“Nos encontramos con un tipo de científico sin ejemplo en la historia. Es un hombre que de todo lo que hay que saber para ser un personaje discreto, conoce sólo una ciencia determinada, y aún de esa ciencia sólo conoce bien la pequeña porción en que él es activo investigador. Llega a proclamar como una virtud el no enterarse de cuanto quede fuera del angosto paisaje que especialmente cultiva.” José Ortega y Gasset
Durante la modernidad (siglos XVI a XVIII) el campo científico atravesó un proceso de secularización y fragmentación del conocimiento. Es por ello que quizá antes era más fácil encontrar autores polifacéticos que hablaban de diversas temáticas y tenían variados campos de acción: eran inventores, artistas, ensayistas, utileros, novelistas, alquimistas, religiosos, quizá todo ello y todo al mismo tiempo.
Son los genios de la modernidad, de esos que hoy en día no se encuentran, pero que, si hubieran dispuesto de los modernos dispositivos de comunicación como las redes sociales, seguramente hubieran sido célebres youtuber.
Realidad muy distinta transitamos hoy, donde dentro de una rama específica como ser la matemática, la física, la química, la biología y otras del campo de las ciencias denominadas exactas o aplicadas, encontramos científicos ultra especializados en los más diversas parcelas de investigación. Sólo de pensar en las diversas especializaciones que existen en el campo, por ejemplo, de las ingenierías, se puede apreciar la complejidad a la que hemos llegado en la actualidad.
“Zapatero a tus zapatos”
El filósofo español José Ortega y Gasset explicaba en 1930 que era de gran interés hacer una historia de las ciencias físicas y biológicas en su proceso de creciente especialización en la labor de los investigadores, mostrando cómo, generación tras generación, el hombre de ciencia se había ido recluyendo en un campo de ocupación intelectual cada vez más estrecho, reduciendo su órbita de trabajo, perdiendo contacto con una mirada integral del universo.
Este hecho, barbarizaba al científico que muchas veces se presenta como un superentendido de diferentes temas, cuando lo que domina es una ínfima porción de su propio campo de incumbencia. Y este aspecto queda aún más en evidencia, cuando el técnico o especialista comienza a ponderar los sentidos filosóficos o éticos sobre diversos problemas y a verter “opiniones relevantes” en la comunidad con la que interactúa.
Desde ya que Ortega, al momento que realizaba estas críticas, estaba defendiendo su propio campo de estudio y acción -la filosofía-, advirtiendo a los cultores del paradigma físico-matemático de las ciencias exactas sus limitaciones a la hora de querer ir más allá con la búsqueda de los basamentos del mundo, la existencia y la metafísica, materias concernientes al pensamiento especulativo de la filosofía.
La respuesta de Ortega a la soberbia de los cultores de la tiranía del paradigma científico de la década de 1930 era contundente. Opinar de lo que su campo científico habilitaba, vaya y pase, pero pretender hablar de muchas otras cosas con la limitada autoridad que otorgaba la barbarie del especialismo de conocer “todo” de muy poco, era otra muy distinta. “Zapatero a tus zapatos”, advertía Ortega: ningún médico debería decirle a un ingeniero cómo edificar un puente; ningún abogado debería indicarle a un cirujano cómo operar a su paciente.
Las ciencias del ambiente y una oportunidad para retomar el sentido ecuménico del conocimiento humano
Es importante destacar que la conformación del campo de las ciencias del ambiente se dio durante el último siglo y una de sus características es que logró romper aquella fragmentación entre los campos del saber que se había operado en la modernidad, un corset difícil de aflojar si se tiene en cuenta el entramado político-institucional que se encuentra en las instituciones públicas de formación científica y sus inquebrantables espacios e intereses corporativos.
Detrás de cada cátedra o beca existe una historia de lucha de intereses. Las universidades y centros científicos lejos están de ser islas del conocimiento apolítico. Y muchas veces hasta es preciso entender que las aguas de la política partidaria bañan a diario las costas de la pretendida objetividad científica.
Más allá de esto, hay que advertir que nuevos paradigmas científicos han surgido, siendo capaces de romper los compartimentos estancos heredados de los muros de contención de los intereses académicos sectoriales, habilitando fluidos diálogos interdisciplinares, quizá en una búsqueda inconsciente hacia religar aquello que se había fragmentado.
Es importante entonces reparar en que el objeto de estudio de las ciencias del ambiente se centra en la relación entre el hombre y el medio natural, la vida en el planeta y su relación con las realidades inanimadas que se encuentran en él, muchas de las cuales denominamos “recursos no renovables”, cuyo tratamiento es de especial interés en el mundo actual.
Es por ello que un ejemplo de esta superación científica de los nuevos paradigmas es el desarrollo de las ciencias del ambiente, que en su objeto de estudio dual (naturaleza y vida humana), enarboló un objetivo superador por comprender el complejo mundo en el que vivimos y cómo continuar con el desarrollo de nuestra especie sin atentar contra nuestros propios intereses de supervivencia.
Lo novedoso y auspicioso del fenómeno y auge de las ciencias del ambiente quizá se encuentre en el sentido ecuménico que cobra dentro de su campo de acción, en el que debe concebir el desarrollo humano y sus múltiples consecuencias hacia el medio natural en el que se encuentran e interactúan infinidad de tipos de vidas y existencias materiales.
Desde este punto de vista, son muchas las ciencias que, desde su particular campo de estudio, tienen algo que decir o aportar en las cuestiones ambientales, el problema surge en la naturaleza de su intervención: bajo que preceptos o principios filosóficos lo hacen y con qué fin.
Una apuesta a la ética del desarrollo sustentable
Desde nuestra óptica, el paradigma que las ciencias del ambiente no pueden soslayar, es la necesidad de abogar por el desarrollo humano en todas sus facetas, entre ellas la del progreso material, que siempre redundará dialécticamente en el desarrollo simbólico y espiritual de una comunidad y que, en su relación objetiva, implica la relación hombre-naturaleza. Es en este punto donde se juega el imperativo categórico del desarrollo sustentable.
Es por ello que suele haber diferencias abismales entre la gestión ambiental y el ambientalismo (aquella postura militante por el cuidado del ambiente). Porque la primera debe basarse en parámetros y ponderaciones fundadas en la estandarización de datos, la correspondencia con índices a escala y protocolos de elaboración de variables científicas. Estas son formas de separar la paja del trigo, como suele decirse. El segundo, en cambio, se resuelve en el sistema de alerta y movilización cuando el derecho ambiental es vulnerado o presumiblemente alterado, independientemente de los parámetros científicos o las prescripciones normativas.
Y mientras tanto, entre la jungla de los intereses sectoriales, las pujas políticas, la búsqueda de reconocimiento de actores diversos, existe la necesidad de las comunidades de avanzar, de desarrollarse y de propender a un ambiente de calidad para todos.
Alguna vez, hablando de la economía nacional, un político argentino exclamó que la cuestión era que los números cerraran “con la gente adentro”. Quizá se trate de eso también. De edificar nuestro desarrollo desde las buenas intenciones, sin dañar ni faltarle el respeto al otro, sino concibiendo la diferencia como quién busca lo mejor desde una óptica diferente, por más que muchos quieran pintarnos un mundo negativo, donde el hombre es el lobo del hombre y del planeta en el que vive. Porque, en definitiva, las políticas ambientales deben gestionarse pensando siempre en el desarrollo sustentable de la humanidad.
En este punto diremos que preferimos creer que la humanidad se encamina hacia un desarrollo sustentable que superará los malos impactos que actualmente se provocan sobre el planeta. No sólo eso, afirmaremos que la humanidad es un genial misterio de la existencia, tanto como lo es el planeta en que vivimos y del cual somos parte de su historia natural. Es por eso que las ciencias del ambiente también deben ser profundamente humanistas y deben concebirse “con la gente adentro…”
Por: Virginia Rizzo
Licenciada en Ciencias del Ambiente
Directora del Observatorio Socioambiental
del Instituto de Estudios Fueguinos (IEF)
Por: Redacción