
Nueva Zelanda
Entramos en Bluff Harbour luego de 11.877 millas y 77 días de un mar que nos ofreció generosamente todos los ingredientes necesarios para que la sensación de unánime soledad fuera mayor: desoladora ausencia de sol, barcos, aviones, vida e islas. En el cielo predominó el sombrío gris arratonado, oscuro como ese azul plomo del agua, que a veces fue negro. Y el viento… Ese ubicuo viento… conjurado obsesivo, ronco y bramador, que abusó de velas y jarcia hasta donde quiso, «como juega el gato maula con el mísero ratón…»
Los primeros momentos del amanecer de un franco día soleado fue sobrado motivo para que olvidara todo lo pasado. Una instantánea alegría en el alma convivía con mi desmoronamiento interno. No sé Bruno, pero yo lloraba en silencio por la emoción de encontrar que había mundo otra vez, que había gente, cosas, miradas, gestos, voces y todo, absolutamente todo, diferente a lo nuestro. ¿Y si no fuera Nueva Zelanda? Y si hubiera fallado la electrónica y estuviésemos en otro lugar. No me habría importado en lo más mínimo. El premio era el mismo: había otros en el universo.
Desde la zarpada arrié e icé la dura vela mayor en no menos de 50 oportunidades y bajo toda condición de mar y viento. A veces, me pareció arañar mármol frío, salado y amargo. Esta última no tuvo nada de especial. Fue una maniobra calma, una arriada como la de una cálida tarde dominical en el Río de la Plata. Pero cuando comenzamos a ponerle la funda… Ah… ¡eso fue otra cosa! Con qué placer y ganas me trepaba para hacer fijo su cuello al palo, o fijaba los cabitos para dejarla aferrada a la botavara. ¿Y la docena de inmensas defensas? ¡Jamás las puse con tanto entusiasmo! En un santiamén estaban todas colgando a lo largo de los 14 metros de babor.
Íbamos entrando lentamente, a motor, por el canal de acceso. Había veleros -en Nueva Zelanda los deportes más populares son el rugby y el yachting – desde los cuales sus tripulantes nos miraban con gestos de evidente sorpresa: en Bluff se acaba el país y prácticamente los únicos barcos que reciben son grandes mercantes. La capital del yachting está en el extremo norte, en la ciudad de Auckland. En realidad, los domingueros nautas tenían razones para la sorpresa: un velero nuevo por allí no es cosa de todos los días y menos si además es un catamarán que llega desde el otro confín del mundo. Era mucho para una misma tarde.

Una breve comunicación por radio fue suficiente para comprender dos cosas: cuál era el muelle asignado para atracar y que a mi inglés del secundario -perfeccionado sólo por cantar a los Beatles en infinidad de oportunidades le debería exigir mucho, pues el local era terriblemente cerrado, al más puro estilo cowboy. Luego aprendería que conforme uno va hacia el Norte, el inglés kiwi se torna cada vez más… inglés.
Sobre nuestra banda de babor, muy cerca de un pequeño faro de construcción cuadrada y blanca, llamado Sterling Point, comenzaron a aparecer unas casitas impecables, bellísimas todas y con floridos jardines. Por estribor, una inmensa fábrica de aluminio completaba la escolta de civilización a nuestro arribo. Una doble serie de pilotes colocados en dos líneas paralelas oficiaban de balizas que marcaban perfectamente el canal de acceso al puerto. Entrando, a la izquierda postes rojos… los de la derecha, color verde… muy bien señalizado.
Le comento a Bruno que tenemos que atracar en el muelle 3, y desde el timón me pregunta ¿y cuál es el muelle 3?
No lo sé Tano, – le contesto mientras salgo al cockpit a empacharme de humanidad -, te juro que es la primera vez que intento dar la vuelta al mundo en cata, con una escala en Bluff.
Supongo que los kiwis son británicamente ordenados y deben tener alguna señal. Ya verem… ¡Allá… allááá Tano! -le dije contento mientras le señalaba un lugar y agradecía mentalmente a todos los reyes desde Arturo a la fecha, pasando por el octo-monógamo Enrique VIII-, ¡allá, en un galpón…! Fijate que tiene pintado un “3” inmenso en la pared.
Así era. Sobre un cuadrado negro de no menos de 4 x 4 metros, un enorme 3 estaba derrochando blancura. Nadie podía equivocarse.
Mientras tanto, todos los pilotes color rojos imperial nos pasaban por babor a metros de mi nariz y yo sospechaba… ¿Qué hay de raro en todo esto, que no me gusta, que me parece extraño? Estaba incómodo “in crescendo”.
Otra vez esa sensación de que algo no andaba bien, como me pasó la noche del spi que no estaba. De repente me di cuenta de lo que pasaba y le grité a Bruno
-Tano, estamos entrando mal, tenemos que dejar los postes rojos por ¡estribor!
Al instante, Bruno comenzó a reaccionar con el timón, pero apenas el Brumas comenzó a caer a babor comprendí perfectamente lo qué estaba pasando y le vuelvo a gritar:
-Noooooo, disculpame, ¡estaba todo bieeeeennnn! Volvé a dejar a los rojos por babor.
Sólo su indulgencia me salvó de ser pasado por la quilla (doble castigo en este caso). La causa de mi confusión se debió a que era la primera vez que navegaba en aguas con el «otro» sistema de boyado I.A.L.A., el «A», y se entra «al revés» que en casa, que es el sistema I.A.L.A. “B”.

Un nuevo llamado de radio nos pidió que no desembarcásemos sin antes ser visitados por las autoridades locales, las que estarían a bordo a la brevedad. Al llegar a nuestro lugar de atraque nos amarramos y no me fue ajeno el hecho de que estábamos atados a la tierra nuevamente. Un raro sentimiento me recorría. De la más ecuménica libertad a estar amarrados, inmóviles.
Todo era misterio, preguntas. La altura del largo muelle de inmensos adoquines pulidos por el agua era tal que no podíamos ver cómo era el puerto. Por encima de esa pared vertical, sólo el cielo. ¿Lo demás? Quién sabe. Sobre la banda de estribor, la que quedaba del lado del agua y a unos 100 metros, en ancho de la dársena, sobre el muelle de enfrente se levantaban las típicas instalaciones portuarias. Galpones muy grandes, grúas, etc.
Me llamó la atención el estado de las cosas. Todo pintado y limpio. Era domingo y el puerto estaba en completo silencio. Me sorprendió gratamente ver que unos chicos nadaran y jugaran en esas aguas portuarias, zambulléndose desde uno de los muelles, de unos 4 o 5 metros de altura. ¡Que los chicos jueguen despreocupadamente en aguas portuarias verdes… qué lujo y qué control del medioambiente! Este país ya me comenzaba a gustar. Nuevamente me fijé en el suave color jade de las aguas de los docks y no lo podía creer. Verde… Me acordé de los 1000 días del Riachuelo, que aún está solo y espera…
Las instrucciones recibidas por radio indicaban que esperáramos a las autoridades. Como dos amas de casa puntillosas a punto de recibir visitas en muy pocos minutos ordenamos y limpiamos el barco, aunque en realidad, no hizo falta mucho pues siempre estaba presentable. Cuando terminamos de ubicar el último almohadón se escuchó el ruido de un vehículo que frenaba. Allá arriba y muy cerca del borde del muelle se detuvo un coche blanco, japonés último modelo, con un coronado escudo indescifrable en su puerta delantera. No pierden tiempo las autoridades, pensé con una sonrisa. Esto me sigue gustando.
Segundos después de sendos portazos aparecieron dos sonrientes e impecables funcionarios, que nos miraban desde las alturas. Cortésmente el mayor de ellos solicitó el típico ¿“May I come in Sir?” (¿Puedo embarcar señor?), y esperó la centenaria autorización del capitán de la nave.
Amplias sonrisas y apretones de mano nos dieron la bienvenida a Nueva Zelanda. Los Funcionarios eran Nicole, una muy joven Oficial de Bromatología y Bernie Bell, Agente de Migraciones y Aduana simultáneamente. (¿Prácticos los kiwis eh?) Nadie más. Qué diferencia al viaje anterior con Bruno. En Isla Malpelo (Colombia) y El Chaitén, Chile, además de tener que esperar por horas a los funcionarios pertinentes, cuando llegaron nos llenaron el barco de uniformados, con borceguíes de combate embarrados, y armas largas. (Las diferencias no acabarían ahí).

El trámite de acceso al país fue sorprendentemente sencillo. En medio de una charla cordial, no más de dos minutos fueron suficientes para que todos los formularios fueran llenados, sellados, autorizados y entregadas las copias. Nos enteramos con sorpresa que estábamos autorizados a quedarnos por un año, pasado el cual, si no renovábamos la autorización, ni zarpábamos, Bruno debería pagar el 10% del valor del barco en concepto de multa. En mi doble papel de Segundo Comandante y Chepibe de Navío me até un piolín en el dedo, para no olvidarme.
Contestamos algunas preguntas sobre la tenencia de envases abiertos de lácteos, verduras, carnes, embutidos o miel. Nuestras respuestas fueron estrictamente la verdad: excepto un envase de miel, de lo demás ya no teníamos nada. Nicole nos explicó amablemente que debía retirar el envase abierto de miel, pero que sería conservado en frío y devuelto un día antes de nuestra partida. Le dijimos que la conservara, que no la íbamos a retirar y que la consumiera pues era miel cruda de la Patagonia, artesanal, y envasada por Horacio, un amigo de Bruno. Su tenue gesto de desconfianza me hizo suponer que Nicola conocía a Horacio. El mundo es un pañuelo.
Recién luego de concluir con su tarea oficial y bajo insistencia, accedieron a tomar un café para el espíritu. (En Colombia no sólo tardaron horas en desembarcar, sino que se lo pasaron de gran charla, nos vaciaron el café y las bebidas para el espíritu. Creo que eran unos 8 militares. No hicieron su trabajo de revisar el barco ni controlar documentación y además nos dejaron toda la cubierta embarrada).
Fuera de lo bromatológico, los Oficiales Bernie y Nicole no revisaron nada de a bordo, aunque, sólo por curiosidad dado que era el primer catamarán que tenían oportunidad de abordar, luego de haber finalizado la parte legal, aceptaron la invitación a la recorrida por los interiores de Brumas. No podían creer el viaje que estábamos haciendo y mucho menos que hayamos elegido el pequeño puerto de Bluff para nuestra única escala. Se los veía contentos por este detalle.
Arrésteme sargento y póngame cadenas
Como broche de oro del procedimiento legal de nuestro ingreso al país, el polifucionario sacó de su portafolios una verdadera colección de fascículos, todos con la misma diagramación de tapa. Los extendió en abanico sobre la mesa, como un vendedor ofreciendo su mercadería: Eran las normas del puerto. Seguridad, cuidado del medioambiente, prohibiciones, oficinas, horarios, medios de transporte, plano portuario, etc. Toda la info necesaria para desenvolverse sin problemas. Nos dio a elegir el que quisiéramos. Y digo elegir, pues cada uno estaba impreso en un idioma diferente, entre los que recuerdo, amén del inglés, el alemán, francés, español, árabe, japonés, hebreo, holandés, ruso e italiano.
Jamás me sentí tan bien tratado por institución estatal alguna. Nuevamente… esto me está gustando. Neozelandeses prácticos: al poder leerlo en tu idioma, estás inhabilitado para aducir desconocimiento en caso de infracción. Aplausos.
Ya a punto de irse, Bernie nos hace la pregunta temida por todo navegante a vela: ¿hay algún arma a bordo? (1)
Ante nuestra respuesta afirmativa, nos indica que las leyes nos impiden portar armas a bordo pues en Nueva Zelanda está prohibido la tenencia y que la debíamos depositar en la Policía durante el tiempo de nuestra estadía. Acto seguido, Bruno va a buscar su revólver de cowboy más grande que el que usaba Wyatt Earp en su cartuchera izquierda (¡Qué viejazo! ¿Alguien se acuerda de esa serie de t.v. de los 60´s?).

No me voy a olvidar la hermosa sensación que me dio la instantánea actitud de Bernie cuando Bruno le ofreció el arma, mejor dicho… el gracioso paquete lleno de nudos que la contenía. El oficial dio un paso atrás y levantando su mano le dijo a Bruno: ¡No! La Ley me impide tocar el arma. Debe llevarla Ud. cuando pueda. Si lo desean, los llevo y los traigo en mi auto ahora mismo, o me llaman por teléfono y los vengo a buscar.
¿¡Quééééé!? ¿Un Súbdito de la Reina, un Funcionario del Imperio ofreciéndose amablemente de fercho? No lo podía creer ¡Volvé Enrique VIII te perdonamos!
Así fue como hicimos nuestra entrada triunfal en la ciudad de Invercargill, media hora y 22 km. después: en un auto de la aduana kiwi.
Por: Ricardo Cufré, escritor y navegante.
Nota
1) En la navegación deportiva, la tenencia de armas a bordo en largos viajes ha sido un tema delicado desde hace tiempo. Un velero es un “boccatto di cardinale” para la piratería y/o el pillaje, dado que es una presa fácil, lenta, con gente no entrenada en defensa, inerme y con un supuesto buen botín al que tener acceso. No solamente se los ataca por el robo, sino para ser utilizada la nave como transporte de droga, dado que cuenta con los documentos absolutamente legales de autorización de zarpe del último puerto tocado.
En este caso, la exterminación de toda la tripulación es casi condición sine qua non, lo que sucede luego de inenarrables sufrimientos, en especial a las mujeres. En caso del mero pillaje, puede haber sobrevivientes. Lamentablemente, las condiciones de seguridad cercanas a las costas se han degradado mucho, desde los tiempos en que se desarrolla la presente narración a hoy. Hay áreas enteras en el mundo en que las compañías de seguro no aseguran al velero y las derrotas que se realizan son obligadamente más largas para evitarlas.
Hay muchos países conflictivos con costas que obligan a largas navegaciones muy lejos de éstas, lo que aumenta los riesgos y disminuye la probabilidad de rescate. Entonces, el tema de llevar armas a bordo surge como una disyuntiva atroz: ¿navego sin capacidad de defensa o las llevo? ¿Y si me hacen la pregunta …qué respondo? ¿Lo niego, lo admito? Si respondo negativamente y las encuentran, en el mejor de los casos tengo una multa grande o problemas legales que con mucho dinero gastado en abogados quizá quede libre o aun así seré encarcelado con condenas y condiciones carcelarias atroces casi siempre. Puede haber muchos problemas legales.
Un barco se considera terreno del país de la bandera que porta. Ese país puede o no permitir la posesión y portación de armas. Pero las leyes del país de arribo pueden ser muy diferentes, y uno YA INGRESÓ a terrenos con esa jurisdicción, pues está en su puerto. En fin…. No hay aún hoy nada claro en este delicado tema en el que está en el tapete el derecho a la defensa de la vida en circunstancias harto asimétricas en contra de la tripulación.
Por: Redacción