
El espacio postsoviético sigue sin lograr estabilidad política ni reducir algunos conflictos históricos. Desde la caída de la Unión Soviética en 1991, la fragmentación de las 15 Repúblicas tuvo una evolución a distintas velocidades y con alineamientos diversos. Mientras las Bálticas, Ucrania, Moldavia y Georgia se integraron o acercaron a occidente, algunas de extracción islámica se inclinaron a Medio Oriente, otras aun buscan identidad y varios han experimentado una involución democrática (Bielorrusia, Kirguistán o la misma Azerbaiyán en guerra con Armenia).
Rusia, como heredera de facto de la URSS, no ha logrado mantener la unión pese al interés de Vladimir Putin de recrear el perímetro de la URSS y expandir influencia. Tampoco una zona económica unificada.
Las repúblicas del Cáucaso y centroasiáticas, estrechas aliadas del Kremlin, por la diversidad étnica y religiosa muestra un cuadro de inestabilidad asociado a la puja geopolítica del convulsionado Asia Menor. La guerra entre Armenia (cristianos) y Azerbaiyán (musulmanes chiitas) es un ejemplo reciente de ese complejo crucigrama de poder y antagonismo. Moscú suministra el 100% de armas a Ereván y el 31% a Bakú (la amplia mayoría restante son adquisiciones militares a Israel). Turquía (sunita) apoya a Azerbaiyán reabriendo la grita histórica con Armenia. Irán chiita apoya a Armenia.
Rusia considera a la presencia turca como una amenaza de intervención preocupante en la guerra del Cáucaso. También con riesgo que pueda influir en el cinturón islámico de la ex Unión Soviética. Las diferencias entre Moscú y Ankara se agrandan. En la guerra civil en Siria mantienen puntos de vista contrapuestos, en Libia apoyan a grupos distintos enfrentados y difícilmente Rusia deje a Armenia a merced de Turquía en el conflicto con Azerbaiyán. En el sensible cuadro del Mar Mediterráneo Oriental no existen mayores coincidencias entre Moscú y Ankara pese al distanciamiento turco de la OTAN. Turquía aspira a mayor protagonismo a través del puerto de Beirut (Líbano chiita), Rusia con el puerto de Tartus en Siria y China en Haifa (Israel).
Moscú ve con desconfianza el giro de Turquía hacia un proyecto islámico neo otomano. La teocracia iraní tampoco parece dispuesta a ceder protagonismo o permitir que el chiismo sea subsumido por directrices sunitas turcas. Arabia Saudita, como líderes principales del sunismo, es otro contendiente que podría afectar las aspiraciones turcas de panislamismo marcando preferencias por el concepto de panarabismo. El futuro, en ese marco, es impredecible.
El Presidente Erdogan, tras una reforma constitucional que lo consolida hasta el 2029, ha ido erosionando lo que ha sido un modelo de democracia secular en un país islámico y que ha dominado a la Turquía moderna. Dentro de esta línea, se ha dado un brusco giro de política exterior alejándose de Europa y Occidente y enfocando preferencias con el resto del mundo musulmán.
Más allá de estas consideraciones, es de esperar que Turquía se mantenga como vértice de equilibrio en la compleja ecuación de poder regional y modere aspiraciones que pueden ser foco potencial de conflictos. También que su democracia no siga sufriendo deterioros y las libertades fundamentales no se vean afectadas. Sería desilusionante, que en el actual tablero crítico que atraviesa Medio Oriente, Turquía abandone el perfil de sociedad vigorosa que consagró en la Constitución de 1924.
Por: Embajador Roberto García Moritán | : @RGarciaMoritan
Por: Redacción