroso que el contenido nos bañara, no por el bamboleo, sino porque desbordaría debido a la fuerza centrífuga que se desarrollaba en las coleadas. Podríamos haber cocinado algo en la olla a presión, pero nos obligaba a tener las manos ocupadas durante el proceso y en caso de tener que salir afuera a ayudar al compañero de guardia era peor el desastre posterior que seguir con las “criollitas” y el paté. Las pocas veces que pudimos hervir agua, nos salvaron la vida las maravillosas sopas instantáneas de sobre. Quién las inventó es un benefactor de los navegantes.
Sólo cuando el viento “caía” a unos 45 nudos, podíamos retomar una vida normal. Al fin del quinto día, sucedió una calma de varias horas que nos permitió dormir profundamente. Me derrumbé en la cama. Al despertarnos comprobamos que durante la tempestad nada se había movido en el puente, ¡ni caído por la borda! Más de una vez en todo el viaje, agradecí a mis profesores su insistencia en que siempre aferráramos bien -sí, “aferrar” es la palabra justa-, todo a cubierta, aún en tiempo bonancible. De hecho, lo único que perdimos en todo el viaje, en realidad, lo único que perdí, fue mi Victorinox polirubro por, justamente, no hacerles caso a mis profes: nunca la hice fija a mi muñeca. Hasta hoy llevo donadas a Neptuno una en cada océano. Y son de las más gruesas. (Me sale caro el peaje. Parece que no aprendo).
Esta tempestad nos alcanzó a la semana de zarpados y muchas veces pensé que, si hubiéramos encendido el weather fax unos días antes de soltar amarras, quizá nos habríamos enterado de la trayectoria o existencia lejana del enorme centro de baja presión. Pero, por otro lado, 25 años atrás… ¿qué precisión pudo tener un pronóstico con una semana y media antelación al hecho? Hoy, los modelos predictivos tampoco garantizan nada probabilísticamente pasadas 48 horas de emitidos y eso en no todo el mundo. Nos ocurrió y punto. Cuando se navega se aceptan riesgos.
Correr la tempestad nos hizo subir unos 12º de latitud y nos puso en el borde superior de la carta. Andábamos por los 34º y no teníamos la continuación hacia el N. Yo marcaba nuestra posición en el margen blanco del papel, fuera del área de navegación. Pensando nuevamente en mis profesores de navegación, esto que hice de anotar nuestras posiciones en el borde blanco de la carta era un pecado como para castigarme pasándome por la quilla. Pero por otro lado, recordé que “si no te importa no estás perdido” y seguí con esa tesitura dado que el marco de la carta no está muy separado de las escalas de Lat. y Long, por lo que el error era mínimo en virtud de la proyección Mercator (1).
El viento seguía del SW, pero más calmado. Al fin, pudimos cruzar la línea de cambio de fecha por los 34º 06’S de Latitud. Me sentía muy raro, porque el GPS nos mostraba… ¡la misma fecha que “ayer!”, pero con el signo cambiado de la Longitud: Ahora era Oeste decreciendo en vez de Este aumentando (2). Volvimos a recuperar nuestra identidad de “occidentales”. Casi nos sentíamos como en casa, como llegando a nuestro país por la puerta de atrás. Hacia el Norte se nos había acabado la carta, pero la sensación de llegar nuevamente a nuestro hemisferio era maravillosa y disimulaba cualquier preocupación al respecto.
Sin embargo, antes de cruzar esa célebre línea que, como otras muchas, solo limita cosas en nuestra percepción, seríamos objeto de una sorpresa imposible de imaginar siquiera y que es, quizá, la anécdota más hermosa de mi larga vida a vela.
Haber llegado a esa zona de navegación nos ponía en un aprieto. Hoy no recuerdo por qué, pero entonces creíamos que a proa había unos bajos fondos en la zona y carecíamos de datos sobre su extensión, profundidad y qué ruta seguir para atravesarlos. Seguramente no eran peligrosos, pero el “seguramente” fue muchas veces el padre del desastre. No teníamos problemas de posicionamiento, el GPS funcionaba perfecto (teníamos 3) y además en todo caso, podríamos usar sextante, eso no era el problema. El tema era la falta de datos: se podían pasar por arriba o no y, en ese caso, ¿cuál era la ruta? Como dije antes, sólo creíamos que había algo. Teníamos en el ordenador, una enciclopedia mundial ENCARTA, pero no nos daba esos datos, por lo cual no nos servía para tomar decisiones de navegación.
La Rueda de los Navegantes
La Rueda, como la llamamos en el ambiente, es un “programa de radio” (no en las frecuencias comerciales conocidas) que se emite todos los días a las 22 GMT desde hace añares. El “locutor”, Rafael del Castillo Morales, Capitán Mercante retirado y también velerista, ofició como radioaficionado al servicio de todos los veleros del mundo que soliciten algo o deseen información meteo.
Rafael es el “moderador” de todos nosotros. Nos ordena y cumple con nuestras peticiones de la mejor manera imaginable. Hizo esto durante casi 40 años. Solucionó gestiones de todo tipo y salvó varias vidas. Todos los días. Nunca faltó a su obligación. Oportunamente recibió una distinción del rey Juan Carlos de Borbón, por su importante labor para la seguridad de la vida humana en el mar.
Con este tema de la falta de cartas le solicité a Rafael del Castillo que pida entre sus amigos navegantes y oyentes en navegación, si alguno me puede dar información sobre la existencia de esos supuestos bajíos y, en tal caso, que me den las coordenadas de 4 o 5 puntos por dónde pasar sin problemas. Algo así como las piedritas de Hansel y Gretel. Durante un par de días, la respuesta fue negativa, pero en el tercero llegó una mano “de arriba”. Literalmente.
En medio del programa, una desconocida voz para el grupo de la Rueda solicita el usual permiso para entrar a hablar. Obviamente, le fue concedido. Lo que vino a continuación es absolutamente mágico. Trataré de reproducir esas palabras: luego del tradicional “Adelante”, el permiso de rigor dado por Rafael.
Buenas tarde Rueda, acá el Comandante XXXX del vuelo IBERIA xxxx. Soy también navegante a vela y suelo escuchar la frecuencia de la Rueda para distraerme unos minutos en los largos vuelos transoceánicos. Casualmente estoy sobrevolando al Catamarán Brumas Patagonia, y entiendo que necesita unos fix para atravesar la zona. ¿Toma nota BRUMAS?, cambio
Yo no podía articular palabra y contesto…
Adelante IBERIA, este es BRUMAS. Tomo nota, cambio.
BRUMAS este es IBERIA, No tengo la carta náutica que usted solicita (se ríe) pero desde acá arriba veo claro que hay unos bajos. No puedo determinar la profundidad, pero el color del agua me indica que están. Con 3 puntos será suficiente. No naveguen al norte de la poligonal que une esos puntos y no tendrán problemas.
Acto seguido, me dio la posición de los 3 puntos.
Obvia sorpresa en la Rueda y ni se imaginan a bordo del Brumas. Bruno y yo no lo podíamos creer. Una suerte infinita. (3). Neptuno… Un amigazo. Nos dio algunas de cal, ahora la de arena.
Avería menor. Consecuencias mayores
El viaje a través del Pacífico siguió su curso, con pocas novedades relevantes en cuanto al funcionamiento del barco y todos sus sistemas. Aún con el viento raramente por debajo de los 35 nudos, la vida a bordo era de muy buena calidad debido a las características de un catamarán de nuestra eslora. Transcurría la rutina propia del quehacer de a bordo: descanso, guardias, cocinar, pequeñas reparaciones que siempre hay y rompen la monotonía, escribir, leer, “hacer” radio con Rafael de la Rueda y el Vasco, de Punta Alta (nuestro tercer tripulante, operador del S.A.R.A., Servicio auxiliar de Radioaficionados de la Armada).
Tuvimos unos pocos días de buen tiempo y a veces, pocas, hasta francamente soleados, lo que para nosotros era algo de agradecer y que además me permitió en contadas ocasiones hacer dudosa gala de torso blanco como la espuma. Con Bruno cocinando y yo lavando, ambos estábamos en el cielo. El soñado Cabo de Hornos cada día era menos sueño y más realidad. Se nos acercaba rápidamente, pero no en línea recta, porque por la circulación de los vientos habíamos decidido más o menos mantener la bramadora latitud de los 40ºS y luego, a una generosa distancia de la costa chilena, bajar hasta los 56º S, que es la latitud del Cabo. La Longitud Oeste iba disminuyendo y eso era un aliciente continuo. Todo marchaba bien. Demasiado.
Cierto día comenzamos a oír una especie de tambor de ultratumba, una resonancia sorda, de la cual nos era imposible determinar su origen. Parecía manifestarse cerca de mi cabina, en la parte posterior. El ruido -suave, bajo y con eco-, parecía emergido de un bombo gigante golpeado suavemente con un palo cuyo extremo estuviera forrado en fieltro.
Pasaron días antes que descubriéramos una muy angosta estela de combustible en el agua. Evidentemente el tanque principal situado detrás, estaba agujereado. Los movimientos del barco, impedían ver cuánto combustible nos quedaba. Con un balde, un cronómetro y unos sencillos cálculos estimé la pérdida del líquido en función del tiempo. Concluí que con lo que quedaba no podríamos alimentar al barco con energía eléctrica ni usar calefacción, con la que debíamos poder contar a medida que descendíamos hacia el Sud. De inmediato traspasamos el contenido remanente del tanque a bidones para limitar las pérdidas. La avería no era grave, pero sí imposible repararla en el mar porque no podíamos acceder a ella pues la propia carena de popa del barco cubría la totalidad del tanque de combustible.
Esto contrariaba la bajada prevista para pasar Hornos en invierno, pero no teníamos alternativa: estábamos condenados a quedarnos sin energía para la radio, el calefactor, el radar y los autopilotos. (Aunque timoneásemos, nosotros el ahorro no desbalanceaba en nuestro favor). Decidimos hacer una escala no prevista en Chile. Dumas no tuvo ese problema: él no tenía radar, ni luces ni calefactor ni radio. Toda la energía de a bordo estaba dentro suyo, de las latas de comida y la del kerosén para el Primus.
En Valdivia, a 40º S, Bruno conocía un astillero especializado en multicascos y decidió ir para allá. El resto de la travesía por el Pacífico no fue nada agradable. Sol casi nulo, viento fuerte, aguas arboladas. Pero con la costumbre, uno ya no piensa en eso ni le molesta.
Emergida bailaora… Una vela con garbo.
Una noche, Bruno estaba despierto cuando el viento subió sobrepasando los 40 nudos. Era necesario arriar nuestro más pequeño spi, pero el mar estaba realmente bravo y el viento arreciaba. Comenzamos la maniobra cuando el barco pegó una orzada, es decir, cambió bruscamente de rumbo, acercando su proa a la dirección del viento. La vela spi comenzó a flamear, locamente. Un espectáculo soberbio con el spray que saltaba de las crestas fosforescentes y esa vela loca, roja, azul y blanca que se agitaba como una emergida bailaora.
La maniobra de bajar la vela era cansadora y peligrosa. Hablo de un spinnaker de unos 45 metros cuadrados para ser arriado por una sola persona a proa o dos si la cosa estaba muy peluda. Sin embargo, la circunstancia tenía su lado estético y con efectos especiales: el reflector del palo que iluminaba a la espasmódica vela, a nosotros intentando no caernos en la red caminando entre un aquelarre de cabos alrededor de la proa y el sonido del mar y viento.
Alrededor el barco también se iluminaba un modesto entorno de un agua color jade a la que el viento le desflecaba penachos de espuma que corrían como una jauría espantada de perros blancos. Más lejos del límite de la luz del faro y hacia arriba, todo era negro. Nosotros éramos la vida, ese destello ínfimo dentro de la negrura cósmica, éramos el corazón de las tinieblas. (Con el permiso e indulgencia de don Joseph). La belleza es ubicua. Sólo se trata de verla.
Con mucho esfuerzo de ambos, llegamos a arriarla y poner casi completamente el spi dentro de su funda. Toda la maniobra sobre la red, no sobre el piso firme de la cubierta. Eso fue terrible para el equilibrio y los puntos de apoyos para hacer fuerza. Fue un inmenso gasto energético. (¡Jamás admitiré que yo con 46 y bruno con 63 años, éramos viejos para navegar!)
Dejamos todo en su lugar y el spi bien aferrado para que no se volara en la tempestad. Quedó allí tres días. Cuando al fin amainó lo suficiente, pude subir al mástil y descubrí que la rueda del motón (roldana) de la driza del spinnaker (soga que iza esa vela) se había roto y la driza había quedado atrapada a presión entre el resto de rueda y la quijada (cara) interna del motón, que se había doblado ¡hacia afuera! Por eso nos costó tanto arriarla. Increíble, pues todo es de acero. Cambié el motón del spi por otro y santas pascuas.
El 3 de junio de 1998 fue un día muy especial. ¡Caímos en los brazos uno del otro! y quedamos unos momentos silenciosos. Estábamos en 40º 42’S y 79º 08’O y acabábamos de cortar nuestra propia estela del viaje precedente, que fue desde la Isla del Coco (Costa Rica) hasta Buenos Aires. Esto hacía que, desde Vito Dumas, fuéramos el primer velero argentino que diera la vuelta al mundo por los Cuarenta. Curiosamente, en ese instante ya habíamos hecho una vuelta al mundo, pero aún faltaba para terminar ésta, que comenzó en Madryn.
Pero el Pacífico, nos reservaba todavía una mala sorpresa a escasas 60 millas –menos de medio día de navegación- de la costa chilena. Una violenta tempestad del E, que la meteorología no anunció nos cayó encima, forzándonos a huir durante tres días por cualquier dirección menos en la buena, pues el viento venía justamente de donde debíamos ir. Aún recuerdo a Rafael la tarde anterior al suceso dándonos un reporte meteorológico absolutamente opuesto: suaves vientos del sector SW. ¡Tenéis una fiesta por delante, chavales! Y sí. Fue una fiesta… Para Eolo. Cuando se lo comenté ¡no lo podía creer!
Al fin, un atardecer con viento de popa y marea saliente pudimos arribar a Bahía Corral, donde desemboca el río Valdivia. Esa oposición entre el viento en una dirección con la corriente en sentido contrario genera olas altas, juntas y algo desordenadas, paro valió la pena el candombe que nos hizo pasar la entrada a la bahía. Las olas no eran grandes, no más de 5 metros calculo, pero nos alcanzaban por popa (venían del mar, del poniente) pero como era el atardecer, la rojiza luz directa del sol sobre el horizonte las penetraba y ellas, como montañas de gelatina verde, nos permitían ver su interior cruzado de locos rayos de luz que rebotaban por doquier en su interior. En vez de mirar a proa, ambos estábamos extasiados mirando hacia popa y arriba, viendo cómo esas gigantescas esmeraldas de trémulo gel con su luz interior nos alcanzaban una y otra vez. Esa fue la única oportunidad de mi vida de navegante en que el mar, el viento, la corriente de marea y el sol se conjuraron para darme un espectáculo que espero no olvidar jamás, ni siquiera en el último segundo antes de la agonía.
Cruzamos la entrada a la Bahía Corral cortando la línea imaginaria entre los fuertes Niebla a babor y San Luis de Alba a estribor y, ya sin luz diurna, fondeamos en cualquier lugar para pasar la noche. Estábamos muy fatigados y preocupados por una reparación fácil pero complicada y por la llegada del invierno austral.
A la mañana siguiente, un opíparo desayuno, las comunicaciones radiales de rigor, los procedimientos pertinentes a cualquier arribo internacional, zarpamos en demanda de la boca de entrada del río Valdivia. Nos esperaban unas pocas y suaves millas fluviales hasta el astillero, muy cerca de la ciudad de Valdivia.
Por: Ricardo Cufré, escritor y navegante.
Notas
(1) Seamos prácticos: suponiendo que el viento no nos permitiera aumentar la Latitud y regresar a la carta nuevamente, algo imposible con más de medio Pacífico a proa, teníamos el GPS. Y si por algún motivo nos quedásemos sin energía eléctrica… América del Sur estaba a proa, sin importar en qué Latitud navegásemos. Entonces, en el peor de los casos, aunque nos quedásemos sin energía eléctrica, cuando llegásemos, caeríamos a estribor “hasta que se acabe”. Ahí sería Magallanes u Hornos. ¿No es taaaaan difícil no?
(2) Les recuerdo que el valor de la Longitud no puede ser superior a los 180º. Llegados ahí, si uno sigue con el rumbo que traía, ese valor comienza a disminuir hasta 0º (Greenwich), pero con el signo cardinal cambiado.
(3) Cometo la injusticia de no recordar el nombre de nuestro ibérico salvador, pero unos 10 años después, yo residente en Palma de Mallorca, tuve una ocasional charla con otro navegante a quien acababa de conocer. Hablando de barcos perdidos (“bueyes” carece de sentido), me comenta que tiene un amigo piloto de IBERIA que siempre cuenta que hace años le pasó unas coordenadas a un catamarán de argentinos que estaba dando la vuelta al mundo.
¿Escuchaste algo de eso? Me quedé helado. Cuando le dije que era yo quien recibió los datos, se quedó paralizado. Dos días después, estábamos los 3 tomando un café en la casa del Comandante, ya retirado de servicio, que vivía… en Mallorca !!!
Por: Redacción