El pueblo siempre mira hacia arriba, dicen los sociólogos. Explicando, la clase media se identifica con la pudiente y la baja con la burguesía, es así de sencillo. El que dude basta ver alguna novela, rápidamente se verifica que no hay ninguna que retrate la pobreza o escasez. Yendo más atrás, fue la burguesía francesa el motor de la revolución, apoyada en ocasiones por las masas populares quienes dieron a luz a un nuevo régimen, marcando el final definitivo del feudalismo y del absolutismo en ese país.
De la mano de ello, podemos entender fácilmente el por qué siempre se destaca al patrimonio material, sobre el inmaterial o cultural. Equivocadamente parecen ser más importantes los bienes visibles, lo arquitectónico, que representan la memoria física en la evolución social.
En contrapartida, el patrimonio intangible está de la mano de la memoria intelectual y factor que hace única a una sociedad; son las tradiciones, literatura, ritos, música, patrones de comportamiento y que son tan importantes cuanto los edificios. Es sencillo visualizar la modificación de una fachada o el derrumbe de un predio para la construcción de uno nuevo, pero no lo es tan simple cuando se trata de evolución cultural y es aquí donde deseo intentar desenredar la madeja.
Las personas no paramos mucho para pensar en la rápida evolución que la vida fue tomando, en especial en los últimos 30 años, sea por el trajín cotidiano o por las obligaciones laborales. Si reflexionásemos más seguido sobre ello tendríamos nuevas emociones al respecto y podríamos darnos cuenta como todo es tan diferente en el día actual, hecho que suscita que los comportamientos hayan cambiado tan marcadamente.
Pude vivenciar, cuando niño en la década del 70, vestigios de un modo de vivir que parece ir desapareciendo, una manera de vincularse con los otros que parecía contemplar en serio las relaciones sociales, un vínculo humano que, en mi parecer, hacía la vida muy llevadera.
Doña Elvira, mi italiana abuela paterna tenía serios problemas en las rodillas y por lo tanto una locomoción muy dificultada, así siendo semanalmente recaían sus compras en mí, que era su nieto menor. Supongo que a nadie le agradó hacer mandados, pero existía el incentivo de las moneditas que sobraban al retornar del almacén, de ella y de otras personas próximas en edad avanzada que precisaban de ayuda.
La vecina doña Vicenta era una señora imponente de voz poderosa, a menudo la ayudaba en algunas tareas, como la poda de árboles, juntar hojas en su patio e ir a buscar el pan. Por este motivo siempre fue afectuosa conmigo y nunca faltaron de su parte los agrados: un chocolatín, caramelos o monedas como recompensa, con cariño en el trato humano.
Ocupaban asimismo una jerarquía de respeto y consideración en esa cuadra, don Sánchez, doña María, don Durán, don Peña, el trato era ése, de don, de Señor/a. Viví esas situaciones, nadie me las contó y en estas ideas que expreso no hay citaciones de otros autores, como es común cuando uno desea ilustrar mejor una temática.
En aquel entonces la gente vivía de otro modo. En marzo de este año, en la misma calle donde pasé mi infancia y donde aún vive mi madre, me puse a hablar con unos niños que allí se encontraban jugando a la pelota y les pregunté si sabían quiénes eran las personas que vivían en una casa de la vereda de enfrente, me respondieron que no tenían la mínima idea, en clara señal de no ser importante.
Hace pocos días se me despegó parte de la suela de unas zapatillas, necesitando de un zapatero comenzó el peregrinaje para encontrar a alguien que ejerciera este oficio; con bastante ayuda pude encontrar uno, muy escondido en un sitio distante del centro, pero créame que no fue fácil, inclusive viviendo en una ciudad que floreció bajo el trabajo de gente de oficios, como ése.
Para sumar a la idea central, en recónditos lugares provinciales hasta hace poco tiempo todavía funcionaban a domicilio: los lecheros, los pescadores, verduleros, heladeros, vendedores varios, etc. Entre lo variopinto citado debo confesar que una de estas figuras siempre cautivó mi atención, el afilador.
Cuando todavía no se había inventado el filo serrucho tipo tramontina circulaba en una bicicleta-carrito con trípode desplegable, este eficiente prestador itinerante de servicios que tanto llamaba la atención de la gente; oficio muy antiguo corroborable en un óleo del pintor español Francisco de Goya de 1790, que lo retrata en detalle, justamente llamado “El afilador”.
La melodía aguda de una armónica pequeña utilizada con la cual se hacía oír a la distancia, a posteriori emitía un grito entonado de “afiladooor” preanunciando su llegada a determinada cuadra. El local donde paraba para ejercer su arte, normalmente la propia puerta de las casas, en donde las señoras del barrio le llevaban sus tijeras, alicates y cuchillas. Era visible a su alrededor una pequeña explosión de vida arremolinada, donde la cola de espera al afilado propiciaba el previsible chusmerío local.
Los chicos nos acercábamos para ver las chispas que salían de la redonda piedra afiladora, girada a correa con el pedal de esa bici diferente, que al mismo tiempo le servía de locomoción, a menudo vieja y modificada pero que nos atraía a mirarla. Este hombre de pocas palabras, normalmente extranjero, constituido en trabajador ambulante y sin saberlo, verdadero agente social.
Es probable que quien tuvo oportunidad de vivir experiencias de este tipo piense que antes la vida era más linda, mejor y menos preocupante o al menos reflexione sobre eso con la visión romántica de un chico que allí congeló todos esos recuerdos dorados, hace ya largas décadas.
Por: Lic. Guillermo A. Burgos | : @GABurgosOk | : @guillermoaburgos
Por: Redacción