
Alimentación
Contrariamente a lo que se pueda pensar, la alimentación no fue cuidadosamente planeada y tampoco hubo alcohol a bordo, excepto 3 botellas de champagne para brindar en ocasiones especiales, como fin de año, o el cruce de los 3 cabos que nos esperaban a proa. Como yo no tomo alcohol, realmente no sentí su falta a bordo. En cuanto a mi Capitán, desconozco su opinión pues jamás demostró nada al respecto. Eso ratifica que es un excelente actor.
La razón de no haber planificado la alimentación es muy simple: hace años que Bruno vive abordo navegando continuamente, y ya sabe perfectamente qué cosas – y en qué cantidad -, se consumen durante las travesías. Ya les había dicho que a bordo no teníamos “freezer”. Como la carne no es imprescindible, no lo necesitamos y eso permite ahorrar un motor, sus complicaciones y gasto de energía.
Ambos confiábamos ciegamente en la generosidad de los mares para pescar y obtener carne de la mejor calidad. Por supuesto, nos equivocamos rotundamente. En toda la vuelta al mundo, pudimos pescar solamente un pequeño atún de unos 6 kilos, que nos permitió gozar de su deliciosa carne durante una semana. Este maravilloso acontecimiento ocurrió en la mitad del Pacífico, o sea cuando ya sólo faltaba el 20% del recorrido.
Teníamos latas de casi todo, especialmente una buena cantidad de leche evaporada y leche condensada. Las verduras en lata que llevamos fueron: remolachas, arvejas, chauchas, choclo, tomates. Teníamos diferentes pescados en lata (atún, sardinas y caballa), guisos de lentejas, sopas, etc. Una comida que me atrevo recomendar es la famosa “polenta”. Es sumamente nutritiva, muy fácil y rápida de hacer, digerir, e increíblemente barata. Además, puede suplantar al pan, acompañando a otras comidas.
Las verduras naturales que llevamos fueron lechuga, tomates y pepinos. Todas aguantaron unos 45 días sin problemas y eso nos permitió comer abundantes ensaladas durante mucho tiempo. La heladera no estaba exageradamente fría, por eso la lechuga pudo durar tanto. Teníamos gran cantidad de papas, algo de batatas, cebolla y zapallo. También era abundante la provisión de arroz y pastas (secas) de distinto tipo, especialmente “spaghetti”, como así también, caldos y sopas deshidratadas.
Con el pan no hubo ningún problema. Para los desayunos de las primeras dos semanas comíamos el pan blanco y negro común en rodajas cuadradas que se venden en los supermercados. Luego, cuando comenzaron a tener hongos, separábamos esas partes y comíamos el resto, hasta agotar ese tipo de pan. Además, llevábamos muchísima “galleta de campo” que nunca se pudre. Es el mismo pan que usan los habitantes de zonas muy aisladas en la Patagonia. Esa gente sólo compra pan cuando va al pueblo, dos veces al año, y les dura sin problemas. Cuando llegamos a Nueva Zelanda la repartimos entre nuestros amigos, no podían creer que comían pan que había sido hecho casi 3 meses antes, en la Patagonia. También teníamos una gran cantidad de tostadas. Había suficiente jalea de distinto tipo (que nadie comía), manteca y quesos (que ambos comíamos). Por supuesto, había mucho café, té (de varios tipos) y mate.
Como a Bruno le gusta cocinar -y lo hace excelentemente-, teníamos todo tipo de condimentos, especialmente ajo, el cual comíamos todos los días. Las frutas naturales que llevamos eran pomelos, manzanas y kiwis, además de algunas latas de ensalada de frutas. En general, el menú se repetía cada 4 o cinco días, por lo que no producía aburrimiento. La excepción a la regla era la verdura, pues cada día por medio comíamos ensaladas, que acompañaban a la comida principal. La calidad de la alimentación fue excelente. Muy sana. Pese a que comíamos mucho, llegamos a nuestro destino con algunos kilos menos. Pero como ambos estábamos excedidos al momento de partir, la “dieta de la vuelta al mundo” ha sido efectiva, sin sufrimiento y barata. La recomiendo fuertemente.
Nuestro día clásico de comida comenzaba al amanecer, o algo más tarde, cuando Bruno, que siempre estaba de guardia a esa hora, me despertaba. Comenzábamos con unos matienzos y comíamos uno o dos kiwis y un pomelo cada uno. Luego de algunas horas, pero siempre antes del mediodía, hacíamos el desayuno “fuerte”, con pan, o tostadas, o galletitas (cookies), manteca, queso. Teníamos largas temporadas de té o de café, pero nunca alternamos entre ellos en forma diaria. Luego, al atardecer, hacíamos una abundante cena. Siempre distribuíamos las comidas de esta manera. Como yo no estaba acostumbrado a esta forma de comer, generalmente en mi segunda guardia de la noche sentía hambre nuevamente pues entre la cena al atardecer y el desayuno fuerte (a eso de las 11 horas del día siguiente), tuve que esperar hasta 17 horas. En ese caso, a eso de las 2 a.m., tomaba una sopa deshidratada o un té, acompañado de una rodaja de queso o pan. Esto me sucedió cuando fuimos al sur, en invierno. Las noches duran hasta 16 horas y se hacen muy largas…
Las comidas siempre fueron abundantes. Estoy seguro que podríamos haber comido menos, pero teniendo en cuenta que cocinar y comer tiene una parte gratificante muy necesaria a bordo (especialmente comer), realmente no nos hemos preocupado en ahorrar alimentos y además nunca fue necesario hacerlo. La mayoría de las comidas eran ensaladas, distintos guisos sobre la base de arroz, risottos, polenta, papas de diferentes formas. Siempre se utilizó la olla a presión y jamás se hicieron comidas fritas. Suele suceder que un cocinero siempre tiene un plato especial para sorprender a sus amigos. Bruno no fue la excepción y, ciertamente, me sorprendió.
Recuerdo que cierta tarde, antes del ocaso, mi querido Capitán decide cocinar un “pulpo a la gallega”. La receta es sumamente sencilla: sólo papas, aceite de oliva, sal, pimentón y una lata de pulpo; de la que teníamos muchas. Una vez cocinada la comida, cuando Bruno abre la olla a presión… ¡horror!, se había olvidado de poner el pulpo, y la lata estaba sin abrir, riéndose en la mesa de la cocina. Como si esto fuera normal y nada hubiera pasado, Bruno puso la lata, cerrada, en la mesa, al lado de la fuente. La comida fue deliciosa. Bruno acababa de inventar un nuevo plato: el “pulpo a la gallega sin pulpo”. A partir de ese momento, siempre que a bordo hubo “pulpo a la gallega”, el pulpo jamás salió de la lata. Cocinar de esta manera tiene la ventaja de que es mucho más económico, y con una lata de pulpo un cocinero hábil puede hacer esta comida durante varios océanos, sin temor a que se acabe el pulpo, aunque la tripulación sea numerosa y hambrienta. Para que este plato sea realmente exquisito, recomiendo que la lata, cerrada, no esté a menos de 15 cm. de la fuente. De esa manera, se evita que las papas tomen un demasiado fuerte gusto a pulpo…

División de tareas a bordo
En general la mayoría de las tareas a bordo fueron compartidas, aunque hubo algunas pocas que no. Las razones de tal división del trabajo a bordo son variadas. Por ejemplo:
Cocinar: Siendo Bruno quien siempre realiza las compras, él es el que conoce la exacta provisión de abordo, los condimentos, etc. Si a eso le sumamos su motivación personal -es un verdadero gourmand-, y “buena mano” para cocinar, es lógico que naturalmente se haga cargo de esta tarea. Se sabe que, a bordo, “el que cocina no lava”, eso significa que yo he tomado a mi cargo el lavado de todo lo referente a la cocina.
Cambio de aceite a los motores: Como Bruno vive a bordo y lleva un registro exacto de las horas de funcionamiento de cada motor, esta tarea la siguió resolviendo él.
Navegación y Libro de Bitácora (Log Book): tareas inherentes al Capitán. Bruno lleva un inmenso, personal y obsesivamente detallado Libro de Bitácora, que tiene cerca de 30 ítems distintos. Registra diariamente absolutamente todo. Por ejemplo, si Ud. Desea conocer el consumo de combustible del motor pequeño del dinghy durante la primera semana de octubre de 1995, no tiene más que ir al libro y fijarse. Todos los días a las 08:00 hora de a bordo, Bruno hace las anotaciones correspondientes desde el primer día en que compró su primer catamarán (el BRUMAS es el segundo).
Reparaciones
En Nueva Zelanda, ambos hemos trabajado mucho haciendo de todo, en cambio en navegación en general, estaban a mi cargo. Tengo una natural tendencia y gusto por hacerlas, no importa el tipo que sean. Por suerte, Bruno jamás me impidió realizar nada de lo que yo creí necesario hacer. En ese sentido me tuvo confianza ciega y se lo agradezco. He metido mano en absolutamente todo lo de a bordo: mecánico, eléctrico, electrónico, velas, cabos, etc.
Maniobras en cubierta: siempre iba yo a proa y Bruno quedaba con el control de los diferentes cabos, en el cockpit. Hubo unos pocos casos excepcionales en que necesité de su tremenda fuerza para arriar el spi en tormenta. Terminado mi trabajo en proa, regresaba al cockpit y me encargaba de ordenar los diferentes cabos que se habían utilizado.
Las guardias: se realizaban sólo de noche. Aprovechando que me quedaba lavando la cocina, la primera siempre la hacía yo, luego, cada tres horas cambiábamos. Si las circunstancias lo permitían, el que se quedaba de guardia podía dormitar un poco en el sofá del salón, siempre con el traje de agua puesto. Cada 20 minutos se controlaba el radar. Las veces que fueron necesarias, se despertaba al compañero para realizar alguna maniobra.
Todas las demás tareas de a bordo fueron compartidas. Si bien, llegado el caso, los dos podíamos hacer todo, ambos teníamos diferentes habilidades específicas. Creo que la natural combinación de esas habilidades permitió que nos complementáramos mutuamente, elevando nuestra eficiencia como equipo. Llegó el momento en que no fue muy necesario hablar a bordo. Cada uno sabía lo que tenía que hacer. Para mí fue emocionante llegar a conocer al barco tan bien como su Capitán; aprender el lugar de cada una de las infinitas cosas de a bordo y reconocer los viejos ruidos e interpretar a los nuevos. El BRUMAS me había enseñado su idioma; única manera de entenderlo y de poder ayudarlo a que nos ayude. Un verdadero diálogo entre nosotros: él con sus sonidos… yo con mis acciones.
Primera Etapa. PUERTO MADRYN – NUEVA ZELANDA
11.877 millas. 77 días. Sobre un total de 61 días sin sol, 47 fueron seguidos. Varios temporales. Una tempestad. Máxima latitud alcanzada 51ºS. Avistamientos de costas, barcos, aviones o vida marina: ninguno. Enigma nocturno.
Zarpamos. Golfo Nuevo, Península de Valdés
El domingo 23 de noviembre de 1997 fue hermoso en Puerto Madryn. Una mañana fresca y sin nubes nos dio la despedida. La noche anterior Bruno durmió a bordo y yo no, yo quería despedirme de la tierra y, al menos con la mirada, también de las personas. Mi último café con leche y medialunas lo tomé en un bar frente a la plaza de Madryn.
En una servilleta de papel escribí las primeras líneas de este viaje: “Me parece todo irreal, que yo ya no pertenezco… Tengo la rara sensación de desdoblamiento, como si me viera en una película”. Hay desconocidos que desayunaban en mesas cercanas y los miré pensando en que ellos ignoran que quizás tengan la inútil importancia de ser las últimas personas que yo vea en vida. No traté de alejar ese tipo de pensamientos, por el contrario, intenté mirar todo con la curiosidad de un detective recién llegado a la escena del crimen. Luego del desayuno caminé lentamente hacia la playa, en donde hice señas al BRUMAS para que Bruno viniera a buscarme en el bote.
Estoy solo en la gran playa. Llegué hasta la orilla y veo mis huellas en la arena, que se dirigen al mar. Llega Bruno. Una vez en el bote, miré hacia atrás, a esa arena en la que dejé lo que podrían ser mis últimas marcas, mis últimas pruebas de que existí y ocupé un lugar. Mientras miraba mi última huella, recordé la primera pisada de Armstrong en la Luna. Esa primera pisada está condenada a la eternidad, y mi última –que apenas me sugería- ya comienza a diluirse bajo el suave e indeciso borde del mar. En ese momento exacto, recuerdo ahora, sentí que comenzó mi vuelta al mundo. Ya estaba viviendo el viaje, el único viaje posible que me permitiría regresar sin haber cambiado de rumbo. Mi vuelta al mundo comenzó en un bote de aluminio.
A las 11 horas zarpamos. Nuestros amigos ya habían desembarcado y regresaban en dinghy a la costa. Bruno, desde “su” timón de estribor, me hace la esperada seña, me dice que “sí” con un leve movimiento de cabeza. Un gesto mudo, casi imperceptible, pero que fue el gatillo de la mayor aventura de mi vida. La primera amarra la solté rápido, casi sin pensar. Cuando voy a la otra proa para liberarnos de la segunda, me doy cuenta de que es distinta a la anterior, muy distinta.
Es la “última” amarra, de la que realmente depende la ancestral pertenencia del hombre a su tierra. La liberé lentamente de la cornamusa y me detuve en la última vuelta. La retuve unos segundos. Era la ancestral mano de la tierra que aún tomaba a la mía. Desaferré esa vuelta que quedaba y el grueso cabo que se sumergía en el misterio sobre el cual íbamos a vivir, sólo estaba unido a mi mano. Qué tremendo poder tenía en esa mano…. Solo abrirla y cruzaríamos el espejo de Alicia, ya no “seríamos” de la tierra, sino del mar, quien antes que el tiempo se acuñara en días, ya estaba y era. (4)
Me emocioné cuando la liberé. Mientras miraba cómo se hundía ondulante, como despidiéndose, me invadió otra vez esa profunda sensación de “ya no pertenecer más” y las dudas abordaron mi mente. ¿Cuánto tiempo pasará antes de volver a esta misma amarra, a este simple cabo? ¿Qué cosas nos sucederán antes? ¿La volveré a tomar yo? Está tan cerca… sólo un metro, que ahora mide 22.000 millas. Al final, dar una vuelta al mundo significa tomar la misma amarra recorriendo el camino más largo. Rascarse una oreja con el brazo de enfrente.
Puerto Madryn se halla en el fondo del Golfo Nuevo, en la conocida Península de Valdés. Las costas del golfo, como la mayoría de todas las patagónicas, son acantiladas y rápidamente, alcanzan profundidad. Todos los años, en los meses de octubre y noviembre, vienen a este golfo las ballenas francas a parir. Por eso, con Bruno estábamos muy atentos a la superficie del agua. No queríamos chocar nuevamente con una ballena y suspender el viaje, como ya había sucedido hacía dos años exactos.
Para llegar al Océano Atlántico hay que navegar unas 4 horas a buena velocidad pues la distancia que separa a Madryn del océano es de unas 34 millas, aunque el tamaño del golfo es tan grande que bien puede ser considerado un mar. El clima es seco y los vientos son duros, pues vengan de donde vengan, pueden correr libremente. Al momento de nuestra partida no podríamos haber tenido un viento más favorable, pues lo recibimos con 27 kts. del W y debemos ir hacia el E. El día es maravilloso, casi sin nubes y con un sol potente, padre de sombras con bordes definidos, filosos como navajas.
Lentamente, Bruno va poniendo el rumbo correcto y el BRUMAS comienza a volar hacia Punta Ninfas, que es el extremo sur de la boca de entrada al golfo. Rápidamente alcanzamos los 12 Kts. de velocidad. De repente me recorre un pequeño temblor. Miro a proa, al horizonte y no puedo abarcar a todo el mundo con la mente. No puedo entender, realmente, cuánto falta ni qué significa “dar la vuelta al mundo”. Sin embargo, no me intranquilizo. Mi alma está en paz porque ayer, en mi pensamiento, he hablado con quienes quiero y ellos me han sonreído. Estoy viajando lleno de sonrisas ajenas. No puedo imaginar mejor comienzo
Tenuemente, la costa y la ciudad de Madryn se van esfumando, entrando a los mares de los recuerdos, esos que siempre se agazapan en la estela de los navegantes. Estamos navegando solos y fue una zarpada silenciosa, casi una huida. Las olas son pequeñas, perfectamente ordenadas y todas tienen su cresta blanca. Al BRUMAS lo escolta una infantería de mármol.
Algo después del mediodía, una puñalada blanca en el horizonte deviene velero conforme se nos acerca. Cuando la distancia lo permite, vemos que es un catamarán. Sin duda alguna debe ser el GOLFO AZUL, el catamarán dedicado al chárter de buceo en el golfo, gemelo del primer catamarán de Bruno. El GOLFO AZUL se acerca para navegar junto a nosotros por un rato, y despedirnos.
Navegan a unos 30 metros por nuestra banda de babor. Intercambiamos las frases que siempre se repiten cada vez que un barco zarpa, uno de los ritos más antiguos de la humanidad. Al rato, lentamente van dando la vuelta. Los miro muy detenidamente. Ahora siento la pena de la despedida. Pese a que casi no conocía a ninguno de ellos, siento que “me voy” y que ese barco que ahora está con rumbo opuesto a nosotros y alejándose, en realidad es toda la humanidad que se aleja de mí. En ese momento, me era imposible imaginar que esa imagen iba a ser la última de un ser humano durante los próximos 77 días.
A las tres horas de comenzar el viaje, los famosos vientos del Oeste, los westerlies, deciden cambiar de dirección. Se establecen del SE, y como nosotros estábamos con un Rumbo 120º para pasar muy cerca de Punta Ninfas y entrar al Atlántico, tuvimos que seguir navegando “echando bordes”. Por supuesto, ni Bruno ni yo nos imaginamos que estos vientos contrarios iban a ser sólo los “embajadores” de todos los del SE que vendrían luego, motivando un atraso del 25% sobre el tiempo previsto. Lo frecuente es que en esas latitudes predominen casi con exclusividad los vientos del W, pero parece que ese año, la ruleta decidió otra cosa.
Exactamente a las 15 hs., yo estaba afuera, en el cockpit, gozando de una tarde espléndida. Bruno abre la puerta y desde adentro me pregunta: “¿Es un poco prematuro usar la carta de Madagascar? Como la tengo al alcance de la mano…”
El ataque de risa duró varios minutos. Este viaje comenzaba muy bien, pese a que luego decayó totalmente el viento y tuvimos que seguir a motor para salir del golfo cosa que recién logramos al ocaso. Ocho horas para una travesía que deberíamos haber hecho en la mitad del tiempo. Todo un presagio.
Por: Ricardo Cufré, navegante y escritor.
(4) Extraído del poema “El mar”, (J.L. Borges). Nadie describió el mar como Borges. Lo dijo todo.
Por: Redacción