Las reparaciones
Nuestra estancia no fue sólo tomar café con gigantes medias lunas de jamón y queso; hacer trámites ante amables funcionarios fiscales o ir de compras a una ferretería caminando anchas veredas mirando sus floridos canteros.
Entre otras muchas, habíamos arribado a NZ con un par de reparaciones impostergables y de vital importancia: la fijación al mamparo de la sala de máquinas de estribor de la caja de engranajes del timón de esa misma banda y el cambio de 2 de los 3 cables que sostienen el palo de las velas. Sin eso reparado era imposible continuar el viaje.
Nos comunicamos con CATANA en Francia y le explicamos el problema. Dos semanas más tarde recibimos un juego nuevo, completo, de esos cables, con la modificación solicitada en sus terminales, causa del problema. Los nuevos cables estaban perfectos y, luego de cambiarlos, nunca volvimos a tener problemas.
En cambio, la reparación de la fijación de la caja de engranajes del timón de estribor demandó mucho trabajo. Dibujé un plano previo con la solución propuesta y lo envié al astillero para su consulta. Una vez aprobada la idea por los diseñadores del astillero pusimos manos a la obra y, realmente, quedó perfecto. Jamás hubo problema alguno.
Aprovechando nuestra forzada estadía por cuestiones burocráticas bancarias, fueron realizados infinidad de trabajos menores de todo tipo. El único inconveniente era el clima. Todos los días fueron extremadamente ventosos, fríos y con lluvias, lo que nos interrumpía la mayoría de las labores y poco a poco, nos fuimos dando cuenta que el tiempo que habíamos decidido tomarnos para recorrer el país se iba perdiendo: La zarpada no era inmediata, ni infinito nuestro tiempo.
Entre otras, el puerto de Bluff tiene dos ventajas especiales para veleros: en menos de 200 metros a la redonda existen todos los talleres navales posibles en los cuales se soluciona cualquier cosa, por más complicada que sea. Además, la envergadura de los trabajos de taller que pueda tener un velero, por más grande que éste sea, es ridículamente pequeña en comparación con los que se realizan cotidianamente en cualesquiera de esto talleres, cuyos servicios estaban a la altura de las reparaciones de los grandes mercantes que atendían.
Así, siempre éramos «la mascota» de sus clientes habituales y nos hacían todo con una calidad, rapidez y buena disposición como no creo que haya otro lugar en el planeta. Lo hacían porque querían ayudar a dar una vuelta al mundo a dos forasteros que jamás volverían a ver, que pasaban por sus vidas y herramientas como el viento por las velas. Cabe aclarar que la mayoría de las gauchadas eran gratuitas, sin importar el tiempo dedicado a resolver el problema.
Mary, la señora de Bruno tuvo un protagonismo fundamental aún en los peores momentos de los trabajos. Había llegado a Bluff poco después que nosotros, en avión, lo que muestra a las claras su inteligencia y sentido común. Su aporte sumó muchas horas de labor en condiciones muy duras. De hecho, debido a la lluvia, viento y frío, éramos los únicos que trabajábamos a la intemperie en el puerto.
Pintar el fondo con la típica pintura específica para evitar las incrustaciones de vida marina (antifouling) fue una tarea de esclavos egipcios. Durante los 8 días de un trabajo que normalmente puede llevar uno sólo hecho por 2 personas, a nosotros 3 el viento y la lluvia no nos dejaron en paz. Aún recuerdo a Mary, horas y horas aguantando el castigo de las turbonadas que se formaban bajo el casco del Brumas. Es más, cualquiera que se colocara a sotavento de los pinceles y rodillos podía quedar como un cuadro de Pollock. De hecho, aun no comprendo cómo hicimos para no dejar la obra muerta como un perro dálmata: No hubo ni una manchita diminuta que limpiar por encima de la línea de flotación.
Cuando bastante tiempo después tiramos al agua a mi querido catamarán, tenía ya instalados los dos motores nuevos. Sus leales Volvo, aún con media vida por delante y vencedores de todos los océanos durante casi 15 años, fueron cambiados por dos Yanmar nuevos de la misma potencia, 23 hp. cada uno. Fue una decisión de Bruno, obviamente, para tener un 100% de confiabilidad en la planta motriz. Y menos mal que lo hizo, aún ignorábamos lo que nos esperaba.
En el muelle de los pescadores
Un par de días después de realizado el sencillo papeleo de ingreso, nos mudamos al muelle de las pequeñas lanchas de pescadores, un muelle angosto de madera y sobre pilotes. A diferencia del puesto inicial, en éste estábamos desprotegidos del viento y de las corrientes de marea, pero totalmente a salvo de los inmensos mercantes que evolucionaban dentro de la dársena anterior.
Bluff está a la misma latitud que nuestro Puerto Deseado (47º44’ S) en la Pcia. De Sta. Cruz. Y, como él, es muy ventoso y frío gran parte del año. Recuerdo un atípico sábado de sol en el que soplaron 63 nudos (unos 116 km/h) y nos obligó a establecer unas muy largas líneas de amarre cruzados al muelle de enfrente, para alejar el nuestro del muelle pues era terrible como trabajaba el barco contra él y temíamos que estallaran las defensas. Las mareas eran bastante pronunciadas y como el acceso del mar era por el angosto canal, la velocidad de las corrientes generadas por ellas llegaba a los 8 nudos.
Aun así, La vida de muelle era realmente hermosa. De vez en cuando llegaba algún velero de Australia, con rumbo al norte de Nueva Zelanda o a la Polinesia. Ninguno para Hornos. Los vecinos que teníamos, pescadores o navegantes deportivos, fueron formidables. Hombres de mar, cuando no estábamos a bordo y cambiaban las condiciones climáticas, al regresar siempre nos encontrábamos con que alguna mano invisible nos había corregido las amarras. Una verdadera maravilla.
Recuerdo con especial cariño a un muy amable matrimonio canadiense. Candy y John. Ambos eran Diseñadores Industriales. No sólo diseñaron su VOLO de unos 15 metros de eslora, sino que lo construyeron con sus manos, en aluminio y en su casa.
Pocas veces he visto tal calidad de construcción hasta en los más mínimos detalles de soldadura. Por dentro era un reloj suizo de precisión y armonía. Minimalista en su aspecto, madera clara, y tenía de todo, incluyendo un taller modular en proa (obviamente inmediatamente antes del mamparo de colisión) que ya quisiéramos más de uno tenerlo en casa.
El aprovechamiento volumétrico interno era el epítome del ingenio. Todo se plegaba, extendía, abría o giraba. Rubik, el inventor del célebre cubo, caería de rodillas en un incontrolable ataque de epifanía funcional. Sigo creyendo que es el único barco del mundo que tiene un tablero de dibujo de arquitecto, tamaño normal y que además, como lo esencial, es invisible a los ojos. Por supuesto, incluía la “regla T” orientable de rigor.
Sentado normalmente frente a la mesa de navegación y sólo con dos dedos, se lo extraía de su “estuche” (que lo disimulaba totalmente y al mismo tiempo hacía de techo del ambiente a proa de la mesa de navegación) y conforme se desplazaba éste tablero se iba inclinando hasta quedar con el ángulo justo para poder dibujar sobre él. Un matrimonio de genios que, además, se llevaban envidiablemente bien. Ojalá hayan seguido felices, compartiendo vida y millas.
A nuestra proa, estaba atracado un pequeño catamarán a motor, de aluminio, cuya función era controlar el crecimiento de las ostras del fondo del mar de las inmediaciones. Se verificaba regularmente su tamaño para, oficialmente continuar la veda o habilitar su recolección para la exportación toda vez que las ostras tuvieran el tamaño mínimo correspondiente.
Fui invitado a ir a uno de esos viajes de toma de muestras, que con regularidad realizaba ese barco. Llegados a un determinado lugar a pocas millas del puerto, arrojaban una pesada canasta enrejada metálica con forma de paralelepípedo abierto por una de sus caras. Ésta se remolcaba como una vieja draga de cuchara y luego de navegar lentamente una distancia preestablecida, la izaban.
Se vertía el contenido en popa y se controlaba ostra por ostra, llevando la cuenta de las cantidades por tamaño y así sacar datos estadísticos para, al fin, poder tomar una decisión. Para medirlas, utilizaban anillos metálicos de diversos diámetros, por cuyo orificio pasaban o no, las ostras. Por supuesto, solían quedarse con algunas para comer.
Me ofrecieron, me insistieron en realidad, darme una bolsa repleta de esas ostras. Como jamás me han gustado, rechacé amablemente el obsequio y regresé al Brumas con las manos vacías. Cuando a la noche se lo comenté a Bruno, se agarraba la cabeza… ¡Una bolsa… una bolsa llena de ostras y dijiste que no! Me repitió por dos días. Me había olvidado que a él le encantaban las ostras, un verdadero ostradicto. Casi me ahorca con la driza de la mayor, colgando yo de la galleta. .
Otra circunstancia muy favorable que teníamos eran las duchas de la compañía de estibadores. Su gerente, cuya oficina estaba a unos 400 metros del catamarán, siempre nos dejaba la puerta abierta para que tuviéramos libre acceso a las duchas de la empresa. Poder bañarnos todos los días con agua hirviendo a presión en baños amplios e impecables y para nosotros dos solamente, era un placer sublime. Si algún lector es velerista y hubo arribado a un puerto frío y ventoso luego de muchos días de mar, coincidirá conmigo en que no hay adjetivo que exagere el placer que significa agua caliente a discreción concentrado en un grueso chorro a presión.
A los pocos días de llegar, ya teníamos amigos en casi todos los negocios de Bluff. Y al día posterior al que el periódico de Invercargill nos hiciera una nota, ya éramos los famosos de la ciudad y del puerto Bluff.
Tuvimos muchas cosas para arreglar e inconvenientes de todo tipo, como cualquier viaje de esta índole. Y no recuerdo una sola solución en la que no haya estado involucrada la gente del lugar, con su siempre generosa actitud hacia nosotros.
Desde el tiempo y la distancia, mi gratitud hacia todos ellos. Buena gente los kiwis australis. A tener en cuenta si alguno piensa andar por los lejanos sures oceánicos.
Algo de turismo y algunas pinceladas de la gente
Como dije, Nueva Zelanda tiene el 10% de nuestra superficie y población. Se desarrolla de Norte a Sur y está compuesta por dos islas principales y muchas muy menores. De las principales, la del Sur es la mayor y está separada de la del Norte por el Estrecho de Cook. La capital de NZ, Wellington -la ciudad de los vientos-, se halla en el Sur de la Isla del Norte.
De los 81 días de nuestra estadía, sólo 9 fueron de «franco». Y aproveché para ir hacia el Norte. Quería llegar a Wellington pues tenía un motivo ineludible: buscar huellas de Vito Dumas. Su segunda escala de su vuelta al mundo fue en el Port Nicholson Yacht Club, en dicha ciudad. En su inolvidable «Los cuarenta bramadores» Dumas dedica algo más de cuatro capítulos en los que narra su escala en Nueva Zelanda entre fines de diciembre del 42 y fines de enero del 43.
Yo estaba ansioso por recorrer las mismas calles que él cuenta que caminó, ver dónde dejó amarrado al L.E.H.G.II , tratar de hallar la casa en que vivió, diarios de época y, de ser posible, ubicar una película que él cuenta que alguien le tomó cuando zarpó rumbo a Valparaíso. Esa película me obsesionaba.
Mis esfuerzos no fueron en vano y los cinco días de investigaciones en diferentes archivos de diarios, revistas y bibliotecas de Wellington dieron sus frutos: pude hallar muchas cosas (1) Además, en esta bellísima ciudad, fui a visitar a nuestra más flamante embajada, recientemente abierta.
Llamé desde un teléfono público y quien me atendió se sorprendió que yo no necesitara nada. Cuando me preguntó para qué había llamado le explique qué añoraba mi lengua, mi acento. Hacía más de dos años que no escuchaba castellano y menos el porteño. Les pregunté si tenían yerba y me dijeron que no en la oficina. Cuando me preguntaron cómo había viajado, les conté e inmediatamente me invitaron a charlar con el Embajador don Enrique de la Torre, navegante él también.
Compartimos un maravilloso almuerzo en el mismo club que Dumas estuvo 55 años atrás: el Port Nicholson Royal Yacht Club (el Y.C.A. kiwi). Esa noche, fuimos a cenar con la gente de la embajada y la pasamos estupendo. He sido excelentemente bien recibido y tratado en mi Embajada. Lástima que no había yerba…
En el viaje hacia el norte visité varias localidades: Dunedin, Christchurch, Queenstown, Blenheim, Nelson Lake National Park, Saint Arnaud, Picton y Wellington.
Un mismo denominador en todas ellas: no vi signos de pobreza, no se utiliza la bocina, no hay aire contaminado, la limpieza urbana es una constante, el estado de los museos, baños públicos, escuelas y bibliotecas es excelente. En ningún lugar escuche ni vi que la gente hablara de política, al menos en los términos en que nosotros lo hacemos.
Las veces que he preguntado al respecto, a diferentes personas de diferentes lugares, la respuesta fue similar: no es un tema que les quite el sueño. La gente tiene su trabajo y los políticos el suyo, fue la idea general de las respuestas. En general, el comercio cierra entre la 5 y las 6 de la tarde. No es necesario extender los horarios comerciales.
Sí he notado algo que cambia conforme voy hacia el Norte: la pronunciación del idioma, se hace más abierto. En síntesis, en el norte se habla inglés. (Al menos, el que yo comprendía y me expresaba sin problema).
Poco a poco se iba acercando nuestra partida. No era inminente, pero un presagio inexorable de padecer un nuevo adiós ya me invadía. Me sucede cuando debo volver a zarpar. Es una sensación presente, de anticipación de un pasado que me espera en el futuro. Un nuncio de la nostalgia. Una marea lenta que va cubriendo una playa de muy poca pendiente. El agua tarda en llegar hasta su natural límite de pleamar, pero llega. Siempre lo hace. Entonces comprendo que comienza mi proceso interno de despedida y eso empaña tenuemente el goce de las últimas cotidianeidades.
Todo comienza a tener un aura de “ultima vez”. El desayuno en Robert Harris acompañado de la charla con sus dueños; la compra en la ferretería condimentada con la calidez del cajero, algunas caras de Bluff que me sonríen sin saber que yo ya no lo hago por dentro; la vidriera de la librería de libros usados que tan mágica y oportuna fue a la hora de mi investigación sobre Dumas. Todo tiene una extraña pátina de adiós, con el agregado de que es el definitivo y por lo tanto, inapelable. En cierto sentido, como la muerte. No en vano se dice que partir es morir un poco…
Una gris y ventosa mañana estaba caminando por el muelle de madera de los pescadores. El catamarán, unos metros detrás de mí y empujado por las fuertes rachas, tiraba de las amarras y éstas chirriaban. Se quejaban, como vienen haciéndolo desde los albores de la navegación. El típico sonido a ramita seca pisada y partida, que delata, en los cabos, la terrible fricción entre sus cordones internos debido a la tremenda fuerza de tracción a la que está sometida la amarra. Aun así, luego de casi cuatro mil años parece que todavía no aprendieron a realizar su trabajo en silencio.
Con las manos en los bolsillos del grueso gabán azul oscuro y gorro de lana, caminaba ensimismado en esos pensamientos de recordar experiencias vividas en este lugar antípoda del mío. El fuerte y siseante viento en mi cara impidió escuchar que alguien se acercaba por la espalda. Me toca el hombro y, al tiempo en que escuché un hey Ric, good morning, giré algo sobresaltado.
Alan, visiblemente emocionado, me informa que la noche anterior había fallecido su padre y nos invitaba a una muy sencilla e íntima reunión familiar y posterior oficio religioso. Obviamente íbamos a acudir y así se lo dejamos saber. Nos llamó la atención la dirección que nos había dejado: No era la de su hermosa y amplia casa.
La razón de que no fuese en su domicilio quedó clara en el mismo instante en que llegamos y junto a la desaparición del misterio apareció una sorpresa mayúscula: la “sencilla e íntima reunión familiar” de los tres hermanos Forrest tenía no menos de 150 personas, decorado de fiesta, un conjunto de música local, mesas llenas de comidas varias, gente bailando, canilla libre de todas las bebidas imaginables. ¡Era una jarana con todas las de la ley! Bruno, ¿dónde nos metimos? ¿Es la dirección correcta?
Por suerte, desde un lejano rincón del inmenso salón, medio descamisado Alan nos saludó. Vino hacia nosotros, transpirado y sudoroso de tanto baile y nos presentó a su hermano y hermana. Todos ya empinaditos, reían y lloraban al mismo tiempo. Un rato después, para rematar nuestra sorpresa, se formó el clásico “trencito” con ¡¡¡Alan de locomotora!!! Ese velatorio era el acabose…
El calor de la fiesta iba in crescendo. Yo no salía de mi asombro. La banda de rock no daba ni pedía cuartel. La gente se turnaba entre el baile y la reposición de energía y líquidos. Eran enjambres en derredor de las mesas y parecían la misma plaga de langostas que no comía desde su última escala técnica en Egipto, tan bien documentada por el periodismo de entonces.
Un largo rato después desaparece la música y se detiene el baile: Por el micrófono del cantante un agitado Alan informa a todos que ahora había que ir a la iglesia. ¿Esa horda con pinta de zombies recién liberados de algún ovni iba ahora y así a la iglesia a despedir al padre de un amigo? Los kiwis, al menos éstos, seguían sorprendiéndome.
Llegamos al templo algo más tarde que el resto pues nos perdimos en el camino. Eso motivó que sólo halláramos lugar en el “pullman” de la inmensa y ultramoderna iglesia. No cabía un alfiler. Todos los largos bancos estaban ocupados, había gente parada a los costados de la nave principal y sentada en el suelo del pasillo central. Obviamente eran muchos más que los “íntimos” asistentes a la conga finalizada un rato antes. Algunos, se acomodaban hasta en ese espacio entre el retablo y el altar. Si me hubiesen dicho que vendrían los Beatles a tocar, lo habría creído.
El problema de estar ubicados allá arriba –bastante más cerca del dios kiwi- era que entre la reverberación y el sonido ambiental de murmullo, no podíamos entender lo que decían los oradores. Luego Alan me explicaría que los que hablaban eran amigos del padre, compañeros de trabajo, antiguas novias, etc. Todos aquellos que querían decir algo relacionado al difunto. Lo que me descolocaba totalmente, es que la gente cada tanto estallaba de risa. La iglesia era un manicomio. Parecía un recital, no de los Beatles, sino de Les Luthiers! Terminado el “sacro oficio”, regresamos al barco totalmente desconcertado y lleno de preguntas.
Días después, nos encontramos con Alan. Le conté de nuestro desconcierto, dado que no tenemos la costumbre de hacer fiestas en los velorios ni partirnos de la risa en las iglesias y menos aun despidiendo a alguien. La explicación me dejó pasmado. Me dijo que él, su familia, amigos y “en general” los kiwis veían a la muerte con otros ojos, no sin dolor. La alegría demostrada no estaba exenta de tristeza por la partida de su padre y se debió a que despedían a una querida persona que había tenido una buena y larga vida, que había sido divertido y gentil con todos y que lo despedían como a él le hubiera gustado irse: Como vivió, alegre, con ganas de vivir, aún en los difíciles años de la Segunda Guerra Mundial, en la que combatió de joven en Sumatra, defendiendo a su patria de la invasión japonesa.
Esa forma de ver una muerte y “festejarla”, me pareció –y aún pienso ¡igual! – maravillosa. En mi opinión, una óptica mucho más positiva. Para reflexionar un poco ¿No?
En otra oportunidad fui a visitar el Nelson Lake National Park. (Parque Nacional Lago Nelson). Una belleza con mil distintos tonos de verde en los bosques de las montañas, que abrazaban un lago precioso. Allí sucedió algo relacionado con esa “otra óptica”, forma de ser, o tolerancias… que tienen los neozelandeses.
Caminaba por un sendero del bosque. Una brisa desenredaba diversos aromas de los árboles y alimentaba mis fantasías. Las mismas personas que estuvieron en mi corazón a bordo durante el viaje, ahora caminaban a mi lado. Charlaba con ellas cuando, desprevenido, atravieso un espeso follaje de ramas bajas y llego a un gran llano.
El césped estaba cortado como el de una cancha de golf. Una edificación moderna ocupaba el centro. Muy sencilla. Una planta sola. Pared de un amarillo casi blanco, impoluta, techo bajo de tejas rojas a dos aguas. Pregunto y me responden que es la iglesia del parque.
Ajá, una Iglesia… Y ¿el campanario? Y ¿la cruz? Eso más bien parecía un gran chalet de planta rectangular, quizá algo más grande que una cancha de tenis. Llamaba la atención su pulcritud. La pared que me enfrentaba no tenía ventanas y no veía las otras tres.
Se acerca una dama que caminaba sin dirección, como yo. Me presento y le pregunto cómo puedo entrar a la “iglesia”… si hay algún horario. Me responde que la puerta siempre está abierta y que debía doblar al final de la pared para hallarla.
Efectivamente, hallé la ancha puerta de 4 hojas, de la “iglesia”. Nadie en los alrededores. Solo me acompañaban los naturales colores y sonidos de un bosque acariciado por la brisa. Ingresé y quedé estupefacto.
No hay pila con agua bendita, ni símbolo religioso alguno. No hay cruces, ni cristos, ni santos ni altar. No hay confesionario, ni púlpito. Tampoco vitreaux con las consabidas escenas bíblicas. Ni frases en latín. Pues no será cristiana, pensé. Pero tampoco había Estrella de David, ni Medias Lunas, escrituras árabes, cirílicas o hebreas… Nada. Con excepción de los típicos bancos largos con reclinatorio, no había absolutamente nada, ni un tótem aborigen, que indicara un culto específico. Sin embargo, esa “iglesia del parque” tenía algo que me llegó al corazón y aún continúa allí.
En el fondo, mirando a la puerta de entrada se alzaba el retablo más hermoso que he visto en mi vida: de pared a pared y del piso hasta ese techo a dos aguas, esa pared era del vidrio más cristalino posible y la visión de los bosques, la montaña y el lago en perspectiva habría dejado estupefacto a un ciego. Uno entraba y de golpe se topaba con “eso”, lo que se veía a través de ese retablo de cristal tan limpio que parecía no estar. Lo único que yo veía era la naturaleza y lo que sentía era que con su Excalibur de belleza me atravesaba dulcemente el corazón. Ingresé en un trance estatuario.
En algún momento y a unos metros delante de mí, la única persona que había se levantó de uno de los bancos y, por el pasillo central entre ellos, encaró hacia la puerta para salir. Cuando pasó a mi lado, le pregunté en un susurro perdón, ¿de qué culto es este templo? De todos, incluso de los que no profesan culto alguno.
Esa respuesta fue un agradable rayo interno. Sentí que entonces algo no cerraba dentro de mí. La dama se retiró. Me quedé absolutamente solo, en el fondo de un océano de silencio y belleza que, por suerte de vez en cuando me embosca disfrazado de recuerdo, como en el momento en que esto relato.
A la estación del tren rumbo a Wellington regresé sumergido en la desesperanza porque comprendí cuánto nos faltaba para pensar así y que ni siquiera íbamos en esa dirección.
Pasan unos pocos días. La zarpada ya se podía rozar. Pocos días antes de ella nuevamente aceptamos otra invitación de Alan: el desfile del 25 de abril, el ANZAC’s Day, el día de las fuerzas armadas australianas y neozelandesas. (Australia and New Zealand Army Corps).
Llegamos a la Avenida Dee, que estuvo hasta ayer a oscuras y hoy sembrada de bombillas… Y colgaron de un cordel de esquina a esquina un cartel y banderas de papel lilas, rojas y amarillas. Fiesta.
Fiesta por doquier. Banderas de NZ y Australia –prácticamente indistinguibles una de otra- empavesaban las calles. Durante el desfile casi no había presencia militar pero sí veteranos muy viejitos, los más, en sillas de ruedas. Creo que hubo uno solo –más de 90 años seguro- del desastre de Gallipoli, el resto eran de la Segunda Guerra.
Quienes caminaban más o menos formados, más o menos a ritmo con la música de la banda, eran civiles de todas edades, profesiones y oficios. También niños en edad escolar. Me explicó Alan que ese desfile se realiza como muestra de gratitud y en honor a quienes pelearon y cayeron en Gallipoli , ante el avance otomano, en 1915 durante la Primera Guerra Mundial y a los de la Segunda que detuvieron en Sumatra el avance nipón hacia Australia y N. Zelanda. El desfile lo realiza la civilidad en homenaje y agradecimiento a sus fuerzas armadas y no a la inversa como es habitual. Uno no está acostumbrado a eso. Otra historia, otra cultura.
En pleno desfile, me llamó la atención la cantidad de gente que vendía con total éxito unos bizcochos. Todos iguales. Nadie dejaba de comprarlos. Alan me ofreció uno para probar y fue instantáneamente adictivo. Muy dulces y crocantes. Se llaman ANZAC Bisquits (bizcochos ANZAC). Nacen con el hambre de los soldados en la defensa del Estrecho de los Dardanelos (2) uno de los mayores desastres bélicos para Inglaterra en toda su historia. Los hacía la gente y los enviaba al frente. Son bizcochos “nacionales” y hasta donde sé, está prohibida su comercialización, con excepción del día del desfile y lo recaudado va para los hospitales de veteranos. (3)
El día anterior a nuestra zarpada, Alan nos dejó a bordo una lata de 10 kilos de estos bizcochos. No nos duraron el cruce del Océano Pacífico. Nuestra debilidad fue más grande y poderosa que el mar. Nunca entendí porque se llaman debilidades, si son más fuertes que nosotros. (O. Wilde)
Hacia Hornos
Un buen día, nos sorprendió la realidad: debíamos partir de este país de ensueño. Casi tres meses habían pasado volando. Quizá demasiado tiempo pues conocí gente con la que fue imposible no involucrarme. Pero así son las cosas en la vida del navegante. A veces hay más adioses que olas.
Me había acostumbrado rápidamente a un tejido social en ciertos aspectos muy diferente al mío, pero al que me adapté rápidamente. ¿Quizás porque la percepción de quien está de visita es diferente al que tiene que trabajar para sobrevivir? Puede ser, pero lo cierto es que lo que sentía era de todo menos ganas de irme.
Antes de zarpar para el Cabo de Hornos, el Brumas Patagonia fue revisado como nunca. A bordo, todo estaba reparado, pintado, cambiado, testeado, engrasado, soldado, fijado, regulado, sellado, adujado, conectado, llenado, limpio y estibado con minuciosidad: Manzanas y morrones verdes a estribor, rojos a babor.
Para no luchar contra la tremenda corriente de marea entrante, decidimos esperar la bajante, que se daría a las 3 de la tarde del 29 de abril de 1998. Eso dio tiempo a nuestros amigos a venir a bordo un buen rato. Nos trajeron varios regalos para cada uno, algunos de ellos para abrir durante el viaje.
Llegó la maldita hora del comienzo de la corriente de bajamar y tuvimos que partir para aprovecharla en nuestro favor. Alan Forrest, una de las personas más generosas que encontré en mi vida, quiso encender ambos motores. Fuimos a la sala de máquinas de estribor, giró las llaves de contacto, nos estrechamos muy fuertemente en un abrazo que aún puedo sentir. Ninguno de los dos podía hablar. Ambos teníamos la certeza de que con él y su hermosa familia, no volveríamos a vernos, nunca más.
Desde entonces, jamás quise comunicarme con ellos ni con otras personas que conocí. Ciertas palabras de Dumas en los “Cuarenta bramadores” retumbaban en mis oídos como lo hicieron muchas veces, en otras tantas partidas: no dejes que la mano de tu amigo se caliente en la tuya. Uno ignora cuán cierta es esa frase hasta que lo padece. Ya entonces, en mi estela había muchos adioses.
En ese momento largamos amarras. Íbamos alejándonos muy lentamente de Bluff Harbour, como si no quisiéramos hacerlo. A diferencia de un avión, la desventaja de una partida en velero es que uno tiene mucho tiempo para mirar por última vez cosas y personas que ahora pertenecen a su corazón y, sin embargo, debe dejarlas en tierra.
Mientras navegábamos el canal, por nuestra banda de estribor iban desfilando las mismas casas que vimos un domingo al llegar, casas que ya no tenían ningún misterio para nosotros. Me despedí de una en particular, que tiene un balcón de madera verde “inglés”, una cálida y gorda salamandra de hierro negro cerca de un sillón donde he leído y unos ojos de horizonte hechos con virutas de cielo que me anticipaban el mar.
El barco de Lynn y Earl Hoffmann nos escoltó, totalmente empavesado (embanderado). Recuerdo que el cielo tenía una luz muy especial, parecía de aluminio. Además, el sol estaba casi oculto tras del cerro Bluff y el paisaje se recortaba a contraluz. Una tenue bruma lo cubría casi todo cuando el barco que nos escoltaba viró en redondo luego de saludarnos con su sirena.
La última imagen que tengo es el brazo levantado de Lynn y en la costa, la primera luz de Bluff que se acababa de encender. Quizás, la de una casa que conozco bien.
Un rato más tarde, a proa todo era negro y a popa…
… a popa, Nueva Zelanda era solo luciérnagas que suavemente se balanceaban al unísono en la noche unánime.
Por: Ricardo Cufré, escritor y navegante.
Notas
1) En realidad, hallé mucho pero luego de haber revisado todos los archivos vinculados al cine en Nueva Zelanda, no pude hallar la película filmada el día que zarpó Dumas hacia Chile a fin de enero de 1943 y de la que sólo escribió la frase “…mientras el cinematografista registra la escena”. De esa película, su fantasma me persiguió en los años de investigación para su biografía. Sin embargo, mágicamente, un día antes de nuestra zarpada para Hornos y estando yo a 800 km. al sur de ese corto film, apareció. Debido a las más que extrañas, varias y sorprendentes circunstancias que se conjuraron para su hallazgo, puedo asegurarles que esa…esa es otra historia.
2) El Estrecho de los Dardanelos se halla en el extremo oriental del Mar Mediterráneo (De hecho, es el final oriental del Mar Egeo). Lo separa del pequeñísimo Mar de Aral, en cuyo lado opuesto comienza el Estrecho de Bósforo, que finaliza en el Mar Negro. El E. de los Dardanelos tiene un largo de unos 60 km. y su ancho varía entre 1,5 y 6,5 km. siendo su profundidad media unos 60 metros. Como el Estrecho del Bósforo, es una vía de una vital importancia estratégica comercial y militar desde hace siglos. Ambos estrechos son la única vía que conecta a los países con costas sobre el Mar Negro con el Océano Atlántico.
3) Quien desee la historia completa y la receta de estos muy dulces bizcochos ANZAC, puede verlo en: https://www.196flavors.com/es/australia-galletas-anzac/ y otros lugares.
Por: Redacción