El siguiente relato carece de dos pretensiones: la de enseñar a navegar y la de intentar tener valor literario alguno. La primera de ellas queda de manifiesto por la nada casual falta de terminología náutica y explicación de maniobras a bordo. La segunda la aprendí –por suerte tempranamente- de José Hernández: no pinta quien tiene ganas sino quien sabe pintar.
En cambio sí tiene otras pretensiones: la de describir tanto un viaje como los sentimientos que afloraron durante su transcurso; la de meramente entretener con el relato y quizá la que más anhelo: que se encienda aunque sea en uno solo de los lectores, la pregunta mágica que origina toda acción: ¿por qué no?
Antes de zarpar juntos, les presentaré al barco y su tripulación
Mi amigo Bruno Nicoletti (63 al momento de zarpar) es mucho más argentino que italiano: llegó a nuestro país siendo muy joven, arañando los 13.
Entre algún par de olas, Bruno me contó que nació en el Véneto. Una mañana cualquiera salió de su casa rumbo a la escuela y dos mares después (Mediterráneo y Atlántico), en el puerto de Río de Janeiro un marinero descubrió un polizón que quería llegar a la Argentina. Una vez aquí, el sueño de Bruno se hizo realidad: trabajó varios años como tripulante de buques de nuestra Flota Mercante y comenzó a hacerse amigo del mar…
Desde fines de los 50´s construyó una impresionante trayectoria como buzo deportivo. Más de 5000 inmersiones en varios lugares del mundo lo han transformado en una leyenda viviente de ese deporte en nuestro país y el extranjero. Si bien el mar apareció muy temprano en su vida, tuvo que esperar llegar a los 60 años para decidir que ya había tenido sobrado tiempo bajo el agua y ahora quería estar sobre ella.
Hace algunos años que vive a bordo de su barco y – hasta el momento de zarpar en este viaje- navegó en forma ininterrumpida por el Caribe, el Mediterráneo, el Atlántico Norte y Sur y circunnavegó América del Sur. Siempre en catamarán (1)
De sí mismo, Bruno dice ya no me siento ciudadano de ningún país y no le falta razón: cientos de puertos en su estela lo confirman.
En mi vida, el mar también apareció temprano. Lo conocí en mi adolescencia, en y por el Liceo Naval y nunca me abandonó. Tengo 47 años, (hoy 68) soy argentino, hace 54 que navego y durante 23 enseñé a hacerlo.
Antes de esta vuelta al mundo, además del Río de la Plata, he navegado por el Caribe, las costas del Brasil, Pacífico Central y Sur, y Atlántico Sur desde Río de Janeiro a Ushuaia. Aunque no fue a vela, también tuve la suerte de navegar cruzando el Estrecho de Drake y conocer la Antártida. Hace 28000 millas en catamarán que mi compañero de aventura, Bruno Nicoletti, me honra con su amistad. Sin duda alguna, uno de los mayores tesoros que el mar arrojó a mis playas.
Si tuviera que sintetizar la principal diferencia entre Bruno y yo, diría que él es un hombre de mar y yo simplemente un navegante. El no necesita regresar a puerto y yo sí. Antes de este viaje, Bruno y yo no nos conocíamos. Nos habíamos visto ocasionalmente en 1993, durante una charla sobre su vuelta alrededor de América del Sur en catamarán, recién concluida.
Esta conferencia, organizada por el Centro Argentino de Pilotos de Yate, Bruno la dio en el salón del Yacht Club Olivos, donde nos encontramos por primera y única vez. Ambos ignorábamos los secretos planes que Neptuno nos tenía reservados. Apenas cuatro años después, los acontecimientos sucedidos entre nosotros y la impecable coordinación con que aparecieron para anudar nuestras alejadas vidas, casi me tentaron a sospechar la existencia de alguna magia interviniente.
Una ballena decidió la tripulación
A mediados de diciembre de 1995, se editó «Vito Dumas. Testimonios de la leyenda». Yo ignoraba que tres semanas antes, Bruno y su catamarán “Brumas Patagonia” habían zarpado desde Puerto Madryn para dar la vuelta al mundo. Tampoco sabía que a los 4 días de navegación, el catamarán habría de embestir una ballena y torció sus timones (Los del catamarán, pues parece que los de la ballena estaban mejor construidos). Bruno decidió regresar a Buenos Aires para repararlos.
Yo estaba con toda la euforia por la por la reciente publicación de la obra, cuando me enteré de lo sucedido. En ese momento, algo raro pasó dentro de mí. Sencillamente me quedé petrificado y supe que iba a cumplir el sueño de todo navegante: dar la vuelta al mundo. Ante mis narices tenía la oportunidad de intentar hacerlo.
En el ambiente del yachting argentino un viaje alrededor del mundo no sucede casi nunca. En los 130 años de historia que tiene este deporte, solo lo hicieron el célebre L.E.H.G. II (Vito Dumas, 1942/3) y el Manobrava (Roberto Baylac, Coca y Guillermo Mariani, 1987/92) (2). Ahora, Bruno y su catamarán Brumas Patagonia iban a intentarlo. ¡Yo tenía que estar a bordo!
Le escribí una carta ofreciéndome como tripulante. Siguieron dos meses de espera en ansioso silencio. Yo estaba seguro de que su contestación iba a ser “no”, pero no podía dejar de intentarlo. No me lo hubiese perdonado por el resto de mi vida. Cuando al fin encontré su respuesta grabada en el contestador telefónico, me quedé duro. Colgué el teléfono y me emocioné mucho. Estaba aterrado y con un nudo marinero en la garganta. No sabía qué hacer. Bruno me había aceptado. ¿Y ahora qué hago?
Antes de zarpar
Las preguntas me golpeaban la cabeza como una lluvia de granizo: ¿Cuál es la ruta? ¿Cómo es la tripulación? ¿Cuánto dinero necesitaré? ¿Cuándo zarpamos? ¿Cuándo regresamos? Las preguntas me seguían castigando. Rápidamente, empecé a encontrar razones para NO ir. ¡Qué fácil que se encuentran! Conforme pasaban las horas, mi cabeza hervía de “razones” para “NO” ir. ¿Cuánta gente en el mundo habrá pensado o soñado, alguna vez, en dar una vuelta al mundo, a “su casa”, sin importar el vehículo sino, simplemente, hacerlo. Yo tenía la oportunidad al alcance de la mano y dudaba.
Para no traicionarme, a mis mejores amigos les dije que me iba a dar la vuelta al mundo a vela. Ese compromiso era muy grande. La vergüenza por no realizarlo sería mucho mayor que el temor a dejar todo y zarpar. Recuerdo que una noche, me miré en el espejo y me pregunté “¿y… te animás o no?”. La mañana siguiente, en plena afeitada, miré el espejo y de repente, inundado por una tranquilidad muy profunda y comenzando una tenue sonrisa me dije… “vas”. Creo que fue ese el momento en que realmente tomé la decisión. A partir de allí, pude dormir tranquilamente. Desaparecieron todas las razones para quedarme y tuve la íntima y total convicción de que zarparía con un solo rumbo: al E.
Recién a principios de marzo de 1996 Bruno y yo nos volvimos a encontrar por segunda vez en nuestras vidas. Fue en el YCA San Fernando, a bordo del catamarán que nos protegería durante la travesía. Cuando lo abordé, no lo podía creer. ¡Era un portaaviones! Y además, hermoso. Nuestra reunión fue muy corta. Ambos estábamos tratando el viaje a vela más importante de nuestras vidas y sin embargo, mis preguntas – y sus respuestas -, fueron muy pocas y cortas: ¿Cuándo zarpamos? ¿Cuántos somos en la tripulación? ¿Qué gastos deberé pagar?, y … ¿Cuál será la ruta?
“Zarparemos en setiembre de 1997. Seremos sólo vos y yo. Deberás pagarte tu comida y gastos personales en puerto. La ruta será Puerto Madryn, Bluff Harbour (Sur de Nueva Zelanda) y Puerto Madryn nuevamente”.
Instantáneamente el corazón me dio un salto: ¡prácticamente esa era la ruta de Vito Dumas, la de los 40 bramadores! En ese momento sentí algo complejo dentro de mí, una rara mezcla de emociones simultáneas: un profundo agradecimiento a la vida, un respeto hacia Vito, pues yo sentí que seguía metiéndome en su vida; un temor físico ante el océano por venir; el gran interrogante que significa el poder escribir otro libro cuyas páginas aún estaban en blanco…
Me considero biógrafo de Dumas y el tremendo viaje que iba a realizar con Bruno era algo así como una continuación de mi investigación sobre su vida. Iba a conocer al inmenso amigo y contrincante que Dumas tuvo en toda su existencia. Iba a encontrarme con el mar, con “su” mar, y eso, lo confieso, me hizo sentir de todo menos tranquilidad. Las pocas diferencias entre el inigualable viaje del L.E.H.G. II y el Brumitas, fueron pocas pero profundas (en nuestro favor): nosotros haríamos una escala sola, en vez de las tres que hizo el Navegante Solitario; éramos dos; teníamos electricidad y toda la tecnología de ese momento. Un océano de diferencias y una sola y definitiva cosa en común: el mar. Ese mar que decide si uno pasa o no.
Yo recién finalizaba de publicar su biografía y ahora la vida me ofrecía la oportunidad de conocer el mismo mar que desafió Vito Dumas. Habían pasado 56 años, pero el mar era el mismo. Esa eternidad, esa ronca inmutabilidad azul me apabullaba, pero también me permitía sentir que Vito y yo podíamos compartir exactamente lo mismo, y a la hora de sentir emociones ambos seríamos, en última instancia, dos seres humanos tripulando veleros que siempre, absolutamente siempre… son pequeños.
Bruno y yo sabíamos lo que queríamos, por eso la charla en que nos pusimos de acuerdo no duró más de 10 minutos. Fue suficiente para que el compromiso mutuo fuera total. No se necesitaba más. Faltaba un año y medio para la zarpada, pero cuando se sienten certezas el tiempo se transforma en un detalle menor. Nuestro viaje alrededor del mundo había comenzado cuando, sonriendo en silencio, nos dimos la mano anudando nuestras voluntades y fantasías.
Ambos sabíamos que la naturaleza siempre ofrece aventuras. Y esta vez no fue la excepción.
Por: Ricardo Cufré, navegante y escritor.
(1) En lengua tamul, catamarán significa “canoa hecha con 2 troncos”
(2) Al momento de esta publicación, se suman los siguientes veleros : Yaguaran, Club, Huayra y NDS Darwin
Por: Redacción