Hacía poco más de un día que había amainado uno de los peores temporales enfrentados por la flota de mar en el Atlántico Sur, más allá del paralelo 50. Antecedido ello por tres jornadas de mucho ‘pesto’, como decimos en la jerga náutica, en los cuales el barco corría la tempestad, es decir, iba a favor de las enormes olas de hasta 12 metros, empujado por Eolo que insistía en sostener fortísimos vientos a más de 30 nudos. La tripulación empezaba a acomodarse de nuevo, ya un poco más estable, en sus roles a bordo.
El imaginaria sacudió mi almohada oficiando de despertador, salí lateralmente de la cama, cual cajón de escritorio sobre sus rieles, dado que la hilera de cuatro cuchetas superpuestas del sollado no dejaban espacio suficiente para esbozar un giro sobre mi propio cuerpo. Con la débil y rojiza luz de sueño inicié el cambio de ropa, del durísimo e incómodo pijama de loneta blanca por la gris faena de embarco. En secuencia, una pasada por los jardines, cepillo de dientes, peine, jabón y maquinita de afeitar – de las antiguas – cantidad ingente de gomina, un toque de Paco Rabanne, estaba listo.
«Rumbo uno nueve cero»
Ingresé al puente de comando a las exactas 03 h 45 min cerrando y girando tras de mí las trabas de la porta de acceso, provocando el clásico ruido de vacío producido al hacerlo.
En el recinto, lo primero que escuché fue la orden de “rumbo uno nueve cero” a lo cual el timonel la repitió en forma unísona, “rumbo uno nueve cero señor”. Observé mientras mi compañero a relevar ponía el último punto en la carta náutica, el mismo indicaba tener al oriente, por el través de babor al Cabo San Antonio y hacia el occidente, por la banda de estribor a la Bahía Thetis. Sentí entusiasmo al saber que estábamos más cerca del Canal Beagle, dado que teníamos como próximo puerto de arribo a Ushuaia.
Para corroborar fui al radar y verifiqué que de hecho estábamos llegando a los confines de la costa atlántica argentina, en la Isla Grande de la Tierra del Fuego, teníamos a la Península Mitre del lado derecho del barco y a la izquierda la Isla de los Estados. Dada la hora en vano sería intentar observar a las Islas Año Nuevo y probablemente también de día sería inútil porque esta región es cubierta de brumas, cuando menos una calima que desdibuja las montañas, haciéndolas parecer, en la distancia de algunas millas, a una gran fortaleza.
Ya oficialmente de guardia me volví a la oscuridad del puente, adaptado apenas a las muy tenues luces de los equipos de navegación; en definitiva, “puente oscuro puente seguro” reza la consigna nocturna en los navíos de guerra, objetivando ver mejor “hacia afuera”, como muy importante. En ese preciso momento de inicio de mi trabajo me di cuenta que ingresábamos al mítico Estrecho de Le Maire, nombre dado por un navegador holandés que surcó estas aguas en 1615.
En el Le Maire
En esta suerte de embudo geográfico se produce una sumatoria no deseada para quien navega; aquí se combinan estrechez, profundidad, constantes e intensos vientos predominantes del sud/sudoeste y marea. Desde el sector meridional la profundidad disminuye abruptamente de los 200 m a los 80 m mientras las ondas provenientes del Cabo de Hornos encuentran un estrechamiento de 25 km y exactamente por allí confluyen todas estas componentes. A estas colosales fuerzas de la naturaleza de este famoso accidente geográfico se le suma el aspecto sobrenatural.
Hasta hace poco más de un siglo en la península Mitre habitaban dos etnias indígenas; al norte los Selknam (Onas), quienes en su cosmovisión veían a la cordillera de la Isla de los Estados como proveedora de poder sobrenatural. Al sur estaban los Haush, cuyos chamanes veían a dicha isla como el lugar de emanación del poder del Universo.
Entrábamos al Estrecho y había que prestar mucha atención, según la Tabla de Mareas iniciaba la bajante a las 4 h y súbitamente el viento fue minimizando su escala. El buque empezó a abandonar el cabeceo y prácticamente fue cesando de rolar a estribor, iniciando una travesía muy tranquila. Fue visible en ese momento que las fuerzas en disputa, las terrenas y las celestiales, habían llegado a un equilibrio, permitiéndonos navegar de forma ideal, cargados en bodega con vehículos de desembarco y equipo de la infantería de marina, en estas condiciones.
Era enero de 1982, esta noble unidad de la Armada, el BDT Cabo San Antonio seguía célere su singladura rumbo a Ushuaia. Tres meses después, marcado por su destino, desembarcaría en las Islas Malvinas.
Por: Capitán Guillermo A. Burgos | Twitter: @GABurgosOK
Por: Redacción