
El río Valdivia es un hermoso espectáculo por donde se mire pues ambas costas son de muy buen ver. Conforme avanzábamos, íbamos escoltados por dos riberas de un verde potente, aunque opacado por la grisácea luz invernal. El terreno ondulado, bosques de coníferas y casas variopintas diseminadas por doquier hablan de una zona rica, de mucho trabajo. La actividad comercial abunda pues constantemente nos cruzábamos con barcazas de varios tipos. No faltaban los saludos habituales entre los timoneles, ya sean meros ademanes o los breves y siempre educados mensajes radiales.
Luego un par de horas de remontar el río a motor, al fin llegamos a destino. Curiosamente, estamos en la escala más cercana a Buenos Aires de todo el viaje hasta ahora: 1435 km en línea recta. El detalle es que debemos dar toda la vuelta por el sur para sortear la cordillera y la Patagonia.
Fiel como un faro, Mary nos esperaba, esta vez sobre el pontón de amarre. Su divertida presencia me garantizaba interminables partidos de chin-chón (1). Unos días antes había llegado en avión, recordándonos otra vez su inapelable inteligencia práctica.
Estábamos en buenas manos porque el astillero AlwoPlast se especializa en la construcción de grandes catamaranes de fibra y los exporta a todo el mundo. Su propietario y jefe técnico, Alex Wober, revisó el problema y coincidimos en que era imposible arreglar el desperfecto a flote y hubo que sacar el barco del agua. Sin entrar en largos detalles, se desmontó el tanque de combustible y posteriormente se le abrió una ventana para inspeccionar.
Quedaron perfectamente claras tres cosas:
a) Lo que sospechábamos que era la causa de aquel sordo ruido, no de corceles pero sí de aceros, fue confirmado: se había desoldado el rompeolas interno del tanque de combustible y con uno de sus vértices abrió el diminuto orificio por el cual perdíamos el combustible. Jamás lo hubiéramos reparado en navegación.
b) En el mismo instante del diagnóstico también comenzó, como en todo astillero, el suplicio del estiramiento del tiempo para llegar al fin del trabajo.
c) La distancia que nos separaba de Hornos y el avance del inicio del invierno hacía que crecieran las posibilidades de perder la “ventana” climática para cruzar el Cabo de todos los Cabos.
No lo podíamos saber de antemano, pero muy lamentablemente a efectos del trabajo que nos esperaba, no llegamos en buena fecha a Chile. Eran las fiestas patronales de la Ciudad de Valdivia, con largas y pintorescas procesiones de barcas de pesca bajando el río, entre otras tradicionales demostraciones festivas. La antigua liturgia del agradecimiento, con fluvial transporte de la Virgen y toda la procesión de rigor fue mechada con feriados de diversa índole y el trabajo, que no ofrecía desafío técnico alguno, se llevó preciosos y estratégicos 30 días corridos. Acostumbrados a la eficiencia de Nueva Zelanda, esto era de terror. El alemán propietario del astillero nos explicaba que no podía hacer nada, pese a que comercialmente era prácticamente un mes perdido por año, amén de las vacaciones. Carece de sentido filosofar al respecto. Sólo diré que este retraso tendría consecuencias funestas en nuestro plan, las cuales comenzamos a sospechar mucho antes de la siempre sesudamente planeada, prometida y postergada fecha de finalización de la obra.
Las escasas visitas que hice por los alrededores no alcanzaron para alejar la preocupación y frustración por ignorar la fecha de zarpada. Recuerdo con especial grata sorpresa la visita a una fábrica de cerveza “a la vista”. Allí me enteré que exportan casi toda su producción a… ¡Alemania! (Es como tener éxito vendiendo hielo en la Antártida).
Parece que la pureza del agua natural de montaña es cuasi perfecta, amén de la cebada y lúpulo necesarios y la cerveza resulta una obra de arte. Tienen negra, rubia y roja. Ahí conocí ésta última. Una delicia las 3, más el hecho de ver cómo la elaboran, con esos inmensos alambiques y ollas de cobre pulido a espejo, instalados en un ambiente de limpieza quirúrgica y muy bien decorado “ad hoc”.
Mientras pasaban los días y alertado por la experiencia de la salida de N. Zelanda, no dejé de observar la meteorología.
Como no hay tiempo que no se acabe ni escota que no se rompa, luego de varias olvidables vicisitudes, por fin pudimos zarpar. Al momento de partir, el 5 de julio, casi a un mes de nuestra llegada, las perspectivas no eran alentadoras: teníamos que recorrer casi medio Chile para llegar a Hornos. La mitad de ese trayecto era con vientos preponderantes en contra y, con una corta excepción de mar, todo el recorrido podría ser por los canales. Los célebres canales australes chilenos. Nada mal, por cierto, ya los habíamos recorrido en el verano anterior y repetirlo en invierno me parecía maravilloso.
La gente les huye en invierno y quizá nosotros habríamos de averiguar el por qué. La caprichosa geografía chilena tiene dos evidentes “muy”: muy angosta y muy larga. A nosotros como navegantes nos tocaba enfrentar la segunda y éramos conscientes que podríamos perder la “ventana” de invierno del cruce de Cabo de Hornos. Todavía no sabíamos si escapularíamos el cabo directamente o si llegaríamos a él atravesando los Canales Australes Chilenos, hermosos hasta el delirio, para decidirlo a último momento. La ventaja de esta última opción era que ya los habíamos navegado anteriormente al venir desde la Isla del Coco, Panamá y Galápagos.
Al día siguiente de navegarlo hacia el sur a vista de costa, casi alcanzamos la latitud de la Isla Chiloé. En su extremo norte se halla el Canal Chacao -que la separa del continente- y es la más boreal de las rutas de entrada a los Canales Chilenos. Fue en ese exacto momento cuando recibimos un fax de Commanders Weather (2), cuya información meteorológica hizo que Bruno decidiera, con mi total acuerdo, meternos por el canal Chacao y seguir al sur por los canales, protegidos del Océano Pacífico, casi en su totalidad.
Dimos aviso a Corona Radio de nuestras intenciones e ingresamos al Canal Chacao teniendo en cuente la marea a favor, entrante, pues con marea en contra de hasta 6 nudos no hubiéramos podido. Este canal, como prácticamente la totalidad de las costas chilenas australes, nos regala unas imágenes muy hermosas en ambas márgenes. Realmente los chilenos tienen unas costas envidiables en el sur. A nuestro babor, al Norte, está el continente. A nuestro estribor, comienza el casi infinito, misterioso y difícil Sur cubierto del más intrincado perfil de costas e islas a cuál más caprichosa.
Seguimos el canal y a poco cruzamos frente a Puerto Elvira, un caserío tan minúsculo como lindo a estribor, en donde un amigo, el Almirante Mantellero (velerista y autor de una muy completa guía austral para veleros), tiene una casita en la playa frente al canal.
En su jardín y hay un mástil. Cuando nos conocimos por radio el año pasado, nos dijo que, si pasábamos frente a Puerto Elvira alguna vez, miráramos el mástil. Si había una bandera izada, con un loro, quiere decir que él estaba y éramos invitados a desembarcar para tomar algunas de esas bebidas que alimentan la fantasía y sueltan la lengua. Lamentablemente, no había bandera alguna.
Antes de entrar en el golfo de Ancud, debíamos cruzar una línea de ferries que iban y venían entre Pargua (en la margen continental) y Chacao, en el norte de la isla. La frecuencia era increíble en uno y otro sentido simultáneamente. Cruzar eso era exactamente lo mismo que cruzar caminando la avenida 9 de Julio, pero sin semáforos. Menos mal que era de día. Aun así, el olfato para ver con antelación la ventana por donde mandarse sin generar situaciones peligrosas, debía ser muy fino. Si bien íbamos a motor, los barcos no podemos frenar como los autos, o sea que una vez mandados… es complicado frenar y se opta por el desvío, si éste es factible. Aunque no fuera peligroso, ser el culpable de llamadas por radio pidiendo intención de maniobra o escuchar sirenas que menos lindo quieren decir cualquier cosa, hiere el orgullo profesional del marino más desaprensivo.

Uno, que viene disfrutando porque navega por placer, lo que menos desea es cortarle la proa a ningún barco que no sólo tiene mucha menos capacidad de maniobra, sino que está trabajando. Hasta que se esté en el puente de una mole a 15 nudos, el velerista nunca sabrá cómo se le ponen los pelos de punta al patrón cuando un velero corta su proa. Doy fe. Sea como fuere, no hemos recibido ningún tirón de orejas radial ni acusadora sirena y cruzamos bien esa verdadera avenida en el agua. Entramos así al Golfo de Ancud. Habiendo Cruzado la parte norte de Chiloé, ya en el Golfo de Ancud caímos a estribor y pusimos proa en dirección general Sur. Nos esperan 110 millas de hermosas costas sembradas de islas hasta el final de la gran isla de Chiloé, en la costa Norte del ancho canal de acceso al Golfo Corcovado. Por todos lados distinguíamos pequeñas aldeas de pescadores y caseríos. Ahora sí, sin más dilaciones, comenzaba la etapa más bella y peligrosa del viaje. Nos adentrábamos en reino del frío sin peros y de las noches largas. Ya aparecían las primeras nieves, embajadoras de imperio blanco que se avecinaba.
Comencé a sentir la necesidad de volver a casa, ya algo cansado de esta navegación incesante. Por suerte, esta ruta exigía un máximo de concentración y nos obligaba a verificar sin cesar las cartas de instrucciones náuticas y a supervisar los numerosos barcos a nuestro alrededor. Navegábamos bajo una lluvia constante que, cuando cesaba, nos descubría el paisaje. Volví a ver los perfiles, las montañas y los canales “descubiertos” en nuestro viaje del año pasado, pero los colores habían cambiado. Todo era sombrío, yendo del negro al gris claro. El blanco de las nubes y el verde de los bosquecillos, surgían sólo cuando el sol consentía en aparecer. Este mundo en negro y blanco era de una belleza sublime.
La perspectiva de fijar la vista hacia el Sur y ver el agua entre dos cadenas montañosas, me mostraba un curioso fenómeno de matices: las montañas casi negras se “agrisaban” conforme se perdían a proa, iban mutando a grises cada vez más claros. Por el contrario, las vegetaciones claras y las nieves se iban oscureciendo a medida que se alejaban de nosotros. Recordé las palabras de mi antiguo profesor de dibujo en mi colegio secundario: cuando se alejan, los colores claros se oscurecen y los oscuros se aclaran. Treinta años después, la naturaleza confirmaba la validez de su enseñanza.
Para mi deleite, había varias comunicaciones radiales diarias. Todas de barcos que nos cruzaban en uno y otro sentido. Por supuesto a los que “subían” -los que navegaban en sentido contrario al nuestro y se dirigían hacia el Norte-, les preguntaba sobre las condiciones que habían tenido en las aguas hacia donde nos dirigíamos, especialmente los témpanos. Es cierto que éstos no se desprenden en invierno, pero también es cierto que siempre hay pequeños hielos que no leyeron el manual las buenas costumbres australes y se van de juerga por ahí. Salen de intrincados fiordos empujados por lentas corrientes y rebotes del viento, para finalizar en los canales centrales por los que circulan las embarcaciones de todo tipo. Allí quedan flotando a merced de las corrientes.
El problema no es su tamaño, pues son muy pequeños (lo que no ayuda a detectarlos tan fácilmente), sino que nuestro barco también lo es y además el plástico es más débil que el hielo. Lo mejor sería que nunca chocáramos con uno, pero para ello hay que poder verlos. Eso nos obligaba a una observación constante hacia proa con los prismáticos, independientemente del uso del radar.
De hecho, hay témpanos que no son como uno se los imagina, con esas formas curiosas pero siempre emergentes de la superficie del agua. Muchos de ellos son chatos y apenas afloran unos centímetros. Esos son los peligrosos porque el radar no los detecta. La razón es sencilla: las ondas emitidas por la antena giratoria pegan de chanfle en la superficie plana del hielo y en vez de regresar a la antena, hacen “patito” y siguen su viaje hacia el infinito. Obviamente, el radar no los detecta porque no hay ondas que regresen.
De noche desaparece todo. Sólo alguna luz perdida, blanco amarillenta y constante en tierra delata a la civilización. También hay otras luces, muy familiares a nosotros los navegantes. Las blancas que encienden y apagan siguiendo un patrón perfectamente interpretable. Son las balizas, instaladas en tierra y que, obviamente, están señaladas en las cartas. Son nuestros “mojones” en el camino. Absolutamente todas funcionan. En todos mis viajes por el intrincado laberinto austral chileno jamás me crucé con una baliza, boya o faro no pintado o que no encendiera. El mantenimiento de la señalización de sus canales es perfecto.
La silenciosa presencia de los barcos que subían era delatada por los históricos rojo y verde y el ronronear de sus máquinas, audible desde muy lejos gracias al agua, que es muy, pero muy chismosa especialmente de noche, momento en que uno tiene toda su atención encendida especialmente si está de guardia.
La guardia nocturna. Sin importar las condiciones que toquen, esta guardia es un momento muy diferente a los del día. El que está de guardia es depositario de la confianza ciega de quien duerme y deja su destino en manos de la obligada vigilia de su compañero de viaje. Uno es amo absoluto de todo y ese tan omnímodo como efímero poder, implica una ecuménica responsabilidad.
Acompañado por las pocas y muy tenues luces de los diferentes instrumentos, poco a poco de tomada la guardia me voy sumergiendo en esa atmósfera de cabina en penumbra, reino de los zumbidos fantasmales, los conocidos roces que emergen de lugares íntimos del barco, el típico freír suave de la radio en escucha. Un lejano cello en popa delata a la bomba hidráulica de los timones; un canto de grillo metálico me dice que la botavara se mece acompañando a la leve e indecisa escora. El hervor que rompe dentro de la pava me sugiere la bendición de una pronta sopa automática mientras decido que al alba pondré lubricante en los motones de las escotas del genoa, la gran vela de proa.
El fino rayo de jade del radar da vueltas como un obsesivo segundero que esculpe el caprichoso perfil de ambas costas. A pesar de su mudez, el GPS me llena de información. Son todos números, pero no necesito ver la carta para interpretarlos. La latitud, longitud, rumbo, velocidad, desviación de curso, hora, tiempo restante hasta el próximo “mojón”, son todas variables que me ubican perfectamente en el fondo de este océano negro en el que me encuentro. Otros instrumentos me dan las velocidades y direcciones del viento aparente y del real, la presión atmosférica y su tendencia, la profundidad, la hora en Greenwich.
Si en la mitad de la nada oceánica necesitase utilizar un sextante, también de un vistazo tendría la hora propicia para usarlo y las posiciones esperables de las estrellas predeterminadas para las observaciones y cálculos. También tengo a disposición todas las variables del motor, de la capacidad de los tanques de combustible y de agua, carga y consumo del sistema eléctrico y más. Sobran los datos..
Como uno entiende todo eso cree que tiene todo bajo control. Sin embargo, durante un anterior viaje a vela desde Isla de Cocos hacia Galápagos en este mismo catamarán, mi amiga Claudine, absolutamente ajena al mundo de los navegantes, me dejó un comentario que nunca olvidé: son instrumentos que miden, pero no controlan. Sabias palabras.
Pensando en esa falsa sensación de control, me coloqué el traje de agua y luego el arnés de seguridad. Salí al cockpit con el humeante tazón a modo de horno para mis manos. Tomo esa sopa bendita y me engancho a la línea de vida para iniciar mi primer recorrido por cubierta. Me sorprende una imprevista media luna tan brillante que no necesito linterna para revisar el estado de todo. El siseo del agua frotando el casco tiene el mismo ritmo que el suave vaivén al que lo obligan las olas. Las proas se sumergen y emergen al unísono (¡menos mal!), levantando un poco de los clásicos bigotes (cuatro en nuestro caso), que tienen la misma edad que la historia de la navegación.
En su erguido y mudo balanceo por intentar verticales imposibles, el tope del palo va uniendo estrellas, bordando la noche con nuevas constelaciones. Quizás las enciende, como aquel farolero virreinal a los faroles que derramaron sombras en el dormido barro y el discreto adobe. El catamarán se desliza cómodamente, pero ignora que es un andar frágil y durará poco.
Estamos muy cerca del final de la isla Chiloé -a cuyo sotavento (reparo) navegamos-, prontos a cruzar el amplio Canal Corcovado y golfo homónimo. Allí ha de aumentar el viento, que llega libre luego de lamer miles de kilómetros de un océano que no le puso barrera alguna. Encrespará las aguas y esas olas rebotarán en el continente, desandarán el camino chocando con las que van llegando. El golfo será un desorden y nosotros, en medio de todo el aquelarre, seguiremos buscando el Sur condenados a nunca ver un amanecer atlántico hasta dejar Chile. Si no se pone muy bravo, en unas cinco horas estaremos nuevamente protegidos por otras islas, las Guaitecas, que son los guardianes del primer canal de los principales, el Canal Moraleda.
En cubierta, todo está convenientemente aferrado, los cabos adujados (enrollados), las manijas de los molinetes en sus bolsillos, anclas trincadas, etc. Ambos cargadores eólicos funcionan de maravillas y cada uno de los dos compases magnéticos marca el Norte que se le ocurre. Perfecto. Es como tener dos relojes: nunca se sabe la hora. Regreso al salón y me percato que estuve fuera más de una hora. Es increíble como uno se engancha con la noche, con el barco, con el mar y los recuerdos, especialmente de aquellos con nombre.
No sé si será mate, té, café o sopa, pero mientras pongo agua a hervir relojeo los números y me dicen que no hay por qué preocuparse. Eso puede significar dos cosas: que todo está bien o que todo está mal, pero armónicamente. (Al final, no hay diferencias apreciables entre la verdad y una mentira perfecta). El radar marca un lejano eco a proa, que no pertenece a ninguna de las dos costas. En la pantalla gradúo un anillo de distancia 5 millas antes de ese eco y tomo el tiempo en que el eco lo corta. En la mitad de mi té ya sé que es un barco que nos cruzará dentro de unos 45 minutos, aproximadamente. Bruno seguirá durmiendo aún pero ya habrá luz. Seguramente, el barco de vuelta encontrada nos contactará por radio para preguntar nuestra derrota y acordar cómo nos cruzamos, amén de saludar respetuosamente. En realidad, llamará para asegurarse que en el puente del barco cuyo eco ven en su radar (nosotros) haya alguien despierto. Yo hice lo mismo varias veces a lo largo de mi vida de navegante. (Más de una vez no hubo nadie en el puente del otro barco y en dos oportunidades casi me cuesta la vida. Pero eso fue en otro mar, barco y viaje. Es otra historia).
En el canal Moraleda, el viento jamás bajaba de 35 nudos. Podríamos hacer noche en varias caletas que conocemos, pero estábamos apurados. Un simple agujerito milimétrico en el tanque de combustible fue el comienzo de una serie de consecuencias que, como un diabólico derrumbe de fichas contiguas de dominó, aún no concluyó. El retraso de un mes en Valdivia fue catastrófico para nuestros planes de cruzar Hornos a fin de junio pues se llevó todo nuestro margen de tiempo. Pero no deseo adelantarme, antes tenemos que resolver otro cruce complicado y tan peligroso como Hornos, si no más, debido a la cercanía de la costa y los fuertes vientos del Oeste que nos podrían tirar contra ella. Según nos informaron los pescadores chilenos: el golfo de Penas, el nombre lo dice todo, es un gran cementerio de navíos en donde los marinos aseguran que ahí el tiempo podía ser peor que en Hornos.

Llegó un fax meteorológico, mostrando la carta sinóptica para el área austral. Me sorprende la cantidad de centros de baja presión que vienen pasando al Sud nuestro, justo por donde debemos ir: un carnaval de remolinos. Si esto se mantiene tres semanas más, estaremos muy complicados.
El viaje desde el inicio del Canal Moraleda hasta la Península de Taitao podría haber sido una delicia, aún con el mal tiempo y frío que soportábamos. Pernoctar cada noche en una caleta era lo planeado, pero no pudo ser debido a las razones ya explicadas. Entre chubascos, el viento y el frío, íbamos tratando de enhebrar los escasos rayos de sol que se filtraban entre las nubes.
La radio no dejaba de ser una diversión muy útil porque me daba la posibilidad de recabar información sobre el sur y charlar de delfines perdidos con los capitanes de las naves que nos cruzaban. La cotidiana presencia de la Rueda de los Navegantes y la del Vasco, nos traían comentarios útiles y la posibilidad de conectarnos con otros veleros que daban la vuelta al mundo por el Ecuador, cuyas temperaturas a bordo y velocidad de sus vientos, explicitaban nuestra poca astucia a la hora de elegir la ruta para hacer lo mismo…
Sacar nieve de la cubierta se transformó en una costumbre más y una buena idea fue vaciar la heladera y dejar su contenido en el cockpit. Nos ahorrábamos energía eléctrica que debíamos generar con gasto de combustible y teníamos el refrigerador más grande del mundo. Van pasando los días y aumentamos la latitud. Voy saludando lugares y caletas conocidas en el viaje anterior, lugares hermosos donde la hemos pasado muy bien. No vimos veleros, lo cual no me llama la atención. A ninguno se le ocurre hacer este viaje en invierno y sin embargo, no saben lo que se pierden. Cada estación tiene su particular belleza.
Seguimos nuestra ruta acompañados por muy pocas aves. Al final, ya cansados decidimos hacer noche en algún lugar cuya distancia al océano abierto nos permitiera llegar a él durante horas diurnas.

Curiosamente, luego de navegar el correntoso Canal Puluche, llegamos frente a una islita triangular llamada Ricardo, en cuyo frente había una pequeña y protegida cala que no conocíamos. Allí dormimos muy bien y desayunamos mejor. Al día siguiente continuamos la navegación con tiempo variable, ya rumbo al mar abierto que se hallaba luego de cruzar algunas islas menores.
Era un riesgo de 150 millas náuticas de largo. Las primeras 100, hasta el Faro Raper serían con costa muy cercana a babor y vientos del océano, sin reparo alguno. El resto, hasta Isla San Pedro al final del cruce del Golfo de Penas, con los mismos vientos del Oeste, pero con doble sistema de olas: las que entraban del océano y sus réplicas que salían hacia el Oeste luego de rebotar en la costa interior del golfo. No era una buena ruta, era la única.
En la península, antes de llegar al mencionado Faro, conocíamos dos caletas en las cuales nos habíamos refugiado el año anterior y resultaron ser protegidas de todos los vientos. En caso de fuertes vientos del oeste, nos podríamos esconder en alguna de ellas. Un punto a favor.

La Península de Taitao es curva y tiene forma de nariz rechoncha que mira al oeste. Es larga y parece infinita. Lleva un interminable día poder sortearla y uno vive amenazado por el clima, que es muy cambiante. Casi en su extremo sur se halla el famoso Faro Raper, uno de los más antiguos de Chile. En él hay una base de recolección de datos meteorológicos y por radio uno recibe un pronóstico que se cumple casi siempre y la autorización de cruzar (o no) el golfo, según sea el clima inmediato esperado, su duración y las características de la embarcación que solicita tal permiso.
El golfo de Penas es una inmensa bahía en forma de “C”, completamente abierta hacia el Oeste y en poco tiempo se puede transformar en un pandemónium. De hecho, antes de cruzarlo nos enteramos por otro barco que una semana atrás había desaparecido un velero de bandera estadounidense. Sus restos se hallaron en la costa. Los cuerpos nunca aparecieron. Como aliciente antes de cruzarlo no era muy bueno que digamos.
Era de noche cuando, frente al famoso Faro nos autorizaron el cruce avisándonos que esperaban vientos fuertes al alba. Hicimos nuestros números y si manteníamos no menos de 5 nudos de promedio, podríamos llegar al otro lado rozando el poste y quedar protegidos por la Isla San Pedro, en la entrada del segundo Canal principal, el Messier. Lo charlamos y decidimos jugarnos.
La noche estaba tachonada de estrellas, acompañada del fúnebre canto de las rompientes en la lejanía. Era tan hermoso que me quedé en el puente con Bruno, bastante tiempo antes de mi turno. Dos horas más tarde en un intercambio radial, un pesquero nos dijo: “eligieron bien, es la primera noche sin temporal en el último mes”. Eso nos animó y volvimos a navegar con spi en pleno invierno, con viento de 20-25 nudos del NW ¡Un regalo! De hecho, habían desaparecido casi todas las nubes y la vía láctea con su trayectoria de alfil se nos ofrecía sin secretos.
Sopa caliente, buena música y una noche impecable para mí solo pues Bruno había cantado las hurras y se fue a probar la calidad de su colchón. El Brumas volaba, devorándose el temido golfo. Faltando aproximadamente un tercio del recorrido, llamé a San Pedro Radio para avisar la hora aproximada de llegada y que todo estaba bien a bordo. El viento se había establecido en fuerza y dirección, el mar también y el radar ya delataba la costa hacia la cual nuestras proas se dirigían. Tenía puesta mi atención en todo.
Menos en aquellas palabras de Claudine…
Por: Ricardo Cufré, escritor y navegante.
Notas
(1) En un viaje anterior a este que narro, luego en Nueva Zelanda y ahora en Valdivia, Mary me hizo morder el polvo de la derrota de la manera más deshonrosa imaginable, aunque no sin cierto orgullo, sigo invicto: nunca le gané.
(2) Para la navegación próxima a Hornos, Bruno había contratado el servicio de “router” de Commander Weather. Es una empresa dedicada al estudio meteorológico de la ruta que uno propone. Ellos manejan datos que nosotros no y además de los parámetros climáticos toman en cuenta características del barco, tripulación, nivel de profesionalismo, estado de salud y alimentación, tiempo en navegación, cansancio, etc. Solíamos recibir un resumen diario, muchas veces con sugerencias a tener muy en cuenta para la toma de decisiones, pues también había capitanes –no sólo meteorólogos- que analizaban la situación.
Por: Redacción