Nueva Zelanda está compuesta por dos grandes islas. En el extremo sur de la isla del sur está la ciudad de Ivercargill, la Ushuaia kiwi, más o menos, 30.000 habitantes. El Puerto de Bluff, un poco más al sur aún, es un apéndice de ella y tiene unas 4.000 más que tranquilas almas.
Invercargill posee una arquitectura colonial perfectamente mantenida. La he recorrido mucho y no recuerdo haber visto edificios de más de dos plantas. Calles, plazas y veredas quirúrgicamente pulcras, siempre tienen sol. Aún en la Avenida Dee (la Santa Fe de allá) la circulación de vehículos y de peatones es maravillosamente cómoda. Se maneja por la izquierda y en toda mi estadía en NZ jamás escuché el uso de la bocina, en ninguna de las ciudades que visité. Hacia el E de la ciudad hay un sector más moderno, con amplias casas de muy buen ver, veredas anchas, de no menos de 10mts. de manga y con jardines en ellas. Un verdadero sueño.
Llegamos a la comisaría. La primera macana que casi me mando es que por un pelo no hice añicos las puertas corredizas de cristal. De tan limpias que estaban no las vi y me las llevé puestas. De la patada que le di mientras se abría, creo que aún debe estar vibrando estruendosamente. Menos mal que son a prueba de recién desembarcados.
La seccional Invercargill de la policía parecía una moderna galería de arte. Toda decorada con colores pasteles claros, dicroicas por doquier y una total ausencia de emblemas y escudos con abstractas virtudes escritas en latín ni escudos con perfiles de animales feroces de esos que se comen a los chicos crudos. En su lugar, había unos hermosos posters que mostraban unos paisajes alucinantes del país. Una moquette cubría todo el piso, de banda a banda.
Tras un mostrador al más puro estilo aeropuerto moderno había dos mujeres policías de gran cháchara y risas. Sin duda alguna, una tenía ascendencia maorí y la otra británica. Ambas nos miraron con generosa sonrisa y nos preguntan que necesitábamos. Comencé a explicarles el motivo de nuestra presencia, pero Bernie, en el mismo tiempo que yo empleé en pronunciar mi primera sílaba en inglés, habló rápidamente en kiwi y nos dijeron que esperáramos a un oficial.
Antes que tuviera tiempo de sentarme y gozar del cálido ambiente policial (si, ya sé que es difícil de creer, pero realmente estaba asombrado del lugar y la onda de las dos policías), aparece por un corredor un oficial con sonrisa de locutor recién recibido que cree en su futuro.
Nos hizo pasar a un despacho, nos ofreció un café – que declinamos -, y procedió a desenvolver el arma de Bruno. Luego, le sacó los proyectiles, los contó y llenó un formulario celeste en donde constaba marca, modelo y número de serie del arma y la cantidad de munición. Nos dio una copia y en un minuto se terminó con la formalidad. Los siguientes diez, fueron invertidos en contar el viaje y hacer preguntas.
Respecto de la devolución del revólver, el amable oficial nos dijo que un par de días antes a nuestra partida definitiva del país lo llamáramos por teléfono a la comisaría o a su casa (nos anotó en el reverso del formulario su número particular y el del celular («por si las moscas»), así le dábamos tiempo de sacar el arma del depósito y enviárnosla a bordo con un policía, porque la ley nos prohíbe la portación de armas en tierra.
Le comento entonces que en realidad no sabíamos si al abandonar N.Z. zarparíamos del puerto Bluff o de otro, pues nuestra idea era recorrer la costa de su país. Entonces, sin pestañear, nos dijo que desde cualquier puerto del país hagamos el mismo llamado, solamente que le demos más margen de tiempo, así él puede enviar por correo interno policial el arma a la seccional más próxima al puerto que le indiquemos y desde allí, nos la llevan a bordo.
Confieso que, ante tamaña forma de ser tratados por la policía, yo ya estaba al borde de las convulsiones. Como si fuera poco, ni en las damas de la entrada, ni en este oficial (ni en los otros que vi en la repartición, o en la calle, bancos) noté arma alguna. Pregunté por qué, y la respuesta fue simple: la policía no porta armas en Nueva Zelanda. (2) No tienen ningún tipo de violencia social, ni robos ni asesinatos. Nadie recuerda el último asalto a un banco. En realidad, me contaba Bernie, el año anterior a nuestra llegada había salido un informe en donde figuraba Nueva Zelanda como el país que más había crecido en asesinatos en todo el mundo, duplicando la cantidad. Lo cual era totalmente cierto, pues habían tenido dos, y el año anterior a ese, uno solo. Esta sociedad me está gustando cada vez más, repetía para mis adentros.
Mientras caminábamos hacia el auto oficial que nos llevaba nuevamente al barco, le comenté a Bruno: Tano… acá me dan ganas de caer en cana. Bruno me sonrió como sólo pueden hacerlo las personas generosas.
Durante el viaje de regreso a Bluff, observaba el ondulado paisaje y pensaba… qué rápido uno se adapta a que lo traten con respeto y buena onda. Y qué bien que lo hacen sentir.
La gente. Un trámite en una dependencia del estado.
Regresamos a bordo a media tarde y aún había mucha luz. A unos trescientos metros a proa, en dirección al canal de acceso por el que habíamos llegado horas antes, veo ingresar un velero azul oscuro. De repente cae bruscamente a babor y puso franca proa hacia nosotros. Algún curioso, pensé. Qué bien, así podremos charlar con alguien de acá.
Cuando estuvo bastante cerca, le hice señas para que se abarloe a nuestro babor. En ese momento Bruno y yo no podíamos ni imaginar lo que ese encuentro habría de significar, ni Allan Forrest tampoco podía creer nuestro viaje. Nos obsequió unos pescados frescos y unas cervezas bien heladas. ¡Unas cervezas! ¡Oro líquido para nosotros!
En realidad, con Bruno pensábamos hacer solamente una escala de una semana, reaprovisionarnos y continuar raudos a Hornos. Pero el duro Océano Indico que acabábamos de cruzar y las ganas de conocer N.Z. nos dieron maravillosas razones para quedarnos casi tres meses en este delicioso país.
La llegada de Allan y su familia a nuestras vidas fue providencial. Entre otros cientos de cosas nos ofreció uno de sus coches, el cual usamos a discreción toda nuestra estadía en Nueva Zelanda. También hemos viajado con ellos al interior del país, compartido fiestas, muy tristes acontecimientos familiares debidos al fallecimiento de su padre y conocido maravillosos amigos navegantes y no.
Una de las cosas que más me llamó la atención en todos los lugares que visité de Nueva Zelanda fue la excelente disposición de la gente en general, su buen humor y caras distendidas, sin stress. No suelen caminar apurados ni mirar hacia abajo. Tienen tiempo, y con un solo empleo alcanza y sobra para una vida más que digna. También me llamó la atención el escaso transporte público de colectivos. Sin embargo, la respuesta era obvia: todos tiene auto.
Cordialidad y confianza
Las sorpresas sobre la conducta de la gente comenzaron en el mismo momento en que llegamos. Al día siguiente de nuestra entrada en la policía, tuve que regresar a Invercargill a comprar algunas cosas en la ferretería. Como era temprano y ésta aún estaba cerrada, decidí dejarme seducir por un irresistible aroma a café chocolatado, o algo así. Entré al bar. De repente, en un escaparate de vidrio en el que se ofrecían diferentes cosas para comer vi algo que me paralizó, que no podía creer: ¡una gigantesca media luna con jamón y queso! Cuando ella me vio, comenzó a largar bengalas rojas pidiendo auxilio. Acudí en su ayuda y la rescaté, poniéndola en mi plato. Una medialuna con jamón y queso… manjar de manjares en uno de los países más lejanos al mío.
Luego de pedir el café con leche, me dirigí a la caja a abonar. Cuando me dicen el precio, constaté que era demasiado barato. Algún gesto debo haber hecho pues la amable cajera me preguntó si tenía algún problema. Le expliqué que creía que había un error en el importe y me dice que no. Entonces, me di cuenta de que me habían facturado el café con leche, pero no la media luna.
Cuando le hice saber que la medialuna no estaba incluida en el ticket me contesta: No Sr., esta medialuna no es fresca. – y mientras miraba su reloj pulsera, continuó como la cosa más normal del mundo – … fue hecha hace más de dos horas, por lo tanto, no se la puedo cobrar si Ud. la lleva. Si quiere pagar una medialuna, mi obligación es hacerle una en este momento.
Por supuesto, le dije que no era necesario, y que a mi juicio la medialuna estaba perfecta (lo que era absolutamente cierto). Sendas sonrisas dieron por terminada la cuestión. Me transformé en cliente casi cotidiano de este bar y llegamos con el matrimonio propietario, a hacer muy buenas migas.
Llévelo, después me alcanza el dinero
Luego de este sorprendente desayuno me dirigí a la ferretería. Me recomendaron una, sita en la avenida Dee, por suerte la misma del bar, y a escasos 300 metros.
El local era un hangar inmenso. ¡Un shopping todo de herramientas! Yo estaba en mi Shangri-La. ¡No sabía dónde mirar! Cuando termino de tomar las cosas que necesitaba, concurro a la caja con el carro repleto y descubro que me faltaba bastante dinero para pagar.
Le pido disculpas al cajero y me dispongo a devolver la compra, cuando escucho un increíble: no se preocupe, me lo paga cuando regrese otra vez por acá. Le agradecí, pero le dije que era extranjero sin residencia en el país. Ante tamaña obviedad delatada por mi habla, me dijo sin ironía alguna… ¿Ud. va a seguir comprando cosas en este negocio? Sí, por supuesto, tenemos mucho que arreglar a bordo, le contesté. Bueno, me lo paga otro día. Y sin mediar más, siguió atendiendo a quien estaba tras de mí en la cola.
Era demasiado para un mismo y primer día de interrelación social con los lugareños…
Si bien este tipo de actitudes se sucedieron repetidas veces y en diferentes ciudades, no fueron las únicas cosas con que Nueva Zelanda me sorprendería. Absolutamente todas las gestiones que hemos realizado por los más variados motivos, fueron trámites sin ningún tipo de problemas, como lo son regularmente con cualquier ciudadano kiwi y lo sucedido una semana antes de nuestra partida merece ser narrado.
Nos enteramos que, por ser un barco extranjero surto temporariamente en aguas neozelandesas, estábamos exentos de impuestos internos y del I.V.A. (3) en casi cualquier compra que realizáramos. (No recuerdo cuáles eran las pocas excepciones, pero sí recuerdo que ninguna de ellas nos interesaba). Como teníamos que hacer la última provista, incluidos 1040 litros de gasoil, fuimos a asesorarnos a la DGI local. Al llegar al mostrador, explicamos el problema a la funcionaria que nos atendía. Nos hizo algunas preguntas a las que sistemáticamente nosotros respondíamos «no». Entonces, nos dijo que ella no creía que estuviéramos libres de impuestos, pero que como no estaba muy segura pues no era su área específica el tema de los veleros, iba a consultar.
Momento más tarde, nos hace pasar a la oficina de un superior, que resultó ser nada menos que el jefe de esa oficina fiscal. Luego de responder un par de preguntas nos informa que efectivamente estábamos alcanzados por esa ley, si zarpábamos antes de los 30 días de extendida la exención. Le contestamos que nuestro plan era abandonar N. Zelanda en una semana. Acto seguido pide, y nos lo entrega, una copia del texto de la ley y en papel membretado de la delegación hace una declaración dirigida a cualquier comerciante de su jurisdicción, informándole que no nos debía cobrar los impuestos internos (IVA y otros).
Sello y firma. Nos explicó que el comerciante debía fotocopiar la hoja de la exención y adjuntarla a su copia de la factura de venta, así evitaría problemas fiscales si tiene una inspección, pues él no pagará impuestos por esa venta y debe justificarlo. ¿Más claro? agua. ¿Más sencillo? Imposible. Sonrisa, agradecimiento, apretón de manos y buenos vientos. Diez minutos después de entrar a la oficina fiscal estábamos nuevamente afuera, cumpliendo nuestro recorrido de compras.
Un par de días después vamos a un gran supermercado a llenarnos de comida para el resto del viaje. Al llegar a la caja con los carritos y mostrarle a la cajera el papel de la exención fiscal, ésta no podía facturarnos porque el sistema informático (abril de 1997) no podía discriminar los impuestos obligatorios. Llamó al jefe de administración, quién leyó la nota, nos pidió disculpas y que le diéramos un rato para cambiar algunas instrucciones del ordenador. Minutos después el problema estaba solucionado. Además, nos agradeció pues a partir de ahí, cualquier otro cliente en las mismas condiciones no tendría problema alguno. Por supuesto, sacó la fotocopia y la cajera la guardó para adjuntarla a nuestro ticket de compra cuando rindiera la caja.
Así funcionaron las cosas en la Nueva Zelanda que conocí.
Por: Ricardo Cufré, escritor y navegante.
Notas:
2) Actualmente sí las lleva. Desafortunadamente cambiaron algunas cosas, tal como me informaron unos amigos kiwis hace un par de meses.
3) El I.V.A. es un impuesto que lo deben pagar los que tienen residencia fiscal en el país que lo cobra. De hecho, nuestra A.F.I.P. devuelve a los turistas extranjeros en los aeropuertos internacionales al momento de dejar el país, la suma de los IVA de sus gastos. No lo tienen resuelto en los puertos habilitados para el ingreso y egreso de veleros de bandera extranjera y eso es un problema que deja muy mala imagen nuestra al dejar esos barcos las aguas jurisdiccionales argentinas.
En Chile, un velero extranjero luego de haber cumplido con los requisitos de ingreso, el capitán puede ir a la dependencia fiscal más cercana del puerto a gestionar un “Número fiscal especial de exención impositiva”, o algo así, que lo presenta cada vez que hace una compra. Hay artículos que no están alcanzado por esta normativa, pero sin duda el combustible y otros que nos interesan sobremanera, sí lo están.
En otros países esta normativa no la conocen los funcionarios ni mucho menos, los comerciantes. A quienes navegarán a vela por largo tiempo y tocarán países desconocidos, les sugiero ir a los diferentes consulados e informarse al respecto, como así también las normas a cumplir para el ingreso de un velero. Uno no tiene idea de los problemas en los que puede verse envuelto ni mucho menos de las consecuencias. Éstas jamás serán inocuas, sino negativas en distinto grado.
Una vez, al llegar a un puerto me pidieron “certificado de desratización” otorgado por autoridad competente del último puerto, en el idioma del puerto de arribo. Si fuera necesario una traducción, ésta debía ser realizada por traductor público reconocido en el Consulado del país de llegada destacado en de zarpada, con los sellos pertinentes de dicho consulado y el Apostillado de la Haya, si ambos países fueran signatarios del Convenio de la Haya de 1961.
A ver si nos entendemos, “desratización en un velero deportivo de mediana eslora, luego de 37 días de mar, tripulado por 2 personas”. Al final, luego de más de una hora de interminable discusión, me reconocieron los funcionarios, que me aplicaban la misma ley que usaban para los barcos mercantes, porque no tenían legislación específica para embarcaciones deportivas. Cuando les dije que me estaban reconociendo que no había ley alguna que se me pudiera aplicar específicamente, que eso era abuso de poder y que de ahí me iba a denunciar a un juzgado y a un diario, lo consultaron por enésima vez.
A los 2 minutos me dijeron “que por esta vez haremos una excepción.” (pensé, ¿excepción a qué?, a un reglamento inexistente?). Por supuesto, agradecí y me juré NUNCA MAS entraría como Capitán de un velero en puerto alguno de ese país hermano latinoamericano. (No sólo por eso, sino por otros problemas verdaderamente ridículos de papeleos en cada puerto de su extensa y hermosa costa). Esto sucedió hace muchos años y hasta hoy he cumplido con mi juramento. Confío en que hayan mejorado las cosas, pues es un país al cual van muchos navegantes argentinos. No lo identificaré, pero, lo justo es justo, sí reconoceré que su caipirinha es deliciosa.
Por: Redacción