Agua quieta
Un espejo en el que se duplican el silencio, el paisaje, la soledad y los asombros. Hace semanas que navegamos en el sur del sur. Una tímida estela apenas nos sugiere y, a proa, un angosto sendero engarzado con millones de soles nos promete el norte.
Surcamos un camino de brillantes, un valle entre una callada eternidad que nos mira desde ambos lados: cadenas de montañas y algunas nubes indecisas que las acarician a mitad de su altura. Oscuras cumbres flotan sobre estáticos vellones de vapor.
A bordo de la ADRIÁTICA viajo por un tiempo… congelado en el tiempo. Miro y siento un remolino emocional, acaso una angustia, cuando me doy cuenta que Magallanes, Darwin, Fitz Roy y otros ubicuos exploradores han visto exactamente lo mismo.
Con o sin sol, viento o lluvia, todos ellos -y quienes los siguieron-, han visto lo que yo, hasta en sus mínimos detalles. Esa pequeña roca que aflora a pocos metros nuestro y que sigilosamente pasa de proa a popa, no cambió un centímetro en los últimos 5 siglos, cuando algunos europeos descubrieron algo que ya era visto y vivido por otros ojos desde hacía miles años. Ojos que ya miraron y navegaron lo mismo que ellos, ignorantes de tierras extrañas recién llegados que “descubrían” azorados esos paisajes.
Las mismas montañas en el mismo lugar. Los mismos valles y glaciares, las mismas cataratas y bosques. Estoy viendo tiempo quieto y me siento ínfimo. ¿Qué es la eternidad sino el tiempo con su reloj detenido? Schiller, el gran poeta alemán, alguna vez dijo que la arquitectura es música congelada. Tomo su idea y pregunto: ¿la eternidad es tiempo congelado? Doblemente congelado en estas latitudes australes en las que el blanco y el gris conquistaron la realidad.
Hace segundos, esa misma roca que ahora nos ve navegar, vio pasar a algún “descubridor” en un galeón, que se preguntaba con más curiosidad que temor, a dónde conduciría el mismo canal que ahora surcamos. Puedo imaginar cartógrafos ateridos de frío, tratando de llevarse en sus papeles las formas, las distancias, las alturas y profundidades para luego desenredar el austral misterio y creer vanamente que por haber medido han conocido.
Desde un glaciar que sostiene al cielo baja un finísimo hilo de agua. Tuerce mil veces su camino, cae una y otra vez dejando pequeñas nubes de espuma, se pierde entre los bosques, reaparece y sigue bajando, acariciando la roca negra que lo conduce. Al final, esa agua, que fue nube y luego hielo, llegará al canal en el que estamos, para ser nube, luego hielo y nuevamente, siendo agua otra vez regresar para recomenzar su destino de Tántalo.
Veo tiempo fijo en las montañas e inquieto en las aguas, tiempo que se burla de nosotros, quienes creemos estar y ser, simplemente porque ocupamos una imperceptible fisura entre dos eternidades. Una fisura a la que llamamos vida.
Si yo pudiera regresar dentro de un millón de años seguramente vería el mismo cauce de agua por el mismo camino, quizás más profundo, corriendo por el mismo monte. Un millón de años… 200 veces la historia escrita de la humanidad, sólo para cavar un poco la roca y que esa agua siga recorriendo el mismo sendero negro que ahora, un millón de años después, apenas es una pequeña muesca en la piedra.
Quienes han estado, con los hilos de su pensamiento han tejido el mismo cordel y eso aumenta mi confusa emoción, pues me “acerca” a ellos. Si yo fuera cualquiera de estas rocas ¿acaso no vería desde alguna almena de mi frío silencio que esos descubridores y la ADRIÁTICA pasan delante de mí casi en el mismo instante? ¿No estaría nuestra proa a escasos metros de la popa del BEAGLE, con el mismo Fitz Roy mirando nuestro tajamar?
Hay una leyenda escandinava que dice que “muy al norte de las tierras de más al norte, hay una inmensa roca de granito que emerge del mar. Tiene una milla de alto y otra de ancho. Cada mil años, en el verano, desde el sur llega un pequeño pájaro que afila su pico en la cumbre y luego regresa por donde vino».
Cuando la roca haya desaparecido como consecuencia del roce del pico, “recién habrá pasado un día de eternidad”. Otra vez, me siento ínfimo mirando este paisaje. Estas montañas australes ya eran. Nosotros pasamos. Ellas seguirán siendo, esperando un ave que afile su pico.
Quizás ese pajarito no sea sino el péndulo del único reloj.
Por: Ricardo Cufré.
Navegante y Escritor.
Por: Redacción